El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (19 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
10.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se sentó en una silla de la cocina, sacó un cigarrillo del bolso y lo encendió.

—Yo cocino poco. No me entusiasma cocinar, la verdad. Además, volver a casa a las siete, preparar un montón de comida y luego zampármela toda, sin dejar una miga, me deprime. Sólo pensarlo me da algo. Parece que sólo viva para comer, ¿no?

Me dije que quizá tuviera razón.

Mientras me vestía, ella sacó una agenda de su bolso, apuntó algo con bolígrafo y arrancó la página.

—El teléfono de mi casa —dijo—. Si te entran ganas de verme o te sobra comida, llámame. Vendré enseguida.

Cuando se hubo marchado, llevándose los tres volúmenes sobre mamíferos para devolverlos a la biblioteca, me dio la sensación de que un silencio extraño se adueñaba del apartamento. Me planté ante el televisor, levanté la camiseta y observé una vez más el cráneo del unicornio. No tenía ninguna prueba determinante, pero empecé a preguntarme si no sería aquél el enigmático cráneo que el desdichado teniente de infantería había descubierto en el frente de Ucrania. Cuanto más lo miraba, más convencido estaba de que un halo de misterio flotaba a su alrededor. Por supuesto, tal vez esa impresión se debía a la historia que acababa de escuchar. Sin más, volví a darle otro golpe— cito con las tenazas de acero inoxidable.

Después recogí los platos y los vasos, los lavé en el fregadero y pasé una bayeta por encima de la mesa de la cocina. Ya era hora de iniciar el
shuffling.
Para que no me interrumpieran, puse el contestador automático, desconecté el timbre de la puerta y apagué todas las luces de la casa excepto la lámpara de la mesa de la cocina. Durante como mínimo un par de horas, necesitaba estar solo, con toda la atención centrada en el
shuffling.

Mi contraseña del
shuffling
es «el fin del mundo». Es el título de un culebrón estrictamente personal en el que me baso para pasar los valores numéricos lavados al cálculo informático. Aunque lo llame «culebrón», nada tiene que ver con los que dan por la tele. Es mucho más caótico y no tiene un argumento claro. Lo llamo «culebrón» como podría llamarlo de otro modo. En todo caso, jamás me han explicado qué contiene. Sólo sé que se llama «el fin del mundo».

Este culebrón lo crearon los científicos del Sistema. Realicé un año de prácticas específicas para ser calculador y, tras aprobar los exámenes finales, me congelaron durante dos semanas, a lo largo de las cuales analizaron al detalle mis ondas cerebrales, extrajeron el núcleo de mi conciencia, fijaron en éste un culebrón-contraseña de acceso al
shuffling
y, una vez implantado, volvieron a introducir el núcleo dentro de mi cerebro. Y me dijeron: «El título es "el fin del mundo" y será tu contraseña de acceso al
shuffling».
Por eso mi conciencia está estructurada en dos partes. Es decir, en primer término, existe una conciencia global y caótica, y en su interior, igual que el hueso de una
umeboshi,
se encuentra el núcleo de la conciencia que sintetiza este caos.

Pero ellos no me explicaron qué contenía el núcleo de la conciencia.

—No tienes por qué saberlo —me dijeron—. Porque, en este mundo, no hay nada más exacto que la inconsciencia. Al llegar a cierta edad (lo hemos calculado con sumo cuidado y la hemos establecido en los veintiocho años), la conciencia global del ser humano ya no experimenta cambios. Lo que se denomina generalmente «transformaciones de la conciencia», si lo analizamos desde el punto de vista del funcionamiento global del cerebro, vemos que no son más que insignificantes oscilaciones superficiales. Sin embargo, «el fin del mundo», tu nuevo núcleo de la conciencia, funcionará hasta el fin de tus días con una exactitud inalterable. ¿Lo has comprendido hasta aquí?

—Sí —contesté.

—Todos los métodos de lógica y de análisis son inútiles, como tratar de partir una sandía con la punta de un alfiler. Arañarán la cáscara, pero jamás alcanzarán la pulpa. Precisamente por eso, nosotros hemos tenido que separar claramente la cáscara y la pulpa. Aunque lo cierto es que, en este mundo, hay quien se contenta con mordisquear la cáscara.

