Authors: Col Buchanan
—Hasta los daoístas lo saben. En el mundo no existen el bien ni el mal, no hay una justicia absoluta. ¿Una loba se siente culpable cuando se abalanza sobre un animal joven y vulnerable y lo devora? No, nunca, pues la empuja la necesidad de supervivencia y de alimentar a sus cachorros. La conciencia sólo está presente en el hombre. La gente enseña a sus hijos la noción de justicia para que aprendan a discernir el bien del mal, pero nadie nace con esos conceptos incorporados.
Kirkus arrugó la frente. Ya sabía todo eso, así que, ¿por qué malgastaba su abuela el poco tiempo de vida que le quedaba a su nieto hablándole de esas cosas?
—Ahora, dime, ¿por qué la gente inculca ideales como la conciencia en sus hijos?
—Porque son débiles —respondió Kirkus, recordando las palabras que necesitaba—. Necesitan reglas para protegerse de los fuertes.
—Exacto. Contemplan el mundo a su alrededor y se dan cuenta de la crueldad, de la muerte y la injusticia que lo pueblan, de la primacía del azar, de las luchas por la supervivencia y la dominación, de su propia mortalidad angustiante, y se echan a temblar. No pueden enfrentarse a la cruda realidad; si lo hicieran, se volverían locos... ellos, que se atreven a llamarnos locos a los seguidores de Mann. De modo que inventan fórmulas para protegerse de las realidades de la vida: la ley y la justicia, el bien y el mal, la Tierra Madre. Y buscan amparo en ellas, se acurrucan pegados unos a otros para protegerse del frío del mundo y se reconfortan al calor de sus propios errores. Pero nosotros somos Mann, Kirkus. Nosotros no adolecemos de esa debilidad. A ti y a mí, a todos los miembros de la orden de Mann, nos han inculcado desde pequeños una serie de reglas ajustadas a la verdad. Se nos ha obligado a contemplar el mundo y a aceptarlo como es en realidad. Ahí radica nuestro poder. Tu poder. No lo olvides nunca, mi niño. Nunca olvides que eres poderoso, porque eres fuerte, cariño, muy fuerte. Ahora tienes que sobreponerte a esto. Convéncete de que puedes. Esfuérzate.
Entonces eso había bastado y él había superado la experiencia de la purga.
Ahora, Kirkus exhaló un suspiro y su aliento empañó el cristal y ocultó el manto de niebla que se extendía debajo. Le asaltó el recuerdo de Lara y se preguntó dónde estaría en ese momento, si tal vez habría ido a ver los juegos.
Sabía que Asam y Brice ya estarían allí. Se imaginó a sus tres amigos encontrándose en el palco imperial. La conversación entre ellos habría discurrido con facilidad tras tantos años de juegos y peleas compartidos —también con Kirkus— en los pasillos silenciosos y los recovecos oscuros del Templo de los Suspiros. Se imaginó el rostro menudo de Lara cuando los otros dos le anunciaran que Kirkus no acudiría y que debía permanecer recluido en el templo hasta nueva orden de su madre, y su parpadeo imperturbable cuando lo oyera; cambiaría el tema de conversación hacia algo completamente distinto, y no volvería a mencionar el nombre de Kirkus.
«Lara», susurró una voz en su interior.
Apartó la frente del ventanal y deambuló por la cámara con el firme propósito de concentrarse. Se detuvo ante uno de los cuencos humeantes y se inclinó para aspirar hondo. Sintió como los efectos del narcótico se propagaban rápidamente por su cuerpo; sus músculos adquirieron un vigor renovado y se enderezó. Lanzó otro par de estocadas con su espada corta y la hoja cortó el aire con un silbido.
Le habían adiestrado en el manejo del arma desde niño. Si sus asesinos conseguían llegar hasta él, los mataría uno a uno hasta que no quedara ninguno.
Los roshuns se extrañaron de no hallar un alma en la planta superior de la torre. Entraron en una cámara con el techo abovedado en la que convergían otro puñado de cámaras similares, todas ellas iluminadas tenuemente por lámparas de gas. La atmósfera era sofocantemente opresiva. Guirnaldas de humo se arremolinaban en los techos decorados. A izquierda y derecha las paredes estaban jalonadas de puertas, y del otro lado de ellas llegaba el murmullo amortiguado de voces salpicado por algún que otro alarido colérico.
Los roshuns cruzaron juntos la cámara alargada. Sus pisadas en el entarimado reluciente del suelo producían eco.
Un sacerdote ataviado con una túnica blanca se escabulló por un pasadizo abovedado, miró de refilón a los intrusos pero no se detuvo. Sonó un portazo detrás de ellos y una llave que giraba en una cerradura. Los roshuns enfilaron por el mismo pasadizo y se toparon con un par de acólitos apostados a ambos lados de una puerta. Los soldados desenfundaron sus espadas en cuento vieron a los roshuns, pero no se movieron de la puerta.
—¡Aléas! —espetó su maestro.
El aprendiz levantó su ballesta y su vacilación no duró más que una fracción de segundo. Dos veces disparó y en cada ocasión su proyectil se hundió en el pecho de un acólito. Los centinelas se desplomaron hechos un ovillo y dieron un grito ahogado con las manos aferradas a las flechas.
