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Authors: Col Buchanan

El Extraño (53 page)

BOOK: El Extraño
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—No, primero queríamos ablandarlo un poco.

—Está bien. Administrársela ahora.

Rápidamente se trasmitieron unas órdenes a alguien que aguardaba en el exterior de la celda. Apareció un sacerdote entrado en años con un cucurucho de papel en la mano. El anciano se arrodilló junto a Nico y toqueteó con delicadeza el rostro del muchacho hasta que éste lo miró a los ojos. «Un curandero, tal vez», pensó Nico. El sacerdote abrió el cucurucho y sopló, y una nube de polvitos blancos impactó de lleno contra la cara del aprendiz de roshun.

Nico echó a toser y se frotó los ojos tratando de mitigar el escozor. Entonces se vio vencido por una fatiga terrible y su cuerpo quedó tendido sin fuerzas en el suelo. El aturdimiento empezó a apoderarse de él, sumiéndolo en un estado de somnolencia. De vez en cuando brotaba en su cabeza una imagen onírica que rápidamente volvía a desaparecer sin dejar rastro.

De lo que ocurrió a partir de ese momento, más tarde Nico sólo pudo recordar algunos fragmentos.

—Dejadnos a solas —ordenó una voz femenina.

—Pero, matriarca...

—Quiero hablar con él.

—Como mandéis.

Nico caminaba por un sendero montañoso. Las cabras pacían en pastos poco densos que se extendían por encima de él y lo miraban con el rabillo del ojo según las rebasaba.

—¡Beee! —gritó, dirigiéndose a las cabras para hacerles saber que se había percatado de que lo observaban.

—¿A qué vendrá ese ruido que hace?

—Es la droga. Está delirando.

Estaba sediento y presentía que había agua un poco más adelante. Coronó una loma y divisó un riachuelo debajo; el agua corría a borbotones entre las rocas. Se le dibujó una sonrisa en los labios.

—¡Muchacho! —le espetó una voz procedente de algún lugar indeterminado encima de él.

Nico levantó la mirada y se topó con un rostro femenino poco agraciado, estropeado por los sentimientos que reflejaba. Le recordaba a un pájaro, alguna especie de ave negra y maléfica.

El rostro le hacía preguntas y él hablaba... hablaba sobre su maestro y sobre la ciudad, y sobre lo que habían ido a hacer allí. A su lado, un muchacho lo miraba con detenimiento. La expresión mezquina de esa cara juvenil, con los labios fruncidos, se tornaba más intensa según avanzaba Nico en su confesión. Era como un lobo listo para atacar.

La mujer en cambio lo contemplaba con unos ojos fríos como el hielo que ni siquiera parpadeaban. Nico tenía la impresión de que si seguía hablando, quizá dejaría de mirarle con esos ojos ávidos. No quería que lo miraran. Quería regresar a su espacio privado. Habló de Cheem y del monasterio en las montañas, de Aléas, de Baracha y del viejo Osho. Habló del anciano Vidente aislado en su cabaña, de cómo era capaz de rascarse las picaduras de los piojos y además hacer cosas que él todavía no entendía.

—¡No te vayas por las ramas! —le espetó la mujer, llevándose las garras al rostro.

La matriarca volvió a preguntarle sobre su maestro: sus planes. Nico le habló del Templo de los Suspiros y de las estratagemas que habían considerado para introducirse en él, buscar a Kirkus y matarlo.

En ese momento, la mujer se enfureció con él, si bien Nico no alcanzaba a saber por qué. Quizá era porque había vuelto a olvidarse de hacer las tareas de la granja, o quizá porque había sostenido otra discusión a grito pelado con Los.

La mujer tensó con fuerza los músculos de la cara y se puso en pie.

—Quizá tu abuela tenía razón —dijo, dirigiéndose al muchacho que estaba junto a ella—. Si ésta es la clase de individuos que preparan hoy en día para convertirlos en roshuns no hay de qué preocuparse.

Se paseó alrededor de Nico. Una gota de saliva apareció entre sus labios finos y rojos como rubíes. La gota se transformó en un hilito que fue estirándose hasta caer sobre un ojo cerrado de Nico.

—Has venido para matar a mi hijo, roshun canijo. Así que voy a decirte una cosa: muy pronto tus amigos estarán muertos y tu orden destruida. En cuanto a ti —le dio un golpe con el dedo gordo del pie—, te utilizaremos para dar ejemplo.

El muchacho que la acompañaba respiraba con agitación. Estaba ansioso por ensañarse con Nico.

—Yo mismo acabaré con él ahora —gruñó.

—No. Diviértete con él un rato si quieres, pero déjalo con vida. Mañana se reanudan los juegos y lo enviaremos allí. ¿Me has oído, cachorrito mío? —La mujer golpeó de nuevo a Nico con el dedo gordo del pie—. Vamos a enviarte al Shay Madi y las multitudes presenciarán tu encuentro con la muerte. Así comprobarán la auténtica fiereza de los roshuns y por qué debemos echarnos a temblar en su presencia.

La mujer se dio la vuelta y su túnica se infló a su espalda.