»En resumen —prosiguieron—, nosotros tenemos que proteger eternamente tu culebrón-contraseña de las oscilaciones superficiales de tu conciencia. Supón que te explicamos que "el fin del mundo" consiste en esto y aquello. Vamos, que te pelamos la sandía. En este caso, sin duda, tú lo toquetearías todo e intentarías mejorarlo: que si esto quedaría mejor así, o que si yo le añadiría lo de más allá... Entonces, la universalidad del culebrón-contraseña se esfumaría en un abrir y cerrar de ojos y el
shuffling
dejaría de ser viable.

—Por lo tanto, hemos provisto a tu sandía de una corteza muy gruesa —dijo otra persona—, Y tú puedes acceder al núcleo. Porque, al fin y al cabo, ése eres tú. Pero no puedes conocerlo. Todo se desarrolla en el mar del caos. Porque si tú te sumerges en el mar del caos con las manos vacías, saldrás de él con las manos vacías. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí —contesté.

—Y todavía hay otra cuestión —dijeron ellos—,
¿Debe el ser humano conocer con exactitud su propia conciencia?

—No lo sé —admití.

—Nosotros tampoco —dijeron ellos—. Esta cuestión queda más allá de los límites de la ciencia. A un problema similar se enfrentaron los científicos que desarrollaron la bomba atómica en Los Álamos.

—Quizá sea incluso un problema más crucial que el de Los Álamos —dijo uno—. Empíricamente hablando, es imposible concluir de otra forma. Por ese motivo podemos afirmar que éste es, en cierto sentido, un experimento sumamente arriesgado.

—¿Experimento? —pregunté.

—Experimento —repitieron ellos—. No podemos decirte más. Lo sentimos.

Luego me enseñaron el método del
shuffling.
Debo ejecutarlo solo, de noche, ni ahíto ni con el estómago vacío. He de escuchar tres veces la grabación preestablecida que me permite acceder al culebrón llamado «el fin del mundo». Sin embargo, de modo simultáneo, mi conciencia se hunde en el caos. Y, sumido en ese caos, yo efectúo el
shuffling
de los valores numéricos. Cuando concluyo el
shuffling,
la conexión con «el fin del mundo» se interrumpe y mi conciencia emerge del caos. El
shuffling
se completa y yo no recuerdo nada. El contra
-shuffling
es, literalmente, ir en dirección contraria. Para efectuar el contra
-shuffling
escucho una grabación de contra
-shuffling.

Llevo este programa implantado en mi interior. En otras palabras, no soy más que un túnel de la inconsciencia. Todo pasa a través de mí. De ahí que, cada vez que efectúo un
shuffling,
me sienta terriblemente vulnerable e inseguro. El lavado de cerebro es distinto. Aunque sea un proceso largo y pesado, mientras lo realizo puedo sentirme orgulloso de mí mismo. Porque allí concentro toda mi capacidad.

Por el contrario, en el
shuffling
nada pintan mi orgullo ni mi capacidad. Soy un simple objeto de uso. Alguien procesa algo, sin que yo me dé cuenta, utilizando una conciencia que me pertenece pero que desconozco. Por lo que atañe a la ejecución del
shuffling,
ni siquiera me considero digno de llamarme calculador.

Por supuesto, no tengo derecho a elegir el tipo de proceso que prefiero. Estoy autorizado a realizar ambos tipos, el lavado de cerebro y el
shuffling,
y a los calculadores no se nos permite obrar como se nos antoje. Quien no esté de acuerdo, debe dejar el trabajo, no hay más opciones. Y yo no tengo la menor intención de dejar de ser calculador. Mientras no te crees problemas con el Sistema, ningún otro trabajo te permite desarrollar con mayor libertad tus capacidades individuales y, además, el sueldo es bueno. Trabajando unos quince años, puedes ahorrar lo suficiente como para retirarte y vivir tranquilo el resto de tus días. Por eso pasé una infinidad de pruebas y soporté un entrenamiento espartano.

La embriaguez no es ningún impedimento a la hora de efectuar un
shuffling.
Al contrario, como el alcohol contribuye a relajar la tensión nerviosa, incluso se recomienda beber con moderación, pero yo, por principio, antes del
shuffling,
procuro eliminar el alcohol de mi cuerpo. Y en aquella ocasión, debido a la «cancelación» del método
shuffling,
yo llevaba dos meses sin practicarlo; debía actuar con prudencia. Me duché con agua fría, hice unos quince minutos de intenso ejercicio y me tomé dos tazas de café. Con eso ya debía de haber eliminado la mayor parte de alcohol.

Después abrí la caja fuerte, saqué las listas de valores numéricos convertidos y un pequeño magnetófono, y los coloqué en la mesa de la cocina. Cogí cinco lápices muy afilados y una libreta y tomé asiento frente a la mesa.