—Sigamos —sugirió Ash.
El trío se dirigió hacia la siguiente cámara y se encontró con un grupo de acólitos desplegados en abanico y armados de pistolas. Baracha y sus compañeros se pusieron a cubierto a ambos lados de la puerta en arco que daba paso a la estancia. El Alhazií se arrancó la túnica del cuerpo. Aléas se arrodilló para dejar la ballesta en el suelo y con mucho cuidado prendió una cerilla para encender un saquito de pólvora destellante. Algo goteaba en el suelo... sangre, advirtió Aléas, que manaba de su mejilla.
Arrojó la bolsita al interior de la cámara y se cubrió, taponándose los oídos con los dedos. En cuanto la pólvora explotó y produjo el destello cegador, Baracha y Ash se precipitaron dentro de la cámara, seguidos de cerca por Aléas con sus andares pesados.
Una docena de acólitos cegados daban tumbos tapándose las orejas con las manos.
Ash irrumpió entre ellos embistiéndolos con la espada por delante. Su acero zumbaba en el aire. En un principio dio la impresión de que erraba la acometida contra el acólito que le plantaba cara, pero entonces la cabeza de su contrincante se inclinó hacia atrás y cayó al suelo acompañada de sus manos, y los muñones del cuello y de las muñecas se convirtieron en surtidores de sangre que regaron todo lo que había a su alrededor. Sonó un disparo justo cuando Baracha abría en canal la barriga de otro acólito y la bocanada de humo fue desvaneciéndose dejando en el aire un tufillo acre. Los soldados de túnicas blancas cambiaron las pistolas por espadas que descargaban brutalmente en la dirección imprecisa de sus atacantes. Otro disparo, y el estallido se perdió en el fragor general de la refriega.
Ash se agachó, fintó, descargó tajos y derribó a otro acólito hasta que alcanzó el centro de la línea enemiga. Baracha no se separaba de él, cubriéndole los flancos y lanzando golpes con su espada a diestro y siniestro. Un sacerdote soldado arremetió con su acero el lado expuesto del Alhazií, donde tenía estampada una mano carmesí justo encima del corazón que ni hecha a propósito. Pero Aléas lo alcanzó antes y el acólito cayó rodando por el suelo. Su maestro ni se enteró.
La lucha ganaba intensidad y Aléas divisó una pequeña escalinata al otro lado del tumulto, en cuya parte superior una mujer de mediana edad, también miembro del cuerpo de acólitos y con el rostro descubierto, estaba recargando su pistola en ese momento.
Aléas mantuvo la sangre fría, apuntó a su pecho y le disparó el segundo proyectil de la ballesta.
La cuerda del arma se partió justo cuando contactaba con la flecha y las dos mitades se sacudieron hacia atrás mientras el proyectil surcaba el aire y rebotaba inofensivamente en la pared de piedra detrás de su objetivo. La mujer desvió la mirada hacia Aléas y le regaló una sonrisa efímera que dejaba al descubierto sus dientes teñidos de rojo.
Aléas se apresuró a encordar el arma con la última cuerda de repuesto, atento con su vista periférica a los movimientos de la mujer que alzaba la pistola para apuntarle.
Primero vio el humo y luego la llama, y sintió un estacazo en un costado de la cabeza. Retrocedió tambaleándose y cayó desplomado. La sangre salía a borbotones de su cabeza. Aun tumbado de espaldas, temblando medio aturdido y con el aire fluyendo entre sus dientes con un silbido, Aléas consiguió encordar el arma.
Los acólitos, como recuperando la templanza, se centraron en Ash y Baracha y los acosaron en un contraataque organizado. Los movimientos de Ash eran demasiado raudos como para que lo rodearan; sin embargo, Baracha estaba pasándolo peor, ya que su espada era mucho más pesada, y recibió un tajo por detrás que le rajó el chaleco de piel y le dejó al aire la espalda.
Baracha soltó un grito en lengua alhazií, lanzó la espada hacia atrás sin volverse y su acero se hundió entre las costillas de su agresor, de tal modo que se vio obligado a detenerse por un instante para poder extraer la hoja del cuerpo del acólito. El roshun gigantón levantó la cabeza justo a tiempo para atisbar la espada de otro acólito que descendía directamente hacia él y que le atravesó la muñeca antes de clavarse en el suelo de madera.
Aléas se enjugó los ojos cuando colocó la vibrante cuerda en la ballesta. Su maestro aullaba con un dolor y una ira desbordados, todavía con los ojos clavados en su mano amputada tirada en el suelo; sin embargo, fue capaz de recoger la espada con la otra mano y rebanar la garganta del acólito. Y desde ese momento el frenesí se apoderó de él.
—¡Aeos, Toomes, flanqueadlos! —bramó la mujer de la escalinata, de nuevo afanándose en cargar su pistola—, ¡Rodeadlos y capturad al más joven!
Un par de acólitos abandonaron la refriega y se dirigieron hacia Aléas.
El aprendiz, todavía en el suelo, fue arrastrándose hacia atrás mientras se apresuraba a cargar una flecha en la cuerda nueva de la ballesta que acabó disparando contra el estómago del acólito más próximo a él. El otro se abalanzó sobre él de un salto y de pronto Aléas se halló enfrascado en su batalla particular, deteniendo tajos con la ballesta descargada. Por un momento, cuando un golpe de espada le arrebató el arma de las manos, sucumbió al pánico; rodó por el suelo e intentó levantarse, pero el peso de todo el equipo que llevaba amarrado al cuerpo lo desequilibraba continuamente. Al cabo consiguió sacar la espada.
El acólito era diestro con la hoja, pero también lo era Aléas, a quien el instinto invitó a agacharse bajo una acometida inesperada de su contrincante, y cuando se irguió de nuevo, llevó la punta de su acero hacia el cuello del acólito, que a duras penas consiguió esquivarlo. Ambos resollaban con dificultad, uno lastrado por la armadura y el otro por el peso del equipo. Sin embargo, Aléas estaba en mejor forma física. El aprendiz eludió el tajo de réplica de su rival y dio un paso adelante, al más puro estilo
cali
, y su golpe de dentro afuera encontró el cuerpo del acólito. Giró la hoja y la extrajo para permitir que el acólito se desplomara en el suelo.
Echó un vistazo enfrente y comprobó que la escaramuza estaba inclinándose del lado de los roshuns. Sólo quedaban dos acólitos en pie, ambos enzarzados con Ash. Baracha avanzaba a grandes zancadas hacia la mujer apostada en lo alto de la escalinata, que gritaba tan alto que resultaba imposible entender qué decía. Disparó su pistola, pero erró el tiro. Arrojó lejos el arma para desenfundar su espada y se puso en posición en el escalón superior, con los pies muy separados.
—¡Acércate, gigante cabrón! —espetó al Alhazií.
Baracha subió seis escalones, sacudió el muñón en dirección a la mujer y la sangre roció el rostro de la sacerdotisa soldado.
Con su siguiente movimiento alojó su hoja en el abdomen de la mujer y acercó hacia sí su cuerpo arrastrándolo ensartado en su espada desde el escalón superior. Baracha la empujó con los pies para extraer la hoja y la mujer se precipitó ruidosamente por los escalones y quedó tendida inmóvil en el suelo.
Una sensación de calma se instaló en la cámara. Los últimos acólitos habían caído. Los gemidos, las toses y las arcadas resonaban en el alto techo abovedado.
Baracha hincó una rodilla en el suelo.
—¡Aléas! —gruñó.
El pupilo tuvo que sortear los cuerpos ensangrentados para acudir en ayuda de su maestro.
Baracha tenía la mirada clavada en la parte superior de la escalinata, que terminaba en una pesada puerta acorazada.
—Llévame arriba, muchacho. Vamos.
Juntos subieron renqueantes. La amenaza de resbalar era permanente, pues Baracha estaba perdiendo sangre a espuertas. Aléas le ayudó a sentarse en el suelo con la espalda apoyada en la puerta. Desde allí arriba dominaban toda la cámara, de modo que sería difícil que se les acercaran por sorpresa.
—Hazme un torniquete —masculló entre dientes su maestro. Se había quedado lívido y le empezaban a rechinar los dientes. Aléas abrió el botiquín sin perder un segundo y se puso manos a la obra.
Ash subió tambaleante la escalera y se dejó caer contra la puerta junto a Baracha. Estaba bañado en sangre de los pies a la cabeza, aunque por suerte parecía que la mayor parte no era suya.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó, dirigiéndose al Alhazií.
Baracha bajó los ojos a su muñón. Con el torniquete terminado el flujo de sangre había disminuido, aunque seguía teniendo mal aspecto.
—He perdido la mano —fue todo lo pudo decir.
Aléas privó del habla a su maestro colocándole una tira de cuero entre los dientes. Rasgó la esquina de un saquito de pólvora destellante y la espolvoreó encima de la herida sin aviso previo. Baracha mordió el cuero, que crujió entre sus dientes. Aléas encendió con manos torpes una cerilla y pegó la llama al muñón. La pólvora se consumió emitiendo destellos y cauterizó al punto la herida. Baracha puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento mientras Aléas le vendaba el muñón.
Entretanto, Ash hurgó en el botiquín. Sacó el tarro de aceite de junco, se untó la crema en la lengua y sacudió la cabeza para disolverla y tragarla.
—Nuestra situación es preocupante, maestro Ash.
—¡Bueno!—exclamó el anciano roshun—,Yo ni siquiera esperaba que llegáramos tan lejos.
Aléas se acercó a la puerta.
—Hasta aquí hemos llegado. No creo que podamos atravesar esta puerta ni utilizando la pólvora.
—Tonterías —repuso Ash—, Todavía podemos recurrir al ingenio.
Sin levantarse, el roshun aporreó la puerta con la empuñadura de su espada. Esperó unos momentos y repitió la acción.
—¡Hemos acabado con ellos!—gritó, dirigiéndose al otro lado de la puerta—, ¡Está despejado! ¡Se acabó el peligro!