El guerrero de Gor (16 page)

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Authors: John Norman

BOOK: El guerrero de Gor
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Debí de haber lanzado un grito de alegría, pues Marlenus me tapó rápidamente la boca con su mano.

No volvió a preguntarme si deseaba que me matara, y se marchó.

Sentí un tirón doloroso cuando ambos tarns levantaron el vuelo. Durante un instante me balanceé libremente entre las dos aves. Cuando hubimos alcanzado una altura de aproximadamente cien metros, los dos jinetes de acuerdo con una señal previamente convenida, a saber, el silbido agudo de un silbato de tarn, comenzaron a guiar a sus animales en direcciones opuestas. Un dolor repentino pareció destrozar mi cuerpo y creo que grité sin proponérmelo. Las aves siguieron su curso, tratando de separarse. De vez en cuando, cejaban en su empeño y las sogas se aflojaban. Escuchaba las maldiciones de los tarnsmanes que se encontraban por encima de mí y distinguí en dos ocasiones las chispas de los aguijones de tarn. A continuación las aves retomaron su curso y volví a sentir un dolor insoportable.

De repente, resonó un ruido áspero y advertí que se había roto una de las esposas. Sin pensarlo más, traté de soltar la del otro brazo, y cuando el ave volvió a emprender el vuelo, el lazo fue arrancado dolorosamente de mi mano y la soga desapareció en la oscuridad, colgando de cabeza de las sogas del otro tarn. Pasarían algunos instantes hasta que los tarnsmanes se dieran cuenta de lo ocurrido, ya que naturalmente debían suponer en un primer momento que habían despedazado mi cuerpo.

Hice un esfuerzo por elevarme y comencé a trepar por una de las sogas que me conducían hasta la gran ave que se hallaba encima de mí. En pocos segundos alcancé la cincha de la silla de montar y me aferré a los aros que sostenían las armas.

En ese instante el tarnsman me descubrió Y lanzó un grito de rabia. Desenvainó su espada y trató de alcanzarme con ella, pero me deslicé sobre una garra del animal, que de inmediato cambió de rumbo. Momentos después aflojé la cincha de la silla; la montura, a la que estaba sujeto el jinete, se desprendió del lomo del tarn y cayó en la oscuridad insondable que había debajo de mí.

Escuché el grito del tarnsman, un grito que, de pronto, se apagó.

El otro tarnsman debía de haber advertido algo. Yo no tenía ni un segundo que perder. Lo aposté todo a una sola carta, busqué a tientas las riendas del tarn y finalmente logré agarrar la correa de cuero que rodeaba el cuello del animal. La presión de mi mano repentinamente dirigida hacia abajo tuvo el efecto deseado. El ave creyó que yo había tirado de la cuarta rienda y de inmediato comenzó a descender. Al cabo de unos instantes volví a pisar tierra firme; me encontraba sobre una áspera meseta. Un resplandor rojo apareció por encima de las montañas y me di cuenta que estaba amaneciendo. Las articulaciones de mis pies seguían encadenadas al tarn y solté las sogas precipitadamente.

El primer resplandor matinal me permitió descubrir a cierta distancia lo que estaba buscando: la silla y el cuerpo destrozado del tarnsman. Me alejé del tarn, corrí hacia donde se encontraba la silla y me apoderé de la ballesta, advirtiendo con alegría que estaba intacta. También la aljaba especialmente preparada estaba llena. Tendí el arma y coloqué un proyectil. Escuché por encima de mí al otro tarn. Cuando el jinete descendió para atacarme, descubrió demasiado tarde mi ballesta. El proyectil lo alcanzó y el guerrero se desplomó en la silla.

El tarn, mi negro gigante de Ko-ro-ba, aterrizó y se acercó majestuosamente. Lo esperé con cierta inquietud, hasta que apoyó su cabeza confiadamente sobre mi hombro y extendió el cuello. Amistosamente le saqué un puñado de piojos de entre las plumas y los coloqué sobre su lengua como si se tratara de golosinas. Luego le acaricié afectuosamente la pata, trepé a la silla, arrojé al suelo al jinete muerto y me sujeté a la montura.

Me sentí magníficamente bien. Contaba nuevamente con armas y con mi tarn, y además con un aguijón de tarn y con una montura completa. Me elevé a las alturas, sin pensar en Ko-ro-ba o en la Piedra del Hogar. Con gran optimismo dejé que mi tarn se elevara por encima de la Cordillera Voltai y tomé el rumbo de Ar.

15. EN EL RECINTO DE MINTAR

Ar, si bien todavía estaba sitiada, seguía invicta y presentaba un espectáculo grandioso. Sus maravillosos cilindros relucientes se alzaban orgullosos detrás de las blanquísimas fortificaciones de mármol; sus dos muros, el primero de los cuales tenía una altura de cien metros y el segundo, a veinte metros del anterior, alcanzaba los ciento treinta metros, eran tan anchos que se los podía recorrer con seis carromatos de tharlariones, uno al lado del otro. A intervalos de cincuenta metros se alzaban torres elevadas. Encima de la ciudad, de los muros a los cilindros, y entre éstos, pude ver el reflejo del sol sobre alambres de tarn que se balanceaban, millares y millares de finos hilos de metal que se extendían sobre la ciudad a la manera de una red protectora. Era prácticamente imposible conducir un tarn a través de esa red, ya que los alambres seccionarían las alas del animal.

En la ciudad, los Iniciados que poco después de la huida de Marlenus habían subido al poder seguramente ya habían echado mano de las provisiones que se reservaban para las épocas de sitio y administraban los numerosos graneros. Con un racionamiento eficaz una ciudad como Ar podría soportar un sitio a lo largo de toda una generación.

Los ejércitos de Pa-Kur se habían reunido fuera de los muros y se aprestaban para la lucha bajo las indicaciones de los mejores expertos sitiadores de Gor. A una distancia de unos centenares de metros de los muros, fuera del alcance de las ballestas, millares de esclavos cavaban un inmenso foso. Cuando éste estuviera terminado debería tener un ancho de quince a veinte metros y una profundidad de casi veinticinco. En el borde posterior del hoyo, con la tierra removida, se iba levantando un gran baluarte. En lo alto de ese baluarte se encontraban numerosos agujeros que, detrás de escudos móviles de madera, se proponían albergar a arqueros y piezas de artillería.

Entre ese foso y los muros de la ciudad se habían colocado, en la oscuridad, millares de estacas afiladas, inclinadas hacia la ciudad. Algunas de esas trampas mortales estaban disimuladas o colocadas dentro de hoyos. Detrás del gran foso se extendía, a algunos centenares de metros de distancia, un foso más pequeño, de unos cinco metros de ancho por cinco de profundidad, también provisto de un baluarte. Sobre éste se alzaba una empalizada de troncos afilados en la punta. En esa empalizada se abría, cada cincuenta metros, un portón de madera: accesos a las innumerables carpas del ejército sitiador.

Aquí y allá se construían torres sitiadoras entre las carpas. Podían verse nueve de esas construcciones. Era inimaginable que pudieran sobrepasar los muros de Ar, pero con sus arietes de asalto quizá podrían causar daños a menor altura. Las crestas de los muros serían atacadas por tarnsmanes. Cuando llegara el momento del asalto, se tenderían puentes encima de los fosos; sobre esos puentes avanzarían las hordas de Pa-Kur. Armas livianas, sobre todo catapultas, serían transportadas por encima de los fosos por equipos de tarnsmanes armados.

Un aspecto del sitio debía de ocultarse a mi vista: el violento duelo de los túneles cavados por ambas partes. Probablemente ya se habrían comenzado a cavar numerosos pasajes subterráneos, en los cuales, sin duda, se librarían algunos de los combates más violentos del sitio. Si se observaban los cimientos de los poderosos muros de la ciudad, parecía improbable que pudieran llegar a derrumbarse por la existencia de túneles; pero, era posible que alguno de ellos llegara sin que los sitiados lo advirtieran hasta la ciudad; a través de él podría pasar un destacamento de guerreros valientes que, quizá, podría situarse detrás de las filas de los defensores y, desde allí, atacar la puerta principal.

Entonces noté una circunstancia que me produjo cierta confusión. Pa-Kur había descuidado la protección de su retaguardia y no había construido un tercer foso. Yo veía a proveedores y mercaderes que entraban al campamento y salían de él sin ningún impedimento. Pensé que, seguramente, Pa-Kur no tenía nada que temer y por ello no quería que sus esclavos y prisioneros perdieran el tiempo en un trabajo inútil. A pesar de ello, me pareció que cometía un error, aunque sólo fuera desde el punto de vista de las reglas de la práctica del sitio de una ciudad.

Aterricé con mi tarn a una distancia prudente del campamento, a unos ocho o diez pasang de la ciudad. No me sorprendió el hecho de que nadie me detuviera; la arrogancia de Pa-Kur era tan grande que no había centinelas que controlaran el acceso a la ciudad de las carpas. Entré en el campamento como quien entra a una feria. No tenía planes precisos, pero estaba decidido a encontrar a Talena y huir con ella, o a morir en el intento.

Detuve a una joven esclava que pasaba presurosa y le pregunté por el camino que me conduciría al campamento del comerciante Mintar; estaba segura de que habría acompañado de vuelta a las hordas al núcleo de las tierras de Ar. La muchacha escupió en la mano las monedas que llevaba en la boca y me dio la información requerida.

Me había cubierto con un casco que le había quitado al guerrero en las Voltai, y me acerqué nerviosamente al campamento de Mintar. A la entrada había una enorme jaula de alambre, un corral de tarns. Le arrojé un discotarn de plata al guardián y le ordené que se ocupara de mi ave.

Sigilosamente me deslicé alrededor del campamento que, a la manera de muchos campamentos de mercaderes, se hallaba separado del principal por un cerco de ramas entrelazadas. Sobre las instalaciones se extendía una red de tarn que emitía un resplandor plateado, como si se tratara de una ciudad sitiada. El campamento de Mintar tenía una extensión de varios acres; se trataba del campamento de mercaderes más grande.