El muchacho sonrió mostrando sus dientes afilados y descargó un pisotón tan salvaje en la mano de Nico que ésta crujió.

Nico soltó un alarido.

Capítulo 25

La bravura de los necios

Del Templo de los Suspiros partió una procesión. Se trataba de una procesión imperial, como evidenciaban sus proporciones, su magnificencia y los estandartes desplegados, los propios de la matriarca, que consistían en un cuervo sobre un fondo blanco. Desde la azotea, Aléas, Baracha y Ash observaron cómo cruzaba el puente que salvaba el foso y giraba para enfilar con lentitud hacia el este, en dirección al Shay Madi, donde iban a celebrarse los juegos.

En las calles se apelotonaban cientos de devotos ataviados de rojo que querían presenciar aquel desfile inesperado de la Santa Matriarca, vitoreándola a pleno pulmón, como si hubieran perdido el juicio. Columnas de acólitos aparecían y desaparecían en la densa niebla como figuras espectrales; varios pelotones se encargaban de contener a los enfervorizados feligreses. Los palanquines portados por docenas de esclavos pasaban uno detrás de otro con sus ocupantes ocultos tras unas pesadas cortinas bordadas. Sacerdotes de menor rango aporreaban tambores, bailaban con un frenesí desbordado o se azotaban las espaldas desnudas con espinosas ramas de arbusto. Aléas observaba con atención y los iba contando según pasaban.

—El hecho de que tanta gente abandone el templo podría ayudarnos —comentó tenso Baracha.

Ash simplemente se encogió de hombros, luego se enderezó y empezó a vaciar el contenido de una bolsa de lona abierta sobre la azotea de cemento. Se vistió para la
vendetta
, secundado por sus compañeros: botas reforzadas, mallas de piel curtida con almohadillas en las rodillas, un cinturón, una túnica holgada sin mangas y brazales. Ash y Baracha, además, se pusieron encima una pesada túnica blanca que les caía hasta los pies. Los dos maestros se encontraron cara a cara mientras flexionaban brazos y piernas para habituarse al atavío recién puesto.

—Qué tela más dura —gruñó Ash.

—Es como llevar puesto un saco de lona —convino Baracha.

Los roshuns habían depositado todas sus esperanzas en aquellas túnicas sacerdotales, mucho más fáciles de falsificar que el uniforme completo de los acólitos.

Aléas había extraído otra túnica de su bolsa e hizo el ademán de pasar la cabeza por el orificio del cuello para ponérsela.

—No —lo detuvo Baracha—. Todavía no.

El gigantón alhazií sacó unos pesados arneses de cuero y los pasó por los hombros de Aléas, de manera que quedaron ajustados a su torso formando una cruz, y él y Ash empezaron a enganchar a los arneses las herramientas propias de su gremio, o al menos las que habían conseguido reunir durante la noche anterior gracias a los estraperlistas que conocían en la ciudad: un juego de cuchillos arrojadizos con una serie de orificios a lo largo de las hojas para aligerarlos, una pequeña palanca, un garfio plegable y garras de escalada, bolsas con corteza de jupe molida mezclada con semillas de barris, bolsas con pólvora destellante, un hacha con varias piezas para prolongar el mango, flechas para ballesta, dos bolsas de abrojos, un botiquín, un rollo de cuerda delgada, un odre con agua y dos minúsculos barriletes de pólvora cerrados herméticamente con alquitrán —más difíciles de conseguir y más caros que el resto del equipo junto—. El peso total de la carga era inhumano y a Aléas no tardaron en Saquearle las piernas.

—Serás nuestra mula de carga —le explicó su maestro—. Lo que significa que no te separarás de nosotros bajo ningún concepto y cada vez que te pidamos algo nos lo pasarás sin perder un segundo.

Baracha levantó una pequeña ballesta de doble disparo.

—Y cuando no andes ocupado pasándonos las herramientas, más te vale estar disparando a alguien —espetó, arrojando el arma a su discípulo.

Aléas inclinó la cabeza, esforzándose en completar el gesto de asentimiento. La tensión empezaba a desbordarlo.

Ash le ayudó a colocarse la túnica encima de su figura repentinamente hinchada.

—Pareces la esposa preñada de un pescador —observó el anciano roshun, dándole una palmada en la espalda.

Aléas hizo un mohín con el ceño fruncido y dio un par de pasos exagerando los andares de un pato. Por la expresión de los maestros roshuns concluyó que no debía de tener un aspecto demasiado agradable.

La campana del templo dio las ocho en punto. 

—Tu ejército se retrasa —observó Baracha. 

—Ten fe. Llegará.

Ash regresó al pretil de la azotea, apoyó un pie en la cornisa y descansó los brazos cruzados sobre la rodilla flexionada. La cola de la procesión pasó. Ash levantó la vista hacia la puntiaguda torre y así permaneció un rato, escudriñándola con todo detalle.

Se hallaban en la posición elevada más segura que habían encontrado: la azotea del edificio de un casino que se levantaba en una calle que se extendía en paralelo al perímetro del foso. El establecimiento debía de seguir abierto a pesar de la temprana hora de la mañana a juzgar por las luces y el bullicio que escapaban por un puñado de ventanas abiertas.

