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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (15 page)

BOOK: El frente ruso
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—Es cierto. Estoy totalmente de acuerdo con mi amigo de Saint-Aulare —dijo otro que respondía al apellido de Ferry y que frisaba también los cincuenta —.El Quai d'Orsay ha sido hasta el día de hoy un islote de inteligencia en un océano de locura. Y esta tormenta mediática hacia la que nos dirigimos seguramente acabará tragándose lo que queda de la verdadera diplomacia. Cumplimos misiones que exigen discreción. Y añadiré, de un modo general, que la Administración no debería ser el salvavidas de personalidades políticas a la deriva, aunque sean el presidente de la República o el primer ministro. Me permito recordaros que somos parte de un engranaje eterno y no los engranajes de la simple maquinaria política.

—Ahórrenme su grandilocuencia y las citas de Barrès —respondió nuestro jefe, molesto con el discurso de Ferry—. Os estáis excediendo. No es el tipo de consideraciones que os he pedido que me hicierais. Quiero ideas y no ideales de otros siglos. Algo concreto, un proyecto que pueda presentar al ministro mañana por la mañana. Guardaos vuestros estados de ánimo, por favor.

—Podríamos sacar nuestro periódico en color —dijo mi compañero de mesa.

—Sí, claro. Y poner jarrones con flores encima de nuestras mesas. Pero dudo que los franceses se dieran cuenta del cambio. Señores, necesitamos algo visible, algo que pueda interesar a los medios de comunicación.

— ¿Una jornada de puertas abiertas en las embajadas? —propuso tímidamente otro.

—Las embajadas son territorio extraterritorial bajo soberanía de países extranjeros, como bien sabe. No se puede entrar en ellos como Pedro por su casa. Jamás conseguiríamos el visto bueno de todas las grandes naciones. ¿Y de verdad cree que habría gente deseosa de visitarlas? ¿Y cree de verdad que la embajada de Estados Unidos abriría sus puertas al público? Es el lugar más seguro de París. Y, sin los norteamericanos, se aguaría la fiesta.

— ¿Y si organizáramos un concurso culinario? dijo una mujer de pelo castaño que debía tener entre treinta y cinco y cuarenta años—. Acordaos de los postres franco-rusos de nuestra infancia. Podríamos pedir a los grandes chefs que crearan platos siguiendo las alianzas diplomáticas que deseamos explicar y convocar a la prensa a una cena en la que descubriríamos los nuevos platos: un ragú franco-iraní, un pollo franco-chino, una piña franco-filipina y quién sabe qué más.

—Mi sabor favorito es la vainilla —prosiguió Blondin, un gordo afeminado de su misma quinta.

—¿Cuándo desaparecieron los postres franco-rusos? —preguntó alguien.

—Ni nos dimos cuenta... —respondió Blondin—. En eso consiste el
marketing
. Son como las galletas campurrianas, un buen día desapar...

— ¡Ya está bien! Entre la vieja generación que añora la diplomacia de antes de la guerra y los treintañeros que vuelven a la infancia, mal lo llevamos para enfrentarnos a lo que el porvenir nos depara. Cuando os escucho me da la sensación de que sería mejor llamar a una agencia de comunicación para que se inventen rápidamente un anuncio para la televisión. Eso satisfaría al ministro. Le encanta la publicidad.

— ¡Ah, no! —exclamó dejándose llevar Rodriguez—. Admitimos que busque fuera ideas geniales, pero si lo que quiere son ideas simples, lo hacemos nosotros. No malgaste el dinero de los contribuyentes.

—No se acelere, Rodriguez. Y, en cualquier caso, no tengo tiempo para llamar a nadie. No cuento con nadie más que con vosotros. No puedo hacer nada si nuestra sociedad otorga más importancia a los movimientos de la superficie que a las corrientes profundas, por retomar la metáfora marítima de Ferry.

Ese toque de humor distendió un poco el ambiente y todo el mundo se rió con moderación de la broma de nuestro jefe. Reírse con moderación de las bromas del jefe es un precepto que hay que tener siempre presente si se quiere sobrevivir en una oficina. Hay que reírse siempre de las bromas del jefe, pero debe hacerse de forma moderada si uno no quiere que sus compañeros lo consideren un pelota. La mezcla es difícil, un equilibrio complicado cuando uno empieza, pero enseguida se adquiere el automatismo necesario.

Aproveché la risa general para tirarme a la piscina. —Podríamos organizar un desfile.

En un silencio repentino, las catorce cabezas se giraron hacia mí. En algunas de sus miradas pude leer el desprecio con que se trata a los mocosos que no han superado las primeras pruebas. Uno de mis nuevos compañeros, un hombre de mediana edad con nariz aquilina y cuya boca de labios gruesos parecía más capaz de eructar que de pronunciar palabra alguna, me dijo con un tono irónico, como si se dirigiera al chaval al que le gusta meter baza en las comidas familiares y al que quisiéramos arrancarle la gorra:

—Sí, jovencito, y haremos venir a la orquesta de su pueblo, del suroeste, por lo que se deduce de su acento. No dejé que su desprecio me desmontara.

—Lo que yo entiendo por desfile es un acontecimiento festivo. Hoy en día, fiesta y diversión son las consignas. En todas partes se organizan desfiles. Y eso permite resaltar la parte comunitaria, que cada grupo pueda participar con su propio chiringuito o su propia carroza.

— ¿Una especie de desfile del 14 de Julio?

—Todas las grandes fiestas son desfiles, empezando por la del 14 de Julio. El carnaval de Río, que es la fiesta más grande del mundo, es un desfile.

—¡Un carnaval! Sería lo nunca visto —replicó de nuevo el hombre de labios gruesos—. ¿Y qué tiene que ver eso con la diplomacia?

Proseguí sin contestar a su pregunta.

—El Orgullo Gay, la Techno Parade, el 1 de Mayo... son los acontecimientos más esperados del año. Cada fin de semana la marcha de patinadores congrega a miles de ellos por las calles de París. Nosotros tenemos que hacer un desfile que reúna a todas las representaciones diplomáticas de la capital. Un «orgullo» diplomático.

— ¿Un orgullo?

—Sí, un desfile del orgullo de ser diplomático como el desfile del orgullo por ser gay o lesbiana. Imaginaos cada representación desfilando con los colores de su país, cada uno sobre una carroza decorada y con música. Imaginaos la carroza brasileña, la sudafricana, la mexicana... Color y música, fiesta y diversión, por todas las calles de París. Un acontecimiento unificador, eso es lo que nos hace falta.

El silencio siguió a mis palabras. Todos los ojos se giraron hacia nuestro jefe, quien parecía evaluar cómo recibiría semejante idea el ministro. Girardot, el compañero con el que había comido, tomó la palabra y por un instante me pareció que iba a desautorizarme.

— Su idea me recuerda a los carnavales de provincias, la festividad del patrón del pueblo. Si no me equivoco, se trata de celebrar de un modo elocuente la unión de los pueblos. En ese caso me parecería mejor que nos dirigiéramos a un artista contemporáneo para que hiciera la gran obra de arte universal, una especie de instalación en movimiento por las calles de la capital sirviéndose de materiales que le proporcionaran las distintas legaciones diplomáticas. Para que el impacto sea mayor, tanto en sentido propio como figurado, podríamos hacer que esta obra fuera sonora.

—Sí, un desfile con música. Eso es exactamente lo que acaba de proponernos su nuevo compañero —subrayó el jefe.

—Sí, se puede ver así, pero si confiáramos su concepción a un artista, le otorgaríamos una dimensión distinta, lo dotaríamos de contenido.

—Pero señor Girardot, no hay necesidad de contenido. Lo que importa es el evento. El evento contiene su propio significado. La gente quiere lo inmediato, solo eso puede decirles algo. La época de los contenidos ha llegado a su término, créame.

Girardot iba a responderle cuando nuestro superior le cortó en el acto.

—Bien, intentemos avanzar un poco. ¿Cuándo podríamos organizar ese desfile? —preguntó él.

Esa pregunta suponía una aceptación. Me regocijé interiormente pero contuve mi satisfacción y, como mis compañeros, me sumergí en mi agenda para encontrar el mejor momento para la celebración del evento. Sentía clavadas sobre mi nuca algunas miradas nada benevolentes, pero poco me importaba, ya que la mía se cruzó con mi nuevo jefe y este sonreía. Acababa de adjudicarme un punto. Sentía que volvía a estar en la carrera tras un mes de purgatorio. Me acogía como una madre que prefiere a su hijo pequeño, sobre todo cuando este ha estado a punto de morir.

—Hace falta buen tiempo para este tipo de manifestaciones —precisó Blondin, el más entusiasta de mis compañeros con la idea del orgullo diplomático—. Fiesta y diversión. Es necesario que se haga bajo la luz del sol. Y, además,
fun
rima con
sun
.

—Eso excluye el periodo de octubre a abril —añadió Ferry.

—Empecemos mirando mayo —dijo el jefe.

—Las dos primeras semanas están demasiado cargadas de celebraciones. Sin contar con los puentes. Primero, el del 1 de Mayo y después el del día 8, Día de la Ascensión y Pentecostés. La segunda quincena del mes estaría mejor, creo —propuso la morena de los flanes franco-rusos.

—Bien, intentémoslo el tercer fin de semana entonces.

—Eso no les gustará a nuestros colegas de Cultura. Ese mismo fin de semana es la noche de los museos. No deberíamos competir con ellos.

—¡Pero si no vamos a desfilar por la noche! —No, pero se trata de la disponibilidad de los medios de comunicación.

—Entonces, ¿el último fin de semana?

—Hay una manifestación de cazadores ese mismo fin de semana. Dudo que nos den autorización para desfilar.

—El orgullo cazador. Todos de verde y con un rifle al hombro y con perros de presa ladrando alrededor. ¡Pues sí que parece muy festiva la cosa! Pasemos a junio entonces.

