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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (13 page)

BOOK: El frente ruso
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Cuando los asistentes comenzaban a salir de la sala sí creí que mi hora había llegado. Uno de los conductores se puso la gorra que había deslizado bajo su silla y, así cubierto, pasó por delante de la delegación kirguís y de mis colegas del Quai d'Orsay.

El agregado se dirigió sin más tardanza hacia mí y sentí temblar mis piernas. Tenía la sensación de que iba a licuarme sobre las alfombras de Le Crillon.

— ¿Cuántos eran periodistas de verdad? —me preguntó.

Supe que de nada serviría mentir.

—Solo uno.

—Bueno, nadie se ha dado cuenta. Pero con lo de la gorra, ya hacen menos uno. También había otro que llevaba bordado en su chaqueta un «Limusinas de París» — añadió —, pero afortunadamente nadie de la delegación habla francés.

—¡Lo siento! Me pasé toda la tarde de ayer llamando a los periodistas y...

—No se excuse. Ha gestionado perfectamente la situación. Eso es exactamente lo que hay que hacer. A todo el mundo le importa un pimiento lo que suceda en Kirguistán. Lo esencial es que el primer ministro se quede contento.

El agregado me saludó y salió detrás de la delegación. Volvió sobre sus pasos para decirme:

—Dígame, ¿le gustaría trabajar con nosotros en el departamento de comunicación? Necesitamos jóvenes como usted, con inventiva y capaces de gestionar los imprevistos.

No podía creer lo que estaba escuchando. El santo patrón de los diplomáticos había debido fijarse en mí. Si mis primeros días en Asuntos Exteriores se habían caracterizado por la mala suerte, tenía que reconocer que desde entonces habían empezado a soplar vientos favorables en mi carrera. Comenzaba a volar.

9

Cuando era pequeño las Navidades se acercaban cada año con una lentitud exasperante, pero esa vez, llegaron sin avisar. Atrapado en el torbellino de la vida parisina, no me había dado cuenta de la rapidez con que se habían sucedido las semanas. El otoño había pasado desapercibido, se había confundido con un veranillo de San Martín que había visto nacer mi relación con Aline y la recepción de la delegación yakuta, suceso que había supuesto el principio de mi felicidad.

El 24 de diciembre regresé a Burdeos por primera vez desde ese verano. Ya estaba a la espera de un nuevo destino. Siguiendo los consejos del agregado con el que había colaborado para recibir al primer ministro kirguís, el jefe del departamento de comunicación había transmitido al jefe del departamento de los países en vías de creación el deseo de que me uniera a su equipo, pero las maniobras se habían atascado en una serie de procedimientos obsoletos y carentes de sentido, herencia de aquellos tiempos en los que se escribía con pluma y tintero. No obstante, esperaba una resolución inminente que pusiera fin a mi problema.

El tren se paró en la estación de Burdeos-Saint Jean a las 16.07h., después de tres horas de viaje, justo el tiempo que había tardado en ir desde París a Tiflis hacía unas semanas. Es tan difícil llegar a Burdeos como a la capital georgiana: este argumento sería útil cuando mi madre quisiera reprocharme el no haberla visitado en los últimos meses.

Solo vino mi padre a recogerme. Fuimos rápidamente hasta la zona de «carga y descarga» donde, a pesar de la prohibición, había dejado aparcado el coche. Me explicó que mi madre había preferido quedarse en casa y terminar algunos preparativos.

En el coche me anunció que habían redecorado mi habitación.

—¿Qué quieres decir con «redecorar»?, ¿has cambiado los muebles de sitio?—le pregunté.

—La he convertido en despacho, pero he dejado tu cama en una esquina, como si fuera un sofá, con cojines encima.

—Pero ¿qué has hecho con mis cosas?

—Las he guardado, por supuesto. Están dentro de cajas en el garaje.

—¿Mi colección de
Geo
también?

—Estate tranquilo, no he tirado nada e incluso he cerrado las cajas con celo para que no les entre polvo.

Me quedé callado un instante para poder digerir la noticia. Me había ido para Dios sabe cuánto tiempo y mis padres no tenían la obligación de mantener la habitación tal y como yo la había dejado. No se trataba de un santuario, pero me habría gustado que me hubieran dado un respiro, el tiempo necesario para admitir que ya no vivía allí.

Mi padre aparcó el coche en el garaje. Vi las cajas que contenían las reliquias de mi infancia sobre las estanterías, como si fueran ataúdes alineados en los nichos de una funeraria. Rememoré la divisa familiar en materia de orden. Por fin parecía que mis cosas hubieran encontrado su sitio en la casa. Era consciente de que la idea de hurgar en esas cajas para exhumar los recuerdos de un tiempo pasado no me vendría hasta dentro de un tiempo, o quizá nunca. Solo quedaba saber cuántos años habrían de pasar antes de que mis padres tomaran la decisión de deshacerse de todo aquello.

Encontré a mi madre en la cocina. Llevaba una camisa blanca que yo no conocía y el collar de perlas que mi padre le había regalado en su décimo aniversario y que ella se ponía en las grandes ocasiones.

