Los muros de la fortaleza estaban llenos de arqueros y lanceros de las defensas interiores. La tempestad de flechas no hizo vacilar a los guerreros mudos Nacidos del Caldero. Cada dardo encontró su blanco, pero los enemigos siguieron avanzando sin pausa deteniéndose sólo para arrancar las flechas de su carne que no sangraba. Sus rasgos no mostraban dolor o ira, y ningún grito humano o alarido de triunfo salió de sus labios. Habían venido de Annuvin viajando como si hubieran surgido de la tumba. Su única tarea era traer la muerte, y estaban dispuestos a llevarla a cabo de una manera tan implacable y desprovista de piedad como sus rostros sin vida.
Las embestidas del ariete hicieron que las puertas de Caer Dathyl gimieran y temblaran. Las inmensas bisagras empezaron a aflojarse, y los ecos de cada golpe del ariete vibraron por toda la fortaleza. Las puertas se astillaron, y la primera brecha se abrió como una herida en la madera. Los Nacidos del Caldero volvieron a prepararse para lanzar el ariete hacia adelante. Las puertas de Caer Dathyl se derrumbaron hacia dentro. Los Hijos de Don habían quedado atrapados entre las filas de los guerreros de Pryderi y luchaban en vano por volver a la fortaleza. Taran, impotente, sollozó de furia y desesperación al ver cómo los Nacidos del Caldero avanzaban dejando atrás las puertas destrozadas.
Y entonces el Gran Rey Math se alzó ante ellos. Llevaba el atuendo de la Casa Real ceñido con eslabones de oro, y la Corona Dorada de Don relucía en su frente. Una capa de la más fina lana blanca colgaba de sus hombros y envolvía su cuerpo como si fuese una prenda funeraria. Su anciana mano llena de arrugas estaba extendida hacia adelante y sostenía una espada desenvainada.
Los guerreros que no podían morir llegados de Annuvin se detuvieron como ante el débil agitarse de un recuerdo confuso, pero el momento pasó enseguida y siguieron avanzando. El campo de batalla había quedado totalmente silencioso, e incluso los hombres de Pryderi se habían sumido en un silencio impresionado. El Gran Rey no retrocedió ante el avance de los Nacidos del Caldero, y sus ojos no se apartaron de los suyos mientras alzaba desafiantemente su espada. Math permaneció inmóvil, la imagen del orgullo y la antigua majestad hecha carne. El primero de los pálidos guerreros llegó hasta él. El Gran Rey aferró la espada reluciente con sus frágiles manos y la hizo descender en un mandoble hacia abajo.
La espada del guerrero lo desvió, y el Nacido del Caldero lanzó un golpe terrible. El rey Math se tambaleó y puso una rodilla en tierra. La masa de guerreros mudos se lanzó hacia adelante moviendo sus armas en un torbellino de estocadas y mandobles. Taran se tapó el rostro con las manos y apartó la cabeza llorando mientras Math, Hijo de Mathonwy, caía al suelo y las botas con suela de hierro de los Nacidos del Caldero seguían moviéndose en su implacable marcha pasando sobre su cuerpo sin vida. Un instante después las prolongadas y temblorosas notas de un cuerno de caza surgieron de las oscuras colinas y crearon ecos entre las cañadas y picachos, y una sombra pareció deslizarse en el cielo por encima de la fortaleza.
Los hombres de Pryderi entraron en tropel por las puertas destrozadas siguiendo a los Nacidos del Caldero mientras oleadas de atacantes empujaban a los restos del ejército de Gwydion hacia las alturas dispersándolo entre las cañadas llenas de nieve. El retumbar de nuevos truenos llegó de Caer Dathyl cuando el ariete de los Nacidos del Caldero fue vuelto en contra de las murallas para derribarlas. Las llamas se elevaron por encima de la Gran Sala y la Sala del Saber, y el estandarte del halcón carmesí fue izado en la Torre Central.
A su lado, tapando el sol agonizante, se alzaba el estandarte negro de Arawn, Señor de Annuvin.
Caer Dathyl había caído.
La noche fue una orgía de destrucción, y al amanecer Caer Dathyl se había convertido en un montón de ruinas. Los fuegos humeaban allí donde habían estado los espaciosos salones. Las espadas y las hachas de los Nacidos del Caldero habían derribado el bosquecillo de chopos que se había alzado junto a los túmulos conmemorativos. La luz del amanecer hacía que los muros medio derruidos parecieran estar manchados de sangre.
El ejército de Pryderi les había negado incluso el derecho a enterrar a los muertos, y había empujado a los defensores hasta las colinas al este de Caer Dathyl. Fue allí, en la confusión de un campamento improvisado, donde los compañeros volvieron a encontrarse los unos a los otros. El fiel Gurgi seguía llevando el estandarte de la Cerda Blanca, aunque el astil había quedado roto y el emblema había sido acuchillado hasta dejarlo casi irreconocible. Llyan, con Fflewddur a su lado, estaba acurrucada bajo la escasa protección que ofrecía un afloramiento de rocas; su cola se movía nerviosamente de un lado a otro, y sus ojos amarillos aún ardían con el fuego de la ira. Hevydd el Herrero había encendido una hoguera, y Taran, Eilonwy y Coll intentaron calentarse con las ascuas. Llasar había sobrevivido a la batalla a pesar de las muchas heridas sufridas; pero el enemigo había infligido crueles pérdidas a los hombres de Coll. Entre los que yacían silenciosos para siempre en el suelo pisoteado del campo de batalla estaba Llonio, Hijo de Llonwen.
Uno de los escasos supervivientes que habían logrado escapar de las defensas interiores de la fortaleza era Glew. Un guerrero de Don le había encontrado perdido y confuso fuera de las murallas, se había apiadado de él y le había llevado al campamento. El antiguo gigante se mostró patéticamente alegre al reunirse con los compañeros, aunque aún estaba tan aterrorizado y tembloroso que sólo consiguió balbucear unas cuantas palabras. Glew se acurrucó delante del fuego con una capa desgarrada sobre los hombros y apoyó la cabeza en sus manos.
Gwydion estaba solo. Sus ojos llevaban mucho tiempo sin apartarse de la columna de humo negro que manchaba el cielo por encima de las ruinas de Caer Dathyl, hasta que por fin acabó apartando la mirada de ella y ordenó a todos los que habían sobrevivido al día que se congregaran. Taliesin se reunió con ellos, cogió el arpa de Fflewddur y entonó un lamento por los muertos. La voz del Primer Bardo se alzó entre los pinos impregnada por una profunda pena, pero se trataba de una pena en la que no había desesperación, y aunque las notas del arpa soportaban el peso del llanto que contenían también encerraban las límpidas melodías de la vida y la esperanza.
Taliesin alzó la cabeza cuando la canción se hubo desvanecido en el silencio y habló en voz baja.
—Cada piedra rota de Caer Dathyl será un monumento al honor, y todo el valle será un lugar de reposo para Math, Hijo de Mathonwy, y para todos nuestros muertos. Pero aún vive un Gran Rey. Le honro, así como honro a todos los que están a su lado.
Se volvió hacia Gwydion y le hizo una gran reverencia. Los guerreros desenvainaron sus espadas y gritaron el nombre del nuevo rey de Prydain.
Después Gwydion llamó a los compañeros para que se acercaran a él.
—Nos encontramos únicamente para separarnos —dijo—. La victoria de Pryderi sólo nos da una elección y una esperanza. Ya se han enviado mensajeros para que lleven la noticia de nuestra derrota al rey Smoit y su ejército y a los señores del norte, pero no podemos correr el riesgo de esperar su ayuda. Lo que debemos hacer tiene que hacerse ahora. Ni siquiera una hueste de guerreros diez veces más numerosa que la de Pryderi puede enfrentarse a los Nacidos del Caldero, pues un ejército tras otro puede ser lanzado contra ellos sin que se consiga otra cosa que engrosar las filas de los muertos.
»Y, sin embargo, aquí está la semilla de nuestra esperanza —siguió diciendo Gwydion—. Que se recuerde, Arawn jamás había hecho salir de Annuvin a un contingente tan grande de los guerreros que no pueden morir. Ha corrido el mayor de los riesgos para obtener el mayor de los premios, y ha triunfado; pero su triunfo también se ha convertido en su momento de máxima debilidad. Sin los Nacidos del Caldero para defender sus fronteras Annuvin se encuentra expuesta al ataque. Así pues, debemos atacar.
—¿Entonces creéis que Annuvin se halla indefensa? —se apresuró a preguntar Taran—. ¿Es que Arawn no tiene otros servidores aparte de los Nacidos del Caldero?
—Seguramente contará con guerreros mortales, y quizá con una fuerza de Cazadores —replicó Gwydion—, pero si los Nacidos del Caldero no llegan a Annuvin a tiempo de ayudarles disponemos de las tropas necesarias para vencerles.
El rostro de Gwydion estaba tan duro e impasible como la piedra.
—No deben llegar a Annuvin. Su poder va menguando cuanto más tiempo pasen fuera del reino del Señor de la Muerte, por lo que es preciso obstaculizarles, retrasarles y desviarles de cada camino que intenten seguir.
Coll asintió.
—Cierto, es nuestra única esperanza —dijo—. Y tiene que hacerse deprisa, pues ahora pretenderán volver lo más rápido posible con su amo. Pero ¿podremos alcanzarles en cuanto se hayan puesto en marcha? ¿Seremos capaces de hostigarles y, al mismo tiempo, preparar nuestro ataque contra Annuvin?
—No si viajamos como un solo ejército —replicó Gwydion—. Tenemos que separarnos formando dos grupos. El primero y más pequeño recibirá todos los caballos de los que sea posible prescindir, y se apresurará a perseguir a los Nacidos del Caldero. El segundo marchará hacia el valle de Kynvael y seguirá el curso de su río en dirección noroeste hasta llegar a la costa. El camino es fácil, y avanzando a marchas forzadas se puede llegar al mar en no más de dos días.
»El mar debe ayudar a nuestra empresa —siguió diciendo Gwydion—, pues a Pryderi le resultaría muy fácil impedir que nuestro ejército avanzara por tierra. —Se volvió hacia Taran—, Math, Hijo de Mathonwy, te habló de los navíos que transportaron a los Hijos de Don cuando abandonaron la Tierra del Verano. Esos navíos no fueron abandonados. Aún están en condiciones de navegar, y se los ha mantenido preparados por si llegaba el día en el que fueran necesarios. Un pueblo fiel los vigila en una ensenada oculta cerca del estuario del río Kynvael. Nos llevarán hasta la costa oeste de Prydain, y nos dejarán muy cerca de los bastiones de la misma Annuvin.
»Sólo dos hombres saben dónde se encuentra esa ensenada —añadió Gwydion—. Uno era Math, Hijo de Mathonwy. El otro soy yo. No tengo más elección que encabezar la marcha hacia el mar. En cuanto al otro viaje, ¿aceptarás ponerte al frente de quienes lo emprendan? —preguntó volviéndose hacia Taran.
Taran alzó la cabeza.
—Os serviré en todo lo que me ordenéis.
—No te estoy ordenando que hagas esto —dijo Gwydion—. No ordeno a ningún hombre que emprenda semejante tarea en contra de su voluntad, y todos los que te sigan deben hacerlo voluntariamente.
—Entonces es mi voluntad hacerlo —preguntó Taran.
Los compañeros murmuraron su asentimiento.
