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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (11 page)

BOOK: El frente ruso
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El agregado cultural me presentó. El embajador estaba preocupado, ya que no parecía que nuestra delegación respondiera a las exigencias del Quai d'Orsay.

—Estese tranquilo, Excelencia, tenemos en nuestro haber un arma secreta: Gilbert Gilbert. Debería llegar en unos minutos —le dijo el agregado cultural mientras le enseñaba el reloj.

El embajador torció la cara en una mueca dubitativa y después se dirigió a mí.

—¿Sabe bailar, joven?

Y entonces me imaginé bailando en una discoteca atestada de espejos tratando de coordinar algunos movimientos torpones y desordenados con los ritmos sincopados de la música
dance
.

—En esta frívola carrera que es la nuestra —prosiguió— el saber bailar no es el mejor modo de avanzar, pero es una cualidad necesaria para alcanzar el éxito. Celebro numerosos bailes en mi embajada, pero lamento no contar con un maestro de ceremonias digno de ese nombre.

Dirigió una mirada severa al agregado cultural y este bajó los ojos hasta sus zapatos.

—Si usted poseyera esta cualidad, podría hacer que lo destinaran a Tiflis.

Aquello era para mí una ocasión inesperada.

—Poseo algunas nociones que debo a la obstinación de mi madre: ella quería que fuera capaz de invitar a una mujer a bailar sin tener que limitarme a la música lenta.

—Espero que sepa reconocérselo. Y, ¿sabe usted?, yo ya había adivinado que sabía bailar. Con la cabeza bien alta. Tiene usted la firmeza de hombros propia de los grandes bailarines de salón.

No fui capaz de confesarle el verdadero origen de dicha firmeza.

—Sígame, le voy a presentar a mi esposa. A ella le encanta bailar y se alegrará muchísimo de poder bailar con usted.

Naturalmente, yo no había previsto una situación semejante y el pánico me dominó ante la idea de pisar los pies a la esposa de Su Excelencia. Intenté rememorar las vagas lecciones de pasodoble a fin de adaptarlas al ritmo de tres tiempos del vals. En ese sentido, mi experiencia en la materia se limitaba a la música de un anuncio para postres lácteos cubiertos con nata, los vieneses de Chambourcy. Me angustié. Dudé por un momento si me daba tiempo a huir en aquel marasmo internacional que hervía a nuestro alrededor y dejar al embajador hundirse solo en el camino hacia su dulce y tierna esposa, pero no lo hice y me dije que todo lo más pasaría por un mal bailarín.

Unos minutos más tarde me encontraba frente a la esposa del embajador, esperando los primeros compases del vals, sin saber si se empezaba con el pie izquierdo o con el derecho, pero Gilbert Gilbert vino a mi rescate. Acababa de hacerse dueño de la velada y había hecho su aparición en un apagón sorpresa seguido por las notas de
Ne me quitte pas
. La voz del cantante ascendió y un cono de luz se proyectó en el centro del escenario en el que se encontraba el artista con un traje blanco y el cuello de pedrería. El hombre sabía montar un espectáculo en condiciones. Y aunque a mí me pareció un poco exagerado, a juzgar por el aplauso del público, todo el mundo estaba encantado.

Gilbert Gilbert encadenó sus canciones. Escuchar
Les Champs Élysées
o
A byciclette
en georgiano fue una experiencia interesante, pero no era nada comparado con el final que el cantante había preparado. Como estaba previsto, la última canción del recital tenía que ser
Alexandrie Alexandra
. Antes de lanzarse en la versión exitosa de Claude Frangois, Gilbert Gilbert anunció:

—Queridos amigos, esta noche deseaba que todos ustedes disfrutaran de un final especial y grandioso. Seguramente todos conocéis a Claude Frangois y sus Claudettes. Pues bien, para ustedes, en esta noche especial, por primera vez en el escenario, ¡Gilbert Gilbert y sus Burquettes! Por favor, ¡aplaudan como se merecen estas cuatro jóvenes mesjetis!

Cuatro jóvenes se pusieron bajo la luz. Vestían burkas de lentejuelas con una raja en el lado derecho que les permitía sacar la pierna para facilitar la coreografía. El entusiasmo fue general y todos los asistentes se pusieron a bailar rítmicamente cuando llegó el estribillo:
«Les lumières du phare d'Alexandrie, chantent encore la même melodie, wowow»
, pero aquello no entusiasmó en absoluto a Ilkinur Baratachvili, quien se dirigió enseguida hacia el embajador de Francia para explicarle su desaprobación ante un espectáculo tan ridículo. Este, poseído por el ritmo de la música, bailaba con el comedimiento propio de los hombres de su rango.

—Una degradación semejante del rol de la mujer, relegada a hacer el papel de corista de un cantante con pinta de payaso es inadmisible. Tanto como que la diplomacia francesa desconozca la cultura mesjeti, que a pesar de ser musulmana, jamás ha sido radical. A las mujeres mesjetis no se las obliga a llevar burka. Me quejaré a su gobierno.