—La segunda quincena está ocupada por el Orgullo Gay y la Fiesta de la Música.

—La fiesta de las asociaciones de vecinos es el primer fin de semana.

—Bueno, ¿y el segundo? ¿Hay algo el segundo fin de semana?

—El Festival de los Glóbulos y el Ciclonudismo.

—¿Y eso qué es?

—El primer festival es por la donación de sangre. Y el segundo es una vuelta en bicicleta desnudos por las calles de París.

— ¡Eh! ¡Nosotros podríamos organizar el Diplonudismo! —exclamó Blondin sin contener su entusiasmo. El jefe se indignó.

—De verdad, esto es el colmo. Pase que nuestros compañeros del Ministerio de Sanidad necesiten sensibilizar a la población para que se done sangre, pero el Ciclo nudismo... ¿Tanto se aburre la gente que necesita inventar ese tipo de estupidez libertaria para crearse la ilusión de... de... de qué? No entiendo a todas esas gogós que no paran de desfilar y celebrar fiestas todos los fines de semana. ¿Qué pretenden? Me acabo de dar cuenta de que nuestra idea no tiene nada de original, pero como no tenemos otra, prosigamos e intentemos encontrar un hueco en el calendario, si es que queda alguno.

Pasamos así revista a todos los fines de semana del calendario. Y de fiesta religiosa a manifestación cultural, de fiesta nacional a conmemoración, nos encontramos a finales de septiembre, el último fin de semana del periodo que nos habíamos fijado, justo después de la Techno Parade. Uno pensaría que Francia siempre está de fiesta, desfilando y celebrando cosas, lo que contrastaba con la imagen de inactividad reinante con la que los medios de comunicación taladraban desde hacía meses. La moral de los franceses por aquí, el miedo al paro por allá, el sufrimiento en el trabajo, la preocupación por los jubilados, la burbuja inmobiliaria, la angustia por el futuro, el abandono de los ideales, la lasitud frente a los programas de televisión, la nostalgia por la infancia, el juego plano del fútbol francés, la negrura del metro, la fealdad de las afueras, la tristeza de mi portero, la uniformidad en la vestimenta, el abandono de uno mismo, la decrepitud generalizada: todo justificaba la neurastenia y, a pesar de todo ello, el país festejaba todos los fines de semana celebraciones ilusorias. Esos aguafiestas resultaban claramente ineficaces.

La reunión llegó a su final en cuanto se eligió ese fin de semana de septiembre. El jefe confió a algunos de mis compañeros las tareas de contactar con los secretarios de embajada que se encontraran en París para conocer sus opiniones respecto al desfile y evaluar el número de participantes. Tras ello se dirigió a mí para pedirme que lo acompañara a su despacho a fin de ayudarlo a redactar una nota que le permitiera presentar el proyecto al ministro al día siguiente por la mañana. Comprobé con esa invitación que no me había equivocado en mi estrategia. Contrariamente a lo que me había sugerido Girardot durante la comida, los superiores ya me solicitaban para llevar a cabo tareas más difíciles. Aquello era el principio, estaba convencido. El jefe pidió a Guyot, el agregado con el que había colaborado en la conferencia del primer ministro kirguís, que se uniera a nosotros. Salimos los tres juntos de la sala bajo las miradas envidiosas y cargadas de resentimiento de nuestros compañeros, entre los ruidos de los pañuelos que sacaban algunos y el rechinar de dientes de otros.

12

Nos encontramos de pronto en mitad del verano. Se habían tomado todas las disposiciones para la organización del primer «desfile del orgullo diplomático», que era el título de la comunicación oficial del evento, pero a pesar de que en un principio nuestros compañeros diplomáticos en París nos habían dado su conformidad, solo siete países habían confirmado oficialmente su presencia. Habíamos preparado un
dossier
de prensa, habíamos convenido un recorrido con los servicios de la prefectura de policía, habíamos recibido el apoyo del ayuntamiento de París, que veía en aquello la ocasión de afirmar su posición de ciudad universal. El ministro nos había felicitado. Le entusiasmaba la idea de sacar a la diplomacia de las sombras. Desde que había salido del Ministerio de Juventud y Deportes para pasar a ocuparse, tras una crisis ministerial, de la cartera de Asuntos Exteriores, echaba de menos la organización de eventos. Amaba las populares y mediáticas misas mayores, lo que su nueva cartera no le había podido ofrecer. Aprovechó la ocasión y aceptó nuestra proposición sin dudarlo. Aunque todo había comenzado con los mejores augurios, cuanto más avanzaba el verano, mayor era nuestra angustia ante la lista de los países que participaban: solo contábamos con siete. Algunos miembros de nuestro equipo, resignados o cínicos, habían comenzado a llamarlos «los siete de septiembre», como si ya nada pudiera cambiar esa cifra. Volvimos a preguntar a las embajadas, pero todas nos respondieron que contaban con muy poco personal como para poder dedicar tiempo a esa cuestión. Muchos eran expatriados que se reunían con sus familias en verano.

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