Aléas se movía alternando el pie de apoyo de todo su peso; temía que si se sentaba, no podría volver a levantarse por sí solo. Se unió a Ash junto al pretil, echó un vistazo a la torre pero enseguida paseó la mirada por la ciudad, de la que no se atisbaba más que un contorno difuso apenas distinguible por culpa de la niebla.

«Quizá muera hoy», repetía una voz en su cabeza, como con desapego.

El estómago le ardía.

Oyó a su maestro a su espalda recitando la oración matinal. No necesitaba volverse para saber que Baracha estaba de rodillas, con los brazos cruzados en el pecho y el rostro orientado hacia el tenue resplandor que se intuía que debía ser el sol. Hoy demandaría valor en su plegaria y la bendición del verdadero profeta Zabrihm.

Ash también se arrodilló sobre el suelo de la azotea y adoptó una postura de meditación.

—Ven —dijo, dirigiéndose a Aléas—, Únete a mí. «Por qué no», se dijo Aléas, y tuvo que lidiar con la carga que llevaba encima hasta que consiguió ponerse de rodillas. Respiró hondo, buscando la quietud. Sin embargo, no le resultaría fácil alcanzarla, pues estaba agitado y tenso. En ocasiones como ésta era cuando anhelaba creer ciegamente en el poder de la oración. Sin embargo, recurrió a su propia letanía: su particular manera  de implorar un sentido a sus actos.

«Hago esto por mi amigo —afirmó—. Porque merece mi lealtad y porque yo nací de Mann y tengo mucho que redimir del comportamiento de mi pueblo. Si muero, que sea siguiendo el buen camino. Si muero, yo...»

Se oyeron pisadas que recorrían la azotea.

—Tu ejército —anunció Baracha con sequedad, poniéndose en pie.

Aléas se volvió y de la niebla emergió un hombre que se dirigía hacia ellos y que puso los ojos como platos en cuanto reparó en el atuendo de los roshuns.

—Así que, puñado de locos, estáis decididos a seguir adelante, ¿eh?

—Llegas tarde —le recriminó Baracha.

El recién llegado se quitó la chistera andrajosa de la cabeza.

—Mis disculpas —dijo, haciendo una reverencia tan honda que el sombrero que aferraba en las manos casi rozó el suelo de cemento—, Las señas que me dio tu chica eran algo confusas. Pero ya estoy aquí y he traído lo que necesitáis.

Los roshuns se congregaron alrededor del hombre. El hedor que despedía el recién llegado asaltó la nariz de Aléas a pesar de que los separaban un par de metros. Su escaso cabello salpicado de caspa se precipitaba en finos mechones lacios desde su cogote, y su cuerpo esquelético se encorvaba de una manera muy poco atractiva enfundado en un gastado abrigo de amplios faldones. El tipo se rascó y Aléas reparó en la mugre incrustada bajo sus uñas; y cuando sonrió, sus dientes semejaban un pegote marrón.

El recién llegado exhalaba vaho mientras sacaba algo de un bolsillo sepultado en el interior de su abrigo. Se trataba de una rata, que se revolvió violentamente suspendida en el aire mientras el hombre le agarraba por la cola. Era completamente blanca y tenía los ojos de color rosa.

De otro bolsillo extrajo un sobrecito de papel doblado. Lo abrió con una mano y apareció una pequeñísima cantidad de Polvo blanco que el hombre sopló hacia el rostro de la rata. La criatura se retorció y dejó escapar un sonido que bien podría haber sido un estornudo.

Fascinado, Aléas observó al hombre mientras hacía oscilar la rata adelante y atrás. El animal bregaba por zafarse de su mano. En un momento dado, el hombre amplió el ángulo del movimiento, la rata se elevó en el cielo, dio una vuelta completa y acabó en la boca abierta del recién llegado, que rápidamente cerró la boca, todavía con la cola sonrosada y flácida sobresaliendo entre sus labios.

De esa guisa, el hombre miró uno a uno a los roshuns y las expresiones de estupefacción que mostraban; todos salvo Ash, que sabía de antemano lo que iba a hacer. A continuación se puso a cuatro patas, con la barbilla a ras de suelo, tiró de la cola para sacarse la rata de la boca y la depositó sobre la superficie de cemento; parecía muerta. Entonces le sopló en la cara y la rata se agitó y movió los bigotes, y sus ojos se abrieron en dos rendijas. Giró sobre sí y se quedó mirando al hombre como hipnotizada. El tipo andrajoso la cogió con las dos manos y se levantó con sumo cuidado. Se acercó por turnos a los roshuns apretando cada vez el cuerpecito del animal para que expulsara un chorrito de orina en sus ropas. El hedor invadió las fosas nasales de Aléas.

Luego extrajo una bolsa de lona de otro bolsillo, dejó caer la rata en su interior y con extrema delicadeza se arrancó un pelo de la cabeza con el que la ató para cerrarla. La rata empezó a agitarse dentro y no parecía que la bolsa fuera a aguantar.

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