Primero, preparé la cinta. Tras ajustarme los auriculares a las orejas, puse el magnetófono en marcha, hice correr el marcador digital hasta el 16, a continuación lo hice retroceder al 9 y, después, avanzar hasta el 26. Esperé unos diez segundos; entonces, se apagó el número del contador y sonó una señal. Si se realizan otras operaciones, la grabación se borra automáticamente.

Ya preparada la cinta, coloqué a mi derecha un cuaderno nuevo y, a mi izquierda, los valores numéricos convertidos. Con eso finalizaban los preparativos. La luz roja indicaba que estaban conectados los dispositivos de alarma de la puerta y de las ventanas por las que se podía acceder a la casa. No había error posible. Al alargar la mano y apretar el botón de
play,
empezó a oírse la señal y, poco después, un tibio caos fue aproximándose, sin el menor ruido, y yo fui engullido por completo.

(Yo)

12
EL FIN DEL MUNDO
El mapa del fin del mundo

Al día siguiente de ver a mi sombra, emprendí sin dilación la tarea de dibujar un mapa de la ciudad.

Al caer el sol, ascendí la Colina del Oeste y observé el panorama. Pero la colina no tenía altura suficiente para dominar toda la ciudad, y como además mi vista se había debilitado mucho, fui incapaz de distinguir con claridad la silueta de la muralla. Lo único que alcancé a ver, con mayor o menor nitidez, fue la forma de la ciudad.

La ciudad no era ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Es decir, que no era tan extensa como para sobrepasar mi imaginación o capacidad de retención, ni tan pequeña como para que pudiera captar con facilidad todos los detalles. Eso descubrí, en suma, en la cima de la Colina del Oeste. La alta muralla rodeaba la ciudad, el río la atravesaba de este a oeste, y el cielo del atardecer teñía de gris oscuro las aguas del río. Pronto, el cuerno resonó y el ruido de los cascos de las bestias, como burbujas, cubrió las calles.

Al final, se me ocurrió que la única manera de descubrir qué forma tenía la muralla era bordearla. No sería una empresa fácil. Yo sólo podía caminar por el exterior al atardecer o en días muy nublados, e incluso entonces no podía alejarme mucho de la Colina del Oeste. Alguna vez en que me hallaba fuera, el cielo se había despejado de repente o había empezado a llover a cántaros. Así que todas las mañanas le preguntaba al coronel qué aspecto tenía el cielo. Sus predicciones sobre el tiempo solían ser acertadas.

—Es que es en lo único en que pienso, ¿sabes? —me decía el anciano, orgulloso, pese a todo, de su talento—. Si te pasas el día mirando las nubes, al final aprendes.

Sin embargo, ni siquiera él podía prever los súbitos cambios meteorológicos, así que era arriesgado que me alejara demasiado.

Además, cerca de la muralla se acumulaban arbustos, árboles y pedregales, lo que me impedía bordearla con facilidad e, incluso, distinguirla. Todas las casas se apiñaban a lo largo del río a su paso y, en cuanto me alejaba de ellas unos metros, me costaba encontrar un camino transitable. Cada vez que descubría un sendero de hierba poco frecuentado, resultaba que acababa bruscamente o que moría engullido por arbustos espinosos, y yo me veía obligado a dar un rodeo o a volverme por donde había venido.

Decidí empezar mi investigación por el extremo oeste de la ciudad, es decir, por las inmediaciones de la Puerta del Oeste, donde estaba la cabaña del guardián, para recorrer luego la ciudad en el sentido de las agujas del reloj. Al principio, me resultó más sencillo de lo que imaginaba. Al norte de la puerta, junto a la muralla, se extendía hasta el infinito, sin obstáculos a la vista, una pradera de espesa hierba, alta hasta la cintura, atravesada por bonitos senderos. Unos pájaros parecidos a alondras, que habían anidado en el campo, alzaban el vuelo de entre la hierba, revoloteaban por el cielo en busca de alimento y después regresaban. También se dejaban ver, aunque en bajo número, algunas bestias. Sus cuellos y lomos asomaban entre la hierba, como si flotaran en el agua, y se iban desplazando lentamente por el campo en busca de brotes verdes comestibles.

Other books

Screaming Divas by Suzanne Kamata
How the Whale Became by Ted Hughes
Someone To Save you by Paul Pilkington
Exclusive Access by Ravenna Tate
The Supremacy by White, Megan
Here Comes Trouble by Kathy Carmichael
Seniorella by Robin L. Rotham