—Los navíos de los Hijos de Don son veloces —dijo Gwydion—. Lo único que te pido es que retrases a los Nacidos del Caldero haciéndoles perder un poco de tiempo…, pero todo depende de ese pequeño retraso.
—Si fracaso, ¿cómo os avisaré? —preguntó Taran—. Si los guerreros del Caldero llegan a Annuvin antes que vos vuestro plan no podrá tener éxito y tendréis que retiraros.
Gwydion meneó la cabeza.
—No puede haber ninguna retirada, pues ya no queda otra esperanza. Si alguno de los dos fracasa todos moriremos.
Llassar, Hevydd y todos los supervivientes de los Commots decidieron seguir a Taran.. Los guerreros de Fflewddur Fflam que habían sobrevivido a la batalla se unieron a ellos, y los dos grupos formaron el contingente principal de la tropa de Taran. Para gran sorpresa de los compañeros Glew decidió acompañarles.
El antiguo gigante ya se había repuesto de su terror, al menos lo suficiente para recuperar su malhumor y susceptibilidad habituales. También había recuperado todo su apetito, y exigía comida en grandes cantidades de la bolsa de cuero de Gurgi.
—Ya estoy harto de que se me lleve de un lado a otro agarrado del pescuezo —dijo Glew lamiéndose los dedos—, y ahora he de escoger entre que se me haga subir a un navío o que se me meta entre una manada de caballos. Muy bien, en ese caso escojo la última opción porque por lo menos no resultará tan húmeda y salada; pero os aseguro que cuando era un gigante habría rechazado las dos.
Fflewddur fulminó con la mirada al antiguo gigante, e hizo una seña a Taran para que se alejaran y pudiesen hablar sin que les oyera.
—Parece que además de todos los infortunios que han llovido sobre nuestras cabezas también estamos condenados a soportar la presencia de esa comadreja gimoteante a cada paso que damos; y sigo teniendo el presentimiento de que en algún rincón de esa mente mezquina se oculta la esperanza de sacar provecho de todo esto…, de hacerse un nido cómodo y lleno de plumas, como te dije hace algún tiempo. —El bardo meneó la cabeza y lanzó una mirada apenada a Taran—. Pero ¿queda algún nido que llenar de plumas? Ya no hay ningún lugar seguro en el que Glew pueda esconder su cabeza.
Gurgi había atado el estandarte de la Cerda Blanca a un nuevo astil, pero el maltrecho emblema le hizo lanzar un suspiro melancólico.
—¡Pobre cerdita! —exclamó—. ¡Ahora nadie puede verla porque ha sido desgarrada y desmenuzada!
—Te prometo que bordaré otro emblema —dijo Eilonwy—. Tan pronto como…
Se interrumpió de repente y no dijo nada más, y se apresuró a subir a la grupa de Lluagor. Taran captó la mirada llena de preocupación que le lanzó. Temía que la princesa de Llyr tendría que esperar mucho tiempo antes de que sus manos pudieran volver a trabajar con una aguja de bordar; y aunque se lo callaba, en lo más hondo de su corazón se agazapaba el temor de que ninguno de ellos volviera a ver Caer Dallben, pues era muy posible que la muerte fuera el único premio que les aguardase al final de aquella terrible carrera.
Los guerreros armados con lanzas y espadas ya habían montado y estaban preparados para emprender la marcha. Los compañeros se despidieron de Gwydion e iniciaron su viaje a través de las colinas avanzando hacia el oeste.
Coll opinaba que los Nacidos del Caldero volverían a Annuvin siguiendo el camino más corto y con menos desvíos. Llasar cabalgaba al lado de Taran al frente de la columna que avanzaba serpenteando por las alturas cubiertas de nieve. La habilidad del joven pastor les facilitaba el avance, y Llassar supo guiarles rápidamente hacia las planicies manteniéndoles ocultos al ejército de Pryderi, que ya había empezado a retirarse del valle que se extendía alrededor de Caer Dathyl.