Read El guerrero de Gor Online
Authors: John Norman
Quizá fue esa risa salvaje la que llamó la atención del tarn. Lo vi venir, con el sol a sus espaldas; sus garras afiladas, a semejanza de ganchos, se cerraron alrededor de mi cuerpo y me llevaron a las alturas junto con el armazón de madera. De repente me sentí flotando en el aire, y las cadenas, que no habían sido hechas para semejante peso, se rompieron, el armazón se soltó, y el tarn ascendió hacia el cielo con un grito de triunfo.
Todavía me quