¿Por qué?
Por Noys.
No sentía remordimiento. Esto era lo que más le sorprendía. No sentía ningún remordimiento. No tenía sensación de culpabilidad por las faltas que ya había cometido, entre las cuales el uso prohibido de un Análisis de Destino para fines particulares casi carecía de importancia.
Iría hasta donde fuese necesario.
Aquella idea, que por primera vez se planteaba con claridad, le pareció blasfema y escarnecedora. Y aunque la apartó de sí con horror, sabía que estaba dispuesto a hacerlo. La idea era sencillamente esta: que destruiría la Eternidad, si se veía obligado a hacerlo.
Y lo peor era saber que tenía poder para hacerlo, si se lo proponía.
H
arlan estaba frente a la entrada del Tiempo y pensó en sí mismo de una manera diferente: antes todo era muy sencillo; existían ideales, aunque solo fueran palabras, por y para las cuales vivía uno. Cada fase de la vida de un Eterno tenía su propósito. ¿No rezaban así los «Principios Básicos»?
«La vida de un Eterno puede dividirse en cuatro etapas...»
Todo era claro y sencillo; sin embargo, para él todo había cambiado, y lo que se había roto nunca podría recomponerse.
Él había pasado confiadamente por las cuatro etapas de su vida como Eterno. Primero, el período de quince años durante los cuales no fue un Eterno, sino un simple habitante del Tiempo. Sólo un ser humano extraído del Tiempo, un Temporal, podía llegar a ser un Eterno; nadie nacía en tal posición.
A la edad de quince años fue seleccionado, tras un proceso riguroso de eliminación cuya naturaleza no pudo comprender entonces. Le habían llevado detrás del velo de la Eternidad después de una desgarradora despedida de sus familiares. (Antes le habían dicho que, pasara lo que pasara, nunca regresaría. Hasta mucho más tarde no supo la verdadera razón de ello.)
Ingresado en la Eternidad, pasó diez años en la escuela como Aprendiz y una vez hubo aprobado los exámenes entró en la tercera etapa, para graduarse como Observador. Sólo después de ello se convirtió en Especialista y en un verdadero Eterno. Era la cuarta y última parte de la vida de un Eterno: Temporal, Aprendiz, Observador y Especialista.
Harlan había pasado por todas ellas fácilmente. Podía decir que con éxito.
Recordaba perfectamente el día en que terminó su período de Aprendiz, día que se convirtió en un miembro independiente de la Eternidad; pues, aunque aún no fuese Especialista, ya tenía derecho al honroso título de «Eterno».
Lo recordaba bien. Estaba formado con los otros cinco que habían terminado el último curso con él, las manos a la espalda, las piernas ligeramente separadas, la vista al frente, escuchando.
Les hablaba el Instructor Yarrow, de pie al lado de su mesa. Harlan recordaba muy bien a Yarrow. Era un hombre bajito y enérgico, de rojos y rebeldes cabellos, antebrazos pecosos y una expresión de desamparo en su mirada. (Era muy frecuente encontrar aquella mirada entre los Eternos. Asomaba a sus ojos la nostalgia del hogar y de su ambiente natal, el deseo de volver al Siglo que nunca más verían: un deseo prohibido y que ninguno de ellos habría confesado jamás.)
Desde luego. Harlan no recordaba las palabras exactas de Yarrow, pero el significado de las mismas acudía con claridad a su mente.
Yarrow había dicho, en sustancia: «Vais a convertiros en Observadores. No es un cargo de gran categoría. Los Especialistas lo consideran trabajo de aprendiz. Quizá vosotros, Eternos... (hizo una pausa intencionada después de aquella palabra, para darles tiempo de sentirse embargados por el honor implícito en tal calificativo), también penséis lo mismo. En tal caso, sois unos necios e indignos de esa responsabilidad.
»Si no fuese por los Observadores, los Coordinadores no tendrían nada que coordinar, los Analizadores de Destino nada que analizar, ni los Sociólogos podrían trazar cuadros de los grupos sociales; ninguno de los Especialistas podría hacer nada. Ya sé que habréis oído antes este argumento, pero quiero que tengáis nociones claras y concretas acerca de este asunto.
»Seréis vosotros, los jóvenes, quienes entraréis en el tiempo normal, bajo las condiciones más difíciles, para recoger los hechos. Hechos fríos y objetivos, no influidos por vuestras propias opiniones ni deseos, ya lo sabéis. Hechos exactos que puedan ser pasados por los ordenadores. Hechos definidos que sirvan de fundamento a las ecuaciones sociales. Hechos fiables para decidir los Cambios de Realidad necesarios.
»Y recordad esto. Vuestra etapa de Observadores no es para pasar por ella con la mayor rapidez y de la forma más cómoda que os sea posible. Se os calificará según vuestro trabajo de Observadores. No será lo que hicisteis en la escuela, sino lo que hagáis como Observadores, el criterio determinante de vuestra Especialidad y de la categoría que tendréis dentro de ella. Ésta será vuestra tesis de Doctorado, Eternos, y un error en ella, aunque sea pequeño, servirá para ser destinados al Servicio de Mantenimiento, sin tener en cuenta lo brillante de vuestra capacidad. He dicho».
Estrechó la mano a cada uno de ellos y Harlan, grave y lleno de entusiasmo, orgulloso en su creencia de que el privilegio de ser un Eterno acarreaba el supremo privilegio de velar por la felicidad de todos los seres humanos existentes en los confines de la Eternidad, se sintió lleno de respeto por su misión.
Las primeras misiones encomendadas a Harlan fueron poco importantes y se desarrollaron bajo estrecha supervisión. Pero sirvieron para aguzar su habilidad con la experiencia adquirida en una docena de Siglos y a través de una docena de Cambios de Realidad.
En su quinto año como Observador le nombraron Jefe Observador de Zona y fue asignado al Siglo 482. Por primera vez trabajaría sin las orientaciones de otro, y eso fue lo primero que le hizo sentirse algo inseguro cuando abordó al Programador que dirigía aquella Sección.
Se trataba del Ayudante Programador Hobbe Finge, cuya boca apretada y ceñudo gesto parecían incongruentes en un rostro como el suyo. Tenía la nariz redonda y gruesa y las mejillas sonrosadas. Sólo le faltaba la barba y la cabellera blanca para convertirse en la imagen del mito Primitivo de Papá Noel, también llamado Santa Claus o San Nicolás. Harlan conocía esos tres nombres. No creía que existiera un Eterno entre cien mil que los conociese ni de oídas. Harlan sentía una vanidad oculta y casi vergonzante por su afición a los conocimientos arcanos. Desde sus primeros días en la escuela le interesó el estudio de la Historia Primitiva, y el Instructor Yarrow le había animado a ello. Harlan llegó a simpatizar con aquellos extraños y oscuros Siglos anteriores, no solo al establecimiento de la Eternidad en el 27.°, sino incluso al descubrimiento del Campo Temporal, en el Siglo 24. Durante sus estudios había leído libros y periódicos. Había viajado muy lejos en el pretiempo hasta los primeros Siglos de la Eternidad, para consultar viejas bibliotecas, siempre que pudo obtener permiso para ello. Desde hacía más de quince años estaba reuniendo una notable biblioteca privada, casi toda en papel impreso. Tenía un libro de un tal H. G. Wells, y otro de un llamado W. Shakespeare, y algunos libros de historia medio destrozados. Pero la joya de su colección era un juego completo de volúmenes encuadernados de una revista semanal primitiva. Ocupaban un espacio extraordinario, pero nunca pudo decidirse a microfilmarlos.
En ocasiones se trasladaba con la imaginación a un mundo donde la vida era vida y la muerte, muerte; donde el hombre tomaba decisiones irrevocables; donde el mal no podía ser atajado ni el bien alentado, y donde la Batalla de Waterloo, una vez perdida, quedaba perdida para siempre. Tenía unas páginas de poesía, que guardaba con indecible cariño, donde se podía leer que lo que una mano había hecho nunca podía deshacerlo.
Luego se le hacía difícil, casi violento, el traer de nuevo sus pensamientos a la Eternidad y a un Universo donde la Realidad era algo flexible y cambiante, algo que hombres como él podían tomar en sus manos para convertirla en algo mejor.
El falso aspecto de Papá Noel se desvaneció cuando el Programador Hobbe Finge le habló en un tono rápido y objetivo.
—Empezará a trabajar mañana con una inspección de rutina de la Realidad actual. Necesito que sea exacta, completa y definida. No toleraré la menor imprecisión. Su programa espacio-temporal estará preparado mañana por la mañana. ¿Comprendido?
—Sí, Programador —dijo Harlan.
En aquel momento se dio cuenta que él y el Ayudante Programador Hobbe Finge no se iban a llevar bien, y lo lamentó.
A la mañana siguiente Harlan recibió su programa de trabajo en láminas llenas de intrincadas perforaciones, tal como salían de la Computaplex electrónica. Usó un decodificador de bolsillo para traducirlas al Idioma Pantemporal Normalizado, a fin de asegurarse de no cometer ningún error en aquella su primera misión. Desde luego, habría podido leer las perforaciones directamente, pero prefería la seguridad que le daba el decodificador.
El programa le indicó dónde y cuándo podía penetrar en el Siglo 482 y dónde y cuándo no; lo que podía hacer y lo que debía evitar a toda costa. Su presencia debía solo afectar a aquellos lugares y tiempos donde no entrase en contradicción con la Realidad actual.
El 482.° no le pareció un Siglo agradable. No se parecía nada a su Siglo natal, austero y laborioso. Aquélla era, a su entender, una época sin ética ni principios morales, sensual, materialista y con un extendido sistema matriarcal. Era la única época, según pudo comprobar en los archivos, en la cual los nacimientos por ectogénesis habían llegado a ser tan comunes, que el cuarenta por ciento de las mujeres cumplían con sus deberes maternales simplemente donando un óvulo fertilizado al incubador comunal. Los matrimonios se formaban y se deshacían por mutuo acuerdo y no tenían otra vigencia sino la de un contrato privado sin responsabilidades ante la Ley. Los vínculos con el fin de tener descendencia se consideraban algo completamente aparte de las funciones sociales del matrimonio; los primeros se contraían únicamente a fines eugenésicos.
Aquella sociedad le pareció a Harlan pervertida en muchos aspectos; por ello creía necesario un Cambio de Realidad. Más de una vez se le ocurrió que su propia presencia en aquel Siglo, como ser que no pertenecía a aquel Tiempo, podía desviar la Historia. Si los efectos de su presencia llegaban a ser cruciales en algún punto clave, una opción de probabilidad diferente se convertiría en dominante. En esa nueva senda, millones de mujeres que solo vivían para el placer de los sentidos se transformarían en madres verdaderas, de corazón puro. Serían transportadas a otra Realidad, y todos sus recuerdos pertenecerían a la nueva Realidad, sin llegar siquiera a sospechar que alguna vez habían sido muy diferentes.
Desgraciadamente, para realizar tal propósito Harlan habría tenido que transgredir los límites señalados por su programa espacio-temporal, y ello era impensable. Aunque se atreviese a hacerlo, el traspasar al azar los límites fijados podía cambiar la Realidad actual de muchos modos imprevisibles. El resultado podía ser mucho peor que la Realidad presente. Sólo un análisis exacto y una Programación ajustada definían el óptimo entre posibles Cambios de Realidad.
Por tanto, y cualesquiera que fuesen sus opiniones particulares, Harlan siguió siendo exteriormente un Observador. Y el Observador ideal no era más que un conjunto sensorial receptor, unido a un mecanismo de escribir informes. Entre la percepción y el informe no debía interponerse ningún sentimiento.
En ese sentido, los informes de Harlan eran perfectos.
El Ayudante Programador Finge lo llamó a su despacho después de su segundo informe semanal.
—Le felicito, Observador —le dijo en tono desprovisto de cordialidad—. Pero, ¿qué piensa realmente de la situación?
Harlan se refugió en una expresión impasible; su rostro parecía tallado en un trozo de madera de los que tanto amaba su Siglo natal.
—No tengo opinión sobre este asunto —dijo.
—¡Vamos, Observador! Usted procede del Noventa y cinco y ambos sabemos lo que eso significa. Sin duda este Siglo le desagrada.
Harlan se encogió levemente de hombros.
—¿Ha encontrado en mis informes algo que le haga pensar tal cosa?
Era casi una impertinencia, y los dedos de Finge, tamborileando sobre la mesa, traicionaron su contrariedad. Al fin dijo:
—Conteste a mi pregunta.
—En un aspecto sociológico —dijo Harlan—, muchas facetas de este Siglo representan puntos extremos. Los tres últimos Cambios de Realidad han acentuado esa situación. Supongo que eso debe ser corregido eventualmente. Nunca conviene tal alejamiento del término medio.
—¿Quiere decir que se ha tomado la molestia de comprobar los resultados de los últimos Cambios que afectan a este Siglo?
—Como Observador, debo estudiar todos los hechos pertinentes.
Harlan, en efecto, tenía el derecho y la obligación de conocer aquellos hechos. Finge lo sabía. Todos los Siglos eran sacudidos continuamente por los Cambios de Realidad. Ninguna Observación, por cuidadosa que fuese, podía considerarse definitiva por mucho tiempo, sin ser verificada periódicamente. Una de las normas de la Eternidad era el someter a todos y cada uno de los Siglos a una Observación continua. Y para observar correctamente, uno debía ser capaz de presentar, no solo los hechos de la Realidad presente, sino también su relación con los hechos de las Realidades anteriores.
Sin embargo, a Harlan le pareció que había algo más que curiosidad en aquellas preguntas de Finge, en aquel interrogatorio sobre las opiniones de Harlan. Finge demostraba una evidente hostilidad.
En otra ocasión Finge le dijo a Harlan, después de presentarse sin previo anuncio en el pequeño despacho de este último:
—Sus informes han creado una impresión muy favorable en el Gran Consejo Pantemporal.
Harlan no supo qué replicar a esto, por lo que se limitó a decir:
—Muchas gracias.
—Todos parecen estar de acuerdo en que denotan un grado extraordinario de penetración.
—Lo hago lo mejor que puedo.
Finge cambió de tema inopinadamente:
—¿Conoce al Jefe Programador Twissell?
—¿Al Programador Twissell? —los ojos de Harlan se agrandaron—. No, señor. ¿Por qué me lo pregunta?
—Parece muy interesado en sus informes. Finge apretó los labios y luego cambió nuevamente de conversación: