Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
Tomé el libro de sus manos y dirigí los ojos hacia la fotografía que me señalaba. Era una fotografía muy mala, pero se reconocía la forma del cráneo. Lo habían colocado sobre una mesa cubierta con una tela blanca y, a su lado, habían puesto un reloj de pulsera para mostrar el tamaño real. En mitad de la frente, un círculo blanco mostraba la ubicación del cuerno. No cabía duda: el cráneo era igual al que me había regalado el anciano. La única diferencia era que uno conservaba la base del cuerno; por lo demás, eran idénticos. Dirigí los ojos hacia el cráneo que descansaba sobre el televisor. Visto de lejos, totalmente cubierto por la camiseta, parecía un gato durmiendo. Dudé entre contarle a la chica que yo tenía el cráneo o callar. Decidí no comentarle nada. Cuanta menos gente sepa un secreto, mejor.
—¿Y es seguro que el cráneo fue destruido durante la guerra? —pregunté.
—¡Vete a saber! —dijo ella toqueteándose el flequillo con el dedo meñique—. Según este libro, los combates del cerco de Leningrado fueron tan violentos y brutales que arrasaron la ciudad, manzana tras manzana, como si las aplastara una apisonadora. Además, el barrio donde se encontraba la universidad resultó de los más dañados, así que es prácticamente seguro que el cráneo fue destruido. Cabe la posibilidad de que el profesor Béroff lo escondiera antes en alguna parte, o que el ejército alemán se lo llevara como botín de guerra... Pero lo cierto es que nadie ha vuelto a verlo desde entonces.
Volví a mirar la fotografía, cerré el libro de golpe y lo dejé sobre la cama. Me pregunté si el cráneo que yo tenía era el de la Universidad de Leningrado o si se trataba del cráneo de otro unicornio que hubieran desenterrado en otro lugar. Lo más sencillo era preguntárselo directamente al anciano. ¿Dónde encontró el cráneo? ¿Y por qué me lo dio a mí? Como tenía que verle para entregarle los datos resultantes del
shuffling,
se lo preguntaría entonces. De momento, no tenía sentido preocuparse.
Mientras, con los ojos clavados en el techo, estaba absorto en estos pensamientos, ella apoyó la cabeza sobre mi pecho y pegó su cuerpo al mío. La rodeé con mis brazos. Tras averiguar algo más sobre los unicornios, me sentía un poco más aliviado, pero el estado de mi pene seguía sin mejorar. No obstante, ella, sin importarle si mi pene lograba o no una erección, con la punta del dedo empezó a dibujar en mi barriga unas figuras indescifrables.
Una tarde nublada, cuando bajé a la cabaña del guardián, me encontré a mi sombra ayudándolo a reparar una carreta. Ambos la habían arrastrado hasta el centro de la explanada, habían sacado las tablas viejas del fondo y de los lados y ahora estaban reemplazándolas por otras nuevas. El guardián cepillaba las tablas nuevas con mano experta y la sombra las claveteaba con el martillo. Su aspecto apenas había cambiado desde que nos habíamos separado. Parecía gozar de buena salud, pero sus movimientos eran un poco más desmadejados y, en el contorno de sus ojos, se dibujaban unas arrugas de malhumor.
Cuando me acerqué, ambos se detuvieron y alzaron la cabeza.
—¿Me buscabas? —preguntó el guardián.
—Sí. Quiero hablar contigo —le dije.
—Ve adentro y espera a que acabe esto —me dijo el guardián, mirando la tabla que cepillaba en aquellos momentos.
La sombra se limitó a dirigirme una ojeada y, acto seguido, volvió a enfrascarse en su trabajo. Parecía enfadada conmigo.
Entré en la cabaña del guardián, me senté ante la mesa y lo esperé. La mesa estaba tan desordenada como de costumbre. El guardián sólo la limpiaba cuando tenía que afilar los cuchillos. Sobre ella se amontonaban, sin orden ni concierto, platos sucios, tazas, una pipa, café molido, virutas. Sólo los cuchillos estaban colocados con una pulcritud casi prodigiosa en la estantería.
El guardián tardaba lo suyo. Pasé un brazo por el respaldo de la silla y me dispuse a matar el tiempo con la mirada perdida en el techo. En aquella ciudad había tiempo hasta la náusea. Todo el mundo aprendía con naturalidad pasmosa su particular forma de perder el tiempo.
Fuera, proseguían los ruidos del cepillo y del martillo.
Poco después se abrió la puerta, pero quien entró en la cabaña no fue el guardián sino mi sombra.
—No puedo entretenerme mucho —dijo pasando junto a mí—. Sólo he venido a buscar clavos.
Abrió la puerta del fondo y cogió una caja de clavos de la alacena que estaba a mano derecha.
—Escúchame con atención —dijo la sombra mientras comprobaba la longitud de los clavos que había en la caja—. Ante todo, tienes que dibujar un mapa de la ciudad. No lo hagas preguntando a los demás, sino según lo que tú puedas comprobar con tus propios ojos y tus propios pies. Dibuja todo lo que veas, sin dejarte nada. Ni el detalle más insignificante.
—Eso lleva tiempo.
—Basta con que me lo des antes de que acabe el otoño —dijo la sombra hablando con rapidez—, Y también quiero explicaciones escritas. Necesito, en particular, que investigues bien la forma de la muralla, el bosque que hay al este, por dónde entra y sale el río. Sólo eso. ¿Comprendido?
En cuanto me hubo dicho esto, sin mirarme siquiera, la sombra abrió la puerta y salió. Me repetí lentamente lo que acababa de decirme. La forma de la muralla, el bosque del este, por dónde entraba y salía el río. Bien pensado, hacer un mapa no era mala idea. De esta forma podría averiguar cómo era la ciudad y aprovecharía el tiempo que me sobraba. Ante todo, lo que más feliz me hacía era ver que mi sombra todavía confiaba en mí.
El guardián vino poco después. Al entrar en la cabaña, se secó el sudor con una toalla y se limpió las manos. Luego, se dejó caer pesadamente sobre una silla, al otro lado de la mesa.
—Bueno, ¿qué quieres?
—He venido a ver a mi sombra —dije.
Tras asentir repetidas veces, el guardián llenó de tabaco la pipa, prendió una cerilla y la encendió.
—Todavía no es posible —dijo el guardián—. Lo lamento, pero aún es demasiado pronto. En esta estación, la sombra todavía es demasiado fuerte. Tienes que esperar hasta que los días sean más cortos. Lo siento. —Con los dedos, partió la cerilla por la mitad y la arrojó en un plato de encima de la mesa—. También lo hago por ti, no creas. Si te encariñas ahora con ella, luego será peor. Lo he visto montones de veces. Es un buen consejo, créeme. Ten un poco de paciencia.
Asentí en silencio. Dijera lo que dijese, no iba a escucharme y, además, yo había logrado ya hablar con ella. Lo único que podía hacer era esperar con paciencia a que me diera permiso.
El guardián se levantó de la silla, se acercó al fregadero y se sirvió varias veces agua en una taza de cerámica.
—¿Va bien el trabajo?
—Me voy acostumbrando poco a poco —dije.
—Estupendo —aprobó—. Trabajar bien es lo más importante. Las personas que no trabajan bien sólo piensan en tonterías.
Se oía cómo mi sombra seguía clavando clavos en el exterior.
—¿Te apetece dar un paseo? —propuso el guardián—. Quiero enseñarte algo interesante.
Salí detrás del guardián. En la explanada, mi sombra, subida en la carreta, claveteaba la última tabla lateral. A excepción del eje y de las ruedas, la carreta había quedado completamente nueva.
El guardián cruzó la explanada y me condujo hasta la atalaya. Era una tarde nublada y sofocante. Sobre la muralla, el cielo estaba cubierto de negros nubarrones que venían del oeste y parecía que fuera a empezar a llover de un momento a otro. La camisa del guardián, totalmente empapada en sudor, se adhería a su corpachón y despedía un olor desagradable.
—Esta es la muralla —dijo dándole palmadas como si fueran las ancas de un caballo—. Mide siete metros de altura y rodea toda la ciudad. Los pájaros son los únicos que pueden franquearla. No hay más puerta que ésta. Hace tiempo, teníamos la Puerta del Este, pero ahora está tapiada. La muralla, como ves, es de ladrillos, pero no son ladrillos normales. Nadie ni nada puede dañarlos o derribarlos, ni los cañonazos, ni los terremotos, ni las tormentas. —Recogió un trozo de madera que estaba a sus pies y empezó a afilarlo con el cuchillo. El cuchillo cortaba de una manera asombrosa y, en un santiamén, el trozo de madera se convirtió en una afilada cuña—. Fíjate bien —dijo el guardián—. Entre un ladrillo y otro no hay argamasa de ningún tipo. Porque no hace falta. Los ladrillos están tan sólidamente unidos que, en los intersticios, no conseguirías meter ni un pelo.
Trató de introducir la afilada punta de la cuña entre un ladrillo y otro, pero la madera no pudo penetrar ni un milímetro en la juntura. Acto seguido, tiró la cuña y rascó la superficie del ladrillo con la punta de la hoja de su navaja. Produjo un desagradable chirrido, pero no logró siquiera arañar la superficie de la piedra. El guardián, tras comprobar el estado de la hoja, plegó la navaja y se la guardó en el bolsillo.
—Nada puede erosionarla ni destruirla. Tampoco se puede escalar. Porque la muralla es perfecta. Recuérdalo bien: nadie puede salir de aquí. Así que no pienses en tonterías. —Luego, posó su manaza en mi espalda—. Comprendo tu amargura, pero todo el mundo tiene que pasar por esto. Y tú también tienes que soportarlo. Después, sin embargo, te llegará la salvación. Y entonces se desvanecerán tus inquietudes y tu dolor. Todo desaparecerá. Créeme: las sensaciones efímeras nada valen. Hazme caso y olvida a tu sombra. Esto es el fin del mundo. El mundo acaba aquí, no se puede ir más allá. Tú ya no puedes ir a ninguna parte.
Tras pronunciar estas palabras, el guardián me dio unas palmadas en la espalda.
En el camino de vuelta, me detuve en medio del Puente Viejo y, acodado en la barandilla, mientras contemplaba el río, reflexioné sobre lo que me había dicho el guardián.
El fin del mundo.
Pero ¿por qué había tenido que dejar mi viejo mundo y venir aquí? No lograba acordarme ni de las circunstancias, ni del sentido, ni del propósito de todo aquello. Algo, alguna fuerza me había enviado a este mundo. Una fuerza poderosa y arbitraria. Por su culpa yo había perdido la sombra y los recuerdos, y ahora iba a perder el corazón.
A mis pies, el río discurría con un agradable murmullo. Había unas isletas donde crecían los sauces. La corriente mecía suavemente las ramas de los sauces que colgaban y rozaban la superficie del río. El agua era límpida y transparente, y en los remansos alrededor de las rocas se veían las siluetas de los peces. Cuando contemplaba el río, siempre me invadía una sosegada paz.
Desde el puente, por unas escaleras se accedía a una de las isletas, donde habían colocado un banco a la sombra de los sauces. Siempre había algunas bestias dormitando alrededor. Yo solía bajar a la isleta, desmenuzaba el pan que llevaba en los bolsillos y se lo daba a las bestias. Estas, tras titubear unos instantes, tendían el cuello y tomaban las migas de pan de la palma de mi mano. Pero sólo eran las bestias viejas y las de corta edad las que comían de mi mano.
Conforme avanzaba el otoño, los ojos de las bestias, que recordaban las profundas aguas de un lago, iban tiñéndose paulatinamente del color de la tristeza. También las hojas de los árboles cambiaban de color y la hierba empezaba a secarse: todo les anunciaba que se aproximaba la larga y dura estación del hambre. Y, tal como me había predicho el anciano, la estación prometía ser larga y dura también para mí.
Las agujas del reloj señalaban las nueve y media cuando ella saltó de la cama, recogió la ropa esparcida por el suelo y empezó a vestirse con calma, tomándose su tiempo. Apoyado en un codo hincado en la cama, yo la miraba con el rabillo del ojo. Su figura, mientras deslizaba una prenda tras otra sobre su cuerpo, suavemente, sin movimientos innecesarios, irradiaba la quietud y la calma de un esbelto pájaro de invierno. Se subió la cremallera de la falda, se abrochó, uno tras otro, de arriba abajo, los botones de la blusa y, al final, se sentó en la cama y se puso las medias. Luego, me dio un beso en la mejilla. Tal vez haya muchas chicas que sepan quitarse la ropa de un modo seductor, pero pocas son capaces de ponérsela con gracia. Una vez vestida, se echó el pelo hacia atrás, despejándoselo con el dorso de las manos, y al verlo sentí que una corriente de aire fresco penetraba en la habitación.
—Gracias por la cena —me dijo.
—De nada.
—¿Siempre preparas tanta comida?
—Cuando no estoy ocupado, sí —dije—. Pero cuando tengo trabajo, no puedo cocinar. Me acabo las sobras, o voy a comer fuera.