Me besó, me abrazó y después me preguntó si mi padre me había anunciado la noticia.

—¿Respecto a la habitación?

Mi padre me miró avergonzado. Mi madre le preguntó con un tono de desesperación:

— ¿No se lo has dicho? Después se dirigió a mí:

—Tu padre ha perdido su trabajo. Te lo habíamos ocultado para no preocuparte. Tienes demasiadas responsabilidades en el ministerio.

Mi madre esperaba una reacción mía. Yo ignoraba cuál.

— ¿Desde hace cuánto? —pregunté.

—Desde hace una semana, pero lo supe hace dos meses. Por eso hemos convertido tu cuarto en un despacho —precisó él—, para poder trabajar en casa.

—¿Trabajar en qué? —intervino mi madre—. Te han prejubilado. No tienes nada más que hacer que clasificar facturas y verificar las cuentas.

La tensión creada por el reciente cambio de circunstancias era evidente. Incluso a mí me resultaba imposible imaginar a mi padre sin trabajo. Despedido, había dejado su trabajo sin honor alguno, por la puerta trasera. Contra todo lo previsto, había fracasado. Además, me resultaba imposible imaginar cómo mi madre podría soportar su presencia constante en casa. Vivir con mi padre se había convertido en un lento aprendizaje sobre la soledad. Y justo cuando mi madre se había habituado a estar sola, tenía que renunciar a ello.

Los dejé allí y me fui a mi habitación para depositar mis maletas. Tuve la impresión de entrar en un lugar a la vez extraño y familiar. Me recordó mi oficina parisina. Solo la cama me decía que mi cuarto seguía allí. En las estanterías había archivadores alineados y cajas con etiquetas en las que se leía: «coche», «facturas» o incluso «jubilación» y que habían reemplazado a mis números de
Geo
y a mis libros de viaje. El azul de la pared se había convertido en un beis anónimo, un color que mi padre prefirió denominar como «cáscara de huevo», sin duda para reflejar así que aquello era un nuevo principio para él. Para terminar, una imponente mesa metálica cuya parte superior estaba recubierta con un motivo que imitaba las vetas del roble, ocupaba el viejo lugar de mi mesa de estudio. Durante mucho tiempo mi habitación había sido la única que se había librado del color marrón. Solo unas semanas le habían bastado a mi padre para colonizar ese espacio.

La cena fue triste. Mis padres estaban contentos de verme y lo manifestaban manteniendo una conversación banal en la que se podía leer el deseo de engañar su angustia ante lo que acababa de acontecer. A pesar de que se la había descrito al detalle por teléfono, no dejaron de hacerme preguntas sobre mi vida parisina.

Intercambiamos los regalos al día siguiente por la mañana. Un sobre me esperaba a los pies del abeto. Contenía unos formularios con mi nombre impreso. En lo alto de la primera página se leía «contrato de seguro de vida».

—Tu padre y yo lo suscribimos a tu nombre en septiembre. Nos dijimos que debías comenzar a preparar tu jubilación desde hoy.

—Es el mejor producto del mercado —precisó mi padre—. Puedes creerme. Llevo treinta años en esto.

—Hemos asegurado tus primeros ingresos y teníamos la intención de continuar durante tu primer año, pero comprenderás que con la situación de tu padre nos hemos visto obligados a reducir los gastos. Deberás encargarte tú de hacer los siguientes ingresos.

—Solo son ciento sesenta euros al mes. No es muy caro, y cualquier día te verás con un pequeño capital o una renta, como prefieras. El contrato contempla las dos opciones. Solo tienes que notificarlo a través de un correo certificado con acuse de recibo con al menos un mes de antelación a la fecha en la que decidas poner fin a los ingresos y por ende hacer valer tu derecho de recibir el rédito de tus sacrificios. Por supuesto que si algún día te sucediera algo, los beneficiarios que hubieras designado heredarían los derechos contemplados en el contrato. Por ahora tus beneficiaras somos tu madre y yo, pero cuando estés casado y tengas hijos podrás modificar estas disposiciones.

En solo unas palabras mi padre acababa de describirme los próximos cuarenta años de mi existencia. Como si él mismo hubiera escrito cada capítulo. El matrimonio, los hijos y un buen día, un pequeño capital o una renta como plan de jubilación. Todavía no había cumplido los treinta años y no veía sentido a sacrificar el diez por ciento de mi salario todos los meses, pero les agradecí su regalo y les aseguré que haría buen uso de ese seguro de vida.