Miré con precaución a mi alrededor, trepé el cerco y me deslicé hasta el suelo entre algunos tharlariones. Los pesados animales de tiro apenas levantaron la cabeza, mientras me abría paso entre ellos y me acercaba cautelosamente al interior del corral.

Tuve suerte, ya que nadie me vio cuando salté por encima del cerco; me hallaba sobre un sendero que tenía aspecto de ser muy transitado, entre las carpas que servían de vivienda. Normalmente todo campamento de mercader bien organizado se halla dispuesto en forma geométrica, y noche tras noche las carpas están en la misma posición relativa. Los diferentes grupos forman círculos concéntricos: las carpas de los guardianes, el círculo exterior, seguidas por las viviendas de los artesanos, cocheros, supervisores y esclavos; el centro naturalmente le estaba reservado al comerciante, a sus mercaderías y a su guardia personal.

Teniendo en cuenta todo esto, había elegido el lugar adecuado para saltar el cerco; me proponía llegar hasta la carpa de Kazrak, que se hallaba en el círculo exterior, en las proximidades de los corrales de los tharlariones. Mis reflexiones resultaron acertadas, e instantes después me deslizaba dentro de su carpa. Dejé caer sobre su bolsa de dormir mi anillo con el signo de Cabot.

La hora siguiente, mientras esperaba la llegada de Kazrak, me pareció interminable. Por fin, la figura cansada del guerrero se perfiló mientras se agachaba para entrar en la carpa. Llevaba el casco en la mano. Esperé silenciosamente en la sombra. Dejó caer su casco sobre la bolsa de dormir y comenzó a quitarse la espada. Yo seguía callado, ya que mientras portara un arma no podía descartarse la posibilidad de que me atacara en el primer instante de sorpresa. Vi cómo Kazrak removía el fuego y advertí un cálido sentimiento de amistad que brotaba dentro de mí, al distinguir sus rasgos a la luz de las llamas. Encendió la pequeña lámpara de la carpa y se dio la vuelta; al hacerlo descubrió el anillo.

—¡Por los Reyes Sacerdotes! —exclamó.

Corrí a través de la carpa y le tapé la boca con mi mano. Forcejeamos durante un instante.

—¡Kazrak! —exclamé y aparté la mano. Me abrazó y me apretó fuertemente contra su pecho. Vi lágrimas en sus ojos.

—Te busqué —dijo—. Durante dos días cabalgué a lo largo de las orillas del Vosk. Hubiera cortado tus ataduras.

—Eso está prohibido —dije riendo.

—Y aunque así fuera —respondió—, igualmente lo hubiera hecho.

—Estamos juntos otra vez —dije simplemente.

—Encontré el armazón de madera —siguió Kazrak— a medio pasang de distancia del Vosk. Te di por muerto.

El buen hombre lloraba y tuve ganas de llorar con él. Amistosamente le agarré del hombro y lo sacudí. De su baúl, que se encontraba junto a la bolsa de dormir, saqué una botella de Ka-la-na, tomé un buen trago y le puse la botella en la mano. Bebió el resto y se limpió la barba.

—Estamos juntos otra vez, Tarl de Bristol, mi hermano de espada.

Kazrak y yo nos sentamos y le relaté mis aventuras. Sacudió la cabeza:

—El destino te favorece —dijo—. Los Reyes Sacerdotes te han elegido para llevar a cabo grandes empresas.

—La vida es corta —respondí—. Hablemos de otras cosas.

En ese instante se abrió la entrada de la carpa de Kazrak y yo me oculté entre las sombras.

El hombre que entró era uno de los palafreneros de Mintar: el que conducía los animales que arrastraban la litera del mercader.

—¿Podrían Kazrak y su huésped, Tarl de Bristol, hacer el favor de acompañarme a la carpa de Mintar, de la Casta de los Mercaderes? —preguntó.

Kazrak y yo nos quedamos mudos, pero nos levantamos y seguimos al hombre. Había oscurecido, y como tenía cubierta mi cabeza con el casco, no corría peligro de ser reconocido por un observador casual. Antes de abandonar la carpa coloqué en mi bolso el anillo de metal rojo. Hasta entonces había llevado la alhaja abiertamente, pero en ese momento consideré que convenía ser más prudente.

La carpa de Mintar era redonda y muy grande, un palacio hecho de telas de seda. En la entrada pasamos junto a los guardianes. En el medio del gran espacio interior, dos hombres se hallaban sentados sobre almohadones, delante de una pequeña fogata, con un tablero en medio de los dos. Uno era Mintar, de la Casta de los Mercaderes, cuyo cuerpo descansaba sobre las almohadas como si fuera un saco de harina. El otro, un ser gigantesco, se hallaba envuelto en los harapos de un leproso, pero los llevaba como un rey. Estaba sentado sobre los almohadones con las piernas cruzadas y la cabeza bien erguida, en la posición de un guerrero. Lo reconocí de inmediato. Era Marlenus.

—No interrumpáis el juego —ordenó Marlenus.

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