Y dicho eso, se dio media vuelta y dejó plantado al embajador. Salió del hotel mientras las notas de
Alexandrie Alexandra
todavía resonaban en el vestíbulo. Y así dejó tras ella a toda la diplomacia bailando una coreografía sincronizada, como si todo el mundo hubiera ensayado durante semanas ese final magistral.

7

Ya que tras la noche mesjeti todavía me quedaban dos días en Georgia, el agregado cultural insistió en llevarme hasta el norte del país, a Osetia, región que, según él, merecía las atenciones de cualquier diplomático francés. Desde la independencia de Georgia, esta región separatista, Osetia, se encontraba bajo el dominio ruso. Solo Nicaragua había reconocido su autonomía. El gobierno de Tiflis jamás le había impuesto ningún tipo de autoridad.

—¿No es peligroso ir por allí? —pregunté.

— Sí. Esa es la razón por la que los georgianos apenas manifiestan su deseo de ocupar ese territorio. A pesar de que se sepa que Francia apoya al gobierno georgiano, nosotros no corremos ningún riesgo: vamos en misión diplomática.

Temí confesar a mi colega que prefería quedarme en Tifus. Yo había previsto visitar hasta los barrios más pequeños de la capital georgiana para recorrer todos y cada uno de los mercados y encontrar así la primera pieza de mi colección de antigüedades. No veía qué podía merecer tanta atención en Osetia si nunca había sido objeto de un reportaje en Geo. Tampoco le confesé que esas cuarenta y ocho horas que iba a pasar en Georgia, terminada mi misión, se me descontaban de mis vacaciones y que no había previsto el tener que utilizarlas en temas profesionales. Intenté disuadirlo invocando de nuevo el peligro que suponía ir a esa región devastada por los combates que se escapaba al control de las autoridades georgianas y cuya importancia geográfica y estratégica no justificaba, en mi opinión, semejante despilfarro de energía. Galileo con su tesis de que la Tierra no era el centro del Universo había debido provocar en los representantes de la Iglesia la misma reacción que pude ver en la cara del agregado cultural.

—¿Y usted cree verdaderamente que los rusos pondrían en su contra a toda la comunidad internacional por una región sin valor estratégico? ¿No se da cuenta de que más allá de Osetia se juega la legitimidad de las autoridades georgianas en las regiones separatistas del norte, entre las que se encuentra, vergüenza me da tener que recordárselo, Abjasia, cuyo territorio, al dar al mar Negro, posee una importancia económica de enorme magnitud?

En efecto, jamás había considerado esa cuestión bajo un ángulo tan amplio, pero no podía confesárselo a mi colega.

—No me tome en serio, solo estaba bromeando. Por supuesto que conozco la importancia de la cuestión osera. No me tome por uno de esos diplomáticos mundanos, como aquellos con los que estuvimos ayer y que siempre que se les menta esta región preguntan: «¿Dónde está Osetia?» —dije subrayando mis palabras con una risita.

Una vez estuvo tranquilo, nos pusimos en marcha. Mi programa turístico se ceñía a la visita oficial, ya que el agregado de la embajada deseaba que a raíz de esta expedición me convirtiera en su portavoz ante el Quai d'Orsay.

Tsjinval, la capital de Osetia, se encontraba a unos cincuenta kilómetros de Tiflis. Solo hacía falta una media jornada, eso creía yo, para ir y volver, pero no contaba con el desastroso estado de las carreteras georgianas, que mostraban a las claras las secuelas del conflicto armado. La palabra
bache
no tenía ningún sentido allí: aquello eran verdaderas barricadas. El eslalon entre agujeros y asfalto levantado por el paso de vehículos blindados multiplicaba la distancia por dos y el tiempo que se tardaba en recorrerlo por diez. Si hubiera querido dejarme tiempo para memorizar el lugar en el que se encontraba cada árbol que bordeaba el camino, mi colega no habría podido conducir más lentamente. Después de tres horas de viaje y cuando ya estábamos a punto de llegar, mi colega giró hacia un pequeño camino de tierra que nos alejaba de la vía principal que dirigía hacia Tsjinval. En efecto, el agregado me respondió que nuestra misión no nos impedía hacer un poco de turismo. A tres kilómetros de distancia, conocía una capilla pequeña y muy bonita que había escapado a la destrucción de la era soviética. Me explicó que los edificios religiosos habían servido para diferentes cosas durante aquellos años, desde almacén hasta polideportivo pasando por garaje para coches. Que esa capilla existiera era como un milagro.

El edificio era minúsculo y se parecía más al boceto de un alumno de arquitectura que a un edificio religioso. No medía más de seis o siete metros de largo. Un campanario en forma de aguja coronaba el techo. No entendía, aparte del encuadre campestre en el que se encontraba y que me recordaba al Lemosín de mis abuelos, por qué esa capilla podría tener interés alguno. La contemplamos en silencio. Mi colega me dejaba apreciar la belleza de semejante joya.

— ¿No es formidable? —me preguntó por fin.

—Magnífica —contesté prudentemente, esperando que me precisara por qué tanta admiración.

—Sí, así es. La alianza perfecta de las tres corrientes de arquitectura que conforman la cristiandad. El orden bizantino —dijo él mientras señalaba un vano—. Aquí el pórtico románico. Y, por supuesto, la aguja, modesta pero completamente gótica. Sin duda uno de los primeros ejemplos de este estilo.

Por mi parte yo no veía más que una construcción heteróclita y ruinosa.

—¿Se van a tomar medidas para salvar el edificio? —le pregunté, intentando parecer interesado.

—Desgraciadamente, a nadie parece importarle el devenir de esta capilla, pero se trata de un edificio que se construyó durante las últimas cruzadas, ya que si observa encima del pórtico, podrá ver...

Nunca supe lo que mi colega quería mostrarme pues de la parte posterior surgieron cinco soldados con kalashnikovs al hombro. La sangre se me heló en las venas. Hasta entonces esa frase que tantas veces había leído en las novelas de terror me había parecido excesiva, pero frente a los porteadores de aquellos fusiles de asalto me di cuenta de que no tenía nada de fantástico. Recuperé la capacidad del habla y le dije al agregado cultural:

—La hemos fastidiado. Son chechenos. Vienen a hacernos prisioneros.

—Pero ¿de qué habla? ¿Qué quiere que los chechenos vengan a hacer aquí? Es una patrulla de soldados georgianos. ¡Baje de una vez las manos, por favor! Van a terminar pensando que tenemos algo que ocultar.

Hice tal y como me había dicho mientras él recuperaba la calma y emprendía una discusión con el que parecía ser el jefe del escuadrón. Hablaron unos minutos en georgiano. Yo esperaba mientras mi atención iba desde las decoraciones del pórtico hasta su parte inferior, donde había una inscripción latina que no fui capaz de descifrar. Mi latín se limita al recuerdo del curso de introducción que nos impartieron en la escuela. Como no encontré nunca la utilidad de las declinaciones de esa lengua muerta, mi imaginación se dirigía hacia los árboles del patio. Los rosa rosae rosam rosae... resonaban en mis orejas como una nana cuya melodía se acompasara con los movimientos de las hojas, todo lo cual se convertía en un trampolín perfecto para mis ensoñaciones. ¿Era aquella frase grabada en la piedra lo que el agregado había querido enseñarme? No tuve la oportunidad de preguntárselo ya que apenas hubo terminado la conversación con el militar, me pidió que regresáramos sin tardanza a nuestro vehículo. Columnas de blindados rusos circulaban por la campiña osera, me informó él, y la armada georgiana se encargaba de evacuar a los civiles de la zona en la que nos encontrábamos. Me di cuenta entonces de que gracias a aquella capilla olvidada no nos habíamos encontrado en medio de los carros de combate del ejército ruso. Estuve a punto de recuperar la fe.

El viaje de vuelta fue más largo todavía. Al estado desastroso de la ruta había que añadir los puntos de control que el ejército había establecido: a pesar de la matrícula diplomática que nos dispensaba de las verificaciones de identidad, tuvimos que esperar todas las colas que se formaron ante cada uno de los controles. El día llegaba a su fin cuando alcanzamos nuestro destino. El agregado cultural insistió en disculparse. Tenía la convicción de que había estropeado por completo la jornada, lo que no era del todo cierto, ya que esa aventura me había permitido enriquecer mis conocimientos sobre la geoestrategia local. Nuestro interminable retorno se había convertido, en efecto, en una larga lección magistral sobre política exterior. El Cáucaso, del Daguestán a Ingusetia pasando por Azerbaiyán ya no tenían secretos para mí. Conocía todos los asuntos importantes, todas las trampas, las tensiones, los conflictos que habían tenido lugar en el pasado e incluso aquellos que tendrían lugar en el futuro. Cuando bajé del coche, me hice la promesa de no pedir jamás que me destinaran a aquella región. La estabilidad de los países nórdicos me parecía una mejor opción.

—Le voy a enseñar una de mis cafeterías preferidas de Tiflis. Allí podemos beber tranquilos y subirnos la moral después de este fiasco. Es un lugar muy sofisticado en el que sirven unos cócteles fabulosos. Se lo aseguro. Tiene una clientela selecta. No hay riesgo de que nos encontremos con nadie que pueda importunarnos. ¡Yo invito! Sí, sí, insisto.

Así que me vi instalado en un inmenso sofá de terciopelo rojo en un salón con las paredes forradas de tela de color púrpura.

—Le aconsejo que pida un margarita. Lo sirven sobre cubitos de hielo, así que uno tiene que beberlo rápidamente —precisó él mientras me guiñaba el ojo.

Tras dejar nuestras bebidas sobre la mesa, el camarero regresó para rallar un cristal de sal sobre nuestras copas.

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