Les di mis regalos. Mi padre abrió el paquete en el que había una corbata, accesorio superfluo dado que ya no trabajaba. Sonrió tristemente y me dijo que era una corbata muy bonita, que se la guardaría para mi boda. A mi madre le había comprado Fleur de Rocaille, el perfume que había utilizado en mis juegos infantiles y que mi padre no le regalaba desde hacía años, ya que ahora prefería regalarle, poniendo por delante lo útil a lo bello, nuevos utensilios para la cocina. Mi madre se puso un poco de perfume en el interior de su muñeca y respiró sus efluvios cerrando los ojos. El característico olor del ciprés ligeramente picante me inundó las narinas, pero le faltaba el toque ligeramente cremoso del perfume que yo recordaba. Mi madre me dijo que el fabricante había cambiado la composición para adaptarse a los gustos de hoy en día, cosa que lamenté. A pesar de esa carencia, logré ver mi cara de cuando tenía ocho años reflejada en el espejo del cuarto de baño y eso que el día anterior, mientras me lavaba los dientes, había intentado sin éxito reencontrar los rasgos de ese niño en los del adulto que era ahora. También había mirado dentro del armario en el que guardaba mis cosas desde hacía tanto tiempo. Mis padres las habían sustituido por diferentes medicinas que sin duda debían de utilizar diariamente pues preferían tenerlas allí que en el botiquín.

Mi abuela y mi tío Bertrand se unieron a nosotros en la cena de Nochebuena y su presencia nos alegró un poco. A pesar de su avanzada edad, mi abuela sonreía todo el rato y estaba llena de energía. Cuando se lo comenté, me contestó que era lo único que podía hacer, ya que si no fuera así nadie querría verla.

Mi tío Bertrand se marchó esa misma noche.

Cogí el tren dos días más tarde. Mi abuela hizo una parte del viaje conmigo, hasta Angulema, donde un tren la llevaría hasta Limoges. Cuando me iba, mi padre me dijo que no me preocupara, que se había visto en peores situaciones. Yo no sabía qué situaciones podrían ser peores. Mi madre me besó y me hizo prometerle que los visitaría más a menudo. Cuando el tren arrancó, mi abuela me confesó que cada vez encontraba más aburridos a mis padres.

—Pasan tanto tiempo imaginando lo peor que se les ha olvidado vivir —me dijo—, pero quizá es todo culpa mía. A veces tengo la sensación de que educar a un niño consiste en enseñarle que existen problemas que pueden llegar a resolverse cualquier día con un poco de suerte. ¿Quién sabe cuánto hay de mí en eso que tu padre es ahora?

Una hora más tarde nuestro tren se paró en Angulema. Ayudé a mi abuela a bajar y después la dejé que fuera sola hasta el otro tren. Me volví a subir en el que estaba a punto de salir. Por la ventana vi cómo me sonreía por última vez antes de entrar en el pasaje subterráneo. El tren se puso en marcha y, al cabo de unos minutos, sus palabras sobre mis padres regresaron a mi mente. Volví a ver con mayor intensidad los sucesos de mi infancia. El tiempo no borra nada. Todo lo contrario.

10

Unas semanas más tarde, después de largas negociaciones entre los departamentos, sobre todo con el de personal, al mando de Langlois (la víctima de la protuberancia de cuero y dorados que me había regalado mi madre y que había convertido en cajón para la ropa interior de mi armario), quien veía con malos ojos mi traslado, pues, según él, no se ajustaba a la asignación presupuestaria por contrariar las prioridades que conllevaban los objetivos del ministerio, recibí la carta en la que figuraba mi nuevo destino.

La organización de mi marcha me ocupó la última semana que pasé en la sección. Comencé a redactar una invitación a la atención de todos mis compañeros, una carta simpática en la que dibujé hombrecitos con gorros de fiesta y corchos de champán. Envié ese documento por correo electrónico eligiendo la opción «a todos los usuarios». Marc entró en mi oficina diez segundos más tarde de que hubiera enviado mi mensaje.

— ¿Has invitado a todo el ministerio a tu fiesta de despedida?

Puse un gesto de extrañeza, así que me explicó:

—Estamos conectados a una red que nos une al Quai d'Orsay. Cuando envías un mensaje a todos los usuarios, lo recibe todo el ministerio.

Me quedaba mucha informática que aprender. Tuve que mandar inmediatamente un texto que rectificara ese mensaje tan desgraciado, pero en los segundos que tardé en redactarlo, diecisiete personas, la mayoría desconocidas para mí, habían respondido a la invitación. Entre ellos se encontraba el hombre encargado del servicio de mantenimiento y limpieza con el que había tenido la pelea por el tema de la paloma, que aceptaba mi invitación y me felicitaba por mi nombramiento, y la del señor Langlois, que declinaba secamente y que no me felicitaba. Como supervisor de la gestión de los informes de personal, estaba dotado de una no desdeñable capacidad para molestarse. Yo ya había sido víctima de ella.

Tomar algo es para el mundo laboral lo que los guateques eran en nuestra adolescencia: una ocasión regular, recurrente y segura para olvidar la tristeza y la monotonía del tiempo que transcurre con una lentitud exasperante hasta las próximas vacaciones. Nos brindan un momento de comunión, de empatía en torno a una bebida y una comida inciertas. Un despacho bien organizado debe celebrar uno de estos eventos más o menos cada diez días y para ello vale cualquier motivo: las despedidas, por supuesto, pero también los matrimonios, las comuniones, las adopciones, los bautismos, los cumpleaños, la adquisición de un nuevo coche, las nuevas fotocopiadoras... Todo debe celebrarse. Los objetivos, las cifras, el rendimiento. El mundo laboral es importante. Y tomarse algo no es una excepción.

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