El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (22 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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La joven no estaba sentada en ninguno de los doce taburetes alineados a lo largo de la barra. Me senté en un extremo y pedí leche fría y un emparedado. La leche estaba tan fría que no sabía a nada y el pan del emparedado —uno de esos sándwiches envueltos en papel de celofán— estaba gomoso y húmedo. Lo comí despacio, con calma, mordisco a mordisco, y me bebí la leche a pequeños sorbos. Durante un rato me entretuve mirando un cartel turístico de Frankfurt que había en la pared. Era otoño y las hojas de los árboles de la orilla del río habían enrojecido, los cisnes surcaban la superficie del agua y un anciano, con un abrigo negro y tocado con una gorra de paño, les daba de comer. Había un majestuoso puente de piedra y, al fondo, se veía la torre de la catedral. Al mirar con atención, descubrí, en ambos extremos del puente, unas casitas de piedra, como garitas, con unos ventanucos. No sé para qué servirían. El cielo era azul, las nubes blancas. Había mucha gente sentada en los bancos de la orilla del río. Todos llevaban abrigos y la mayoría de mujeres se cubrían la cabeza con pañuelo. Era una hermosa fotografía, pero, sólo con mirarla, me entraba frío. El paisaje otoñal de Frankfurt ya lo sugería, cierto, pero a mí, cada vez que veía una torre alta con aguja, me entraban escalofríos.

Así que dirigí los ojos hacia la pared opuesta, donde había un cartel de un anuncio de tabaco. Un joven de piel tersa, con un cigarrillo con filtro encendido entre los dedos, miraba de soslayo con aire abstraído. ¿Por qué los modelos de los anuncios de tabaco tienen siempre ese aire de «no estoy mirando nada, no estoy pensando en nada»?

El cartel de tabaco no daba tanto de sí como el de Frankfurt, así que pronto me di la vuelta y barrí el recinto vacío del supermercado con la mirada.

Enfrente de la barra había unas latas de fruta en conserva apiladas formando montículos parecidos a hormigueros. Había tres pilas: una de latas de melocotón, otra de pomelo y una tercera de naranja. Delante, había una mesa de degustación, pero a aquellas horas, justo después de amanecer, nadie ofrecía fruta. Porque a nadie se le ocurre probar fruta en conserva a las cinco y cuarenta y cinco minutos de la mañana. Junto a la mesa había pegado un anuncio en el que se leía: FERIA DE LA FRUTA DE ESTADOS UNIDOS. En el cartel, se veía una tumbona blanca delante de una piscina y, sentada en la tumbona, una chica comiendo macedonia de frutas. Era una hermosa joven rubia, de ojos azules y piernas largas, muy bronceada. En los anuncios de fruta siempre sacan chicas rubias. La clase de chicas guapas que, por más tiempo que las mires, en cuanto apartas los ojos de ellas, ya no te acuerdas de qué cara tenían. En el mundo existe este tipo de belleza. Que es como los pomelos: indistinta.

La sección de bebidas alcohólicas contaba con una caja registradora propia, pero no había nadie que atendiera. La gente decente no va a comprar alcohol antes de desayunar. De modo que no había nadie en aquella zona: ni clientes ni vendedores, sólo las botellas, alineadas en silencio como pequeñas coníferas producto de una repoblación forestal reciente. Por fortuna, las paredes estaban llenas de carteles publicitarios. Los conté: uno de brandy, otro de bourbon, otro de vodka, tres de whisky escocés, tres de whisky japonés, dos de
sake
y cuatro de cerveza. ¿Por qué habría tantos anuncios de bebidas alcohólicas? Ni idea. Tal vez fuera porque son las bebidas que tienen un carácter más festivo.

En todo caso, me iban de perilla para matar el tiempo y estudié los carteles con detenimiento. Tras observar los quince, concluí que los de whisky con hielo eran los más logrados desde el punto de vista estético. Vamos, que el whisky con hielo es fotogénico. Se arrojan tres o cuatro cubitos dentro de un vaso ancho, se vierte el whisky ambarino. El agua blanquecina del hielo derretido lo sobrenada con gracia durante unos instantes antes de diluirse en el ámbar. Una bonita imagen. Al fijarme, me di cuenta de que, en la mayoría de anuncios de whisky, salía whisky con hielo. De hecho, el whisky con agua es poco atractivo, y al whisky solo, realmente, le falta algo. Otro descubrimiento fue que en ninguno de los carteles se veía nada para picar. Las personas que bebían alcohol en los anuncios se lo tomaban a palo seco. Tal vez los anunciantes creyeran que, junto con algo de comida para picar, el alcohol perdía su pureza. O quizá temieran que, si aparecía algo para picar, la atención de la gente que viera el anuncio se desplazaría hacia la comida. Me dije que era comprensible. Porque todo tiene un motivo, no hay duda.

Mientras miraba los carteles, dieron las seis de la mañana. Pero la joven gorda no aparecía. ¿Por qué tardaba tanto? Era un misterio. Me había urgido a que nos viéramos cuanto antes. Pero de nada servía darle vueltas. Poco más podía hacer yo. Había acudido tan pronto como me había sido posible. El resto era cosa suya. Porque, a mí, aquel asunto ni me iba ni me venía.

Pedí café caliente y me lo tomé despacio, sin azúcar ni leche.

A partir de las seis, el número de clientes fue aumentando poco a poco. Amas de casa que iban a comprar el pan y la leche del desayuno, estudiantes que volvían de pasar la noche de juerga y pedían algo ligero en la cafetería. Una muchacha compró papel higiénico, un oficinista adquirió tres periódicos diferentes. Y dos hombres de mediana edad, con palos de golf, entraron a comprar un botellín de whisky. En realidad, aunque los llame «hombres de mediana edad», debían de tener unos treinta y cinco años, como yo. Pensándolo bien, a mí también se me podría considerar un «hombre de mediana edad», sólo que, como no cargo con palos de golf y no visto ese tipo de ropa, parezco más joven.

Estaba contento por haberla citado en un supermercado. En otro lugar me habría sido más difícil matar el tiempo. Y es que me encantan los supermercados.

Esperé hasta las seis y media y, luego, resignado, salí, subí al coche y fui hasta la estación de tren de Shinjuku. Metí el coche en un aparcamiento, cogí la bolsa, me dirigí a la consigna de equipajes y pedí que me la guardaran. Al advertirle al encargado que la bolsa contenía un objeto frágil y que la manejara con cuidado, colgó del asa una tarjeta roja que llevaba dibujada una copa de cóctel y un letrero donde ponía: FRÁGIL. Vi cómo colocaba mi bolsa de deporte Nike de color azul en un anaquel y recogí el comprobante. A continuación fui al quiosco, compré un sobre y sellos por valor de doscientos sesenta yenes, metí el comprobante en el sobre, lo cerré, pegué los sellos y envié la carta por correo urgente a un apartado de correos secreto que había abierto bajo el nombre de una empresa ficticia. De esta manera, no era probable que dieran con él. A veces utilizaba este medio como precaución.

Después saqué el coche del aparcamiento y volví a casa. Sentía alivio al pensar que ya no tenía nada que pudieran robarme. Metí el coche en el garaje, subí las escaleras, entré en el piso y, después de ducharme, me metí en la cama y dormí como si nada hubiese sucedido.

A las once, tuve visita. Por la manera en que se habían desarrollado los acontecimientos, ya suponía que aparecerían hacia esa hora, de manera que no me sorprendí demasiado. Pero es que aquellos individuos, en vez de tocar el timbre, tiraron la puerta abajo. Además, no sólo derribaron la puerta, la reventaron golpeándola con una barra de hierro de las que se usan para demoler edificios y lo hicieron con tal violencia que incluso el suelo tembló como la gelatina. Fue horrible. Con la fuerza que tenían, podían haber ido directamente al portero y haberle obligado a que les entregara la llave maestra de los apartamentos. Habría sido de agradecer que abrieran tranquilamente con la llave. Así me habría ahorrado la reparación de la puerta. Además, tras semejante alarde de brutalidad, era muy posible que a mí me echaran del piso.

Mientras esa gente golpeaba la puerta para tirarla abajo, me puse los pantalones, me pasé la sudadera por la cabeza, me oculté la navaja detrás del cinturón, fui al lavabo y oriné. Luego, por si acaso, abrí la caja fuerte, pulsé el botón de emergencia del magnetófono y borré la grabación, abrí la nevera, saqué una cerveza y una ensalada de patatas, y me las tomé para almorzar. En la galería había una escalera de incendios, de modo que, de haberlo deseado, habría podido escapar, pero estaba muy cansado y me daba una pereza tremenda andar huyendo de un lugar para otro. Además, si huía, no resolvería ninguno de los problemas a los que me enfrentaba en aquellos momentos. Porque la verdad era que estaba metido —o que me habían involucrado— en una serie de problemas sumamente complejos que era incapaz de resolver yo solo. Y tenía que hablar seriamente de ellos con alguien.

Había ido al laboratorio subterráneo de un científico que había solicitado mis servicios y había procesado unos datos. De pasada, éste me había regalado el cráneo de un unicornio y yo me lo había llevado a casa. A continuación, un empleado del gas, sobornado presuntamente por los semióticos, se había plantado en mi casa y había intentado robarme el cráneo. De madrugada, la nieta del hombre que me había contratado me llamaba por teléfono, me decía que su abuelo había sido atacado por los tinieblos y me pedía ayuda. Nos habíamos citado en un lugar, pero ella no había aparecido. Por lo visto, yo tenía en mi poder dos objetos de gran valor. Uno era el cráneo, y el otro, los datos resultantes del
shuffling.
Y ambos los había dejado en la consigna de la estación de Shinjuku.

Un buen embrollo. Necesitaba que alguien me diera alguna pista. Si no, ya me veía huyendo eternamente con el cráneo bajo el brazo sin entender ni jota.

Apuré la cerveza, me terminé la ensalada de patatas y, en el instante en que, satisfecho, lanzaba un suspiro, se oyó un estruendo similar a una explosión, la puerta blindada se partió por la mitad y apareció el hombre más grande que había visto en toda mi vida. Llevaba una camisa hawaiana de estampado llamativo, unos pantalones militares de color caqui llenos de manchas de aceite y unas zapatillas de tenis tan grandes como unas aletas de bucear. Iba rapado, tenía una nariz rechoncha y el cuello tan grueso como el tórax de una persona normal. Sus párpados eran gruesos y plomizos, y el blanco de sus ojos somnolientos resaltaba de una manera desagradable. Parecían ojos artificiales, pero, mirándolos con atención, comprobé que sus pupilas efectuaban un movimiento rápido de vez en cuando, así que debían de ser auténticos. Mediría un metro noventa y cinco. Tenía los hombros muy anchos y la enorme camisa hawaiana, que envolvía su corpachón como una sábana partida por la mitad, le tiraba tanto a la altura del pecho que los botones parecían a punto de salir disparados.

El gigantón echó una ojeada a la puerta que acababa de reventar con la misma expresión con la que yo miraría el tapón de una botella de vino recién descorchada y luego se volvió hacia mí. No parecía abrigar hacia mi persona sentimientos especialmente complejos. Me miró como si yo formara parte del mobiliario. Y la verdad es que me hubiera gustado serlo.

Se hizo a un lado y, tras él, apareció un hombrecillo de un metro y medio de altura, delgado, de facciones regulares. Llevaba un polo Lacoste de color azul celeste, pantalones chinos de color beige y zapatos marrón claro. Sin duda se vestía en una tienda de ropa infantil de marca. En su muñeca brillaba un Rolex de oro, pero, como no era un Rolex para niños, le quedaba enorme. Recordaba uno de esos aparatos transmisores que llevan los de
Star Trek.
Debía de estar en la segunda mitad de la treintena o a principios de la cuarentena. Con veinte centímetros más, habría podido trabajar como doble de un actor de televisión.

El gigantón entró en la cocina sin quitarse los zapatos, rodeó la mesa hasta situarse frente a mí y agarró una silla. Entonces el canijo entró a paso lento y se acomodó en ella. El gigantón se sentó sobre el fregadero, cruzó sobre el pecho unos brazos del grosor de los muslos de una persona normal y clavó en mi espalda, un poco más arriba de los riñones, unos ojos mortecinos. Debería haber huido por la escalera de incendios, no cabía la menor duda. Había cometido un grave error de apreciación.

El canijo no se dignó mirarme; tampoco me saludó. Sacó un paquete de Benson & Hedges y un encendedor Dupont de oro. A la vista estaba que los gobiernos de los países extranjeros exageraban respecto al desequilibrio de la balanza comercial. El hombrecillo jugueteó con el encendedor, haciéndolo rodar entre dos dedos con gran habilidad. Aquello parecía circo a domicilio, aunque, claro está, yo no recordaba haber solicitado sus servicios.

Busqué por encima del refrigerador, localicé un cenicero con la marca Budweiser que me habían dado en la bodega, le limpié el polvo con los dedos y lo dejé frente al canijo. Este encendió un cigarrillo con un chasquido breve y claro, y exhaló el humo entrecerrando los ojos. Su pequeñez llamaba la atención. Cara, manos, piernas: todo en él era diminuto y proporcionado. Era como una copia reducida de una persona normal. En consecuencia, el Benson & Hedges parecía largo como un lápiz de colores nuevo.

Sin abrir la boca, el canijo mantenía los ojos clavados en el ascua del cigarrillo. En una película de Jean-Luc Godard, en este punto habría aparecido un subtítulo que indicara: «Él contempla cómo se va consumiendo el cigarrillo», pero, por suerte o por desgracia, las películas de Godard están completamente pasadas de moda. Cuando una gran parte de la punta del cigarrillo se hubo convertido en ceniza, el hombrecillo la sacudió sobre la mesa. El cenicero, ni siquiera lo miró.

—En fin, esa puerta... —dijo el canijo con una voz aguda y penetrante— teníamos que romperla. Así que la hemos roto. De haberlo querido, habríamos podido abrirla tranquilamente con una llave, pero no era el caso. No te lo tomes a mal.

—Aquí no hay nada. Por más que busquéis, no encontraréis nada —insistí.

—¿Buscar? —dijo el canijo como si se sorprendiera—, ¿Buscar? —Con el cigarrillo en la comisura de los labios, se rascó la palma de la mano—. ¿Buscar, dices? ¿Buscar qué?

—Pues no lo sé. Pero algo habréis venido a buscar. Por eso habéis reventado la puerta, ¿no?

—No sé de qué hablas —insistió—. Me parece que estás confundido. Nosotros no queremos nada. Hemos venido a hablar contigo. Sólo a hablar. No buscamos nada, no queremos nada. Bueno, una Coca-Cola, si la tienes, sí me la bebería.

Abrí el refrigerador, saqué dos de las latas de Coca-Cola que había comprado para mezclar con el whisky y las puse encima de la mesa junto con dos vasos. Luego me saqué una lata de cerveza Ebisu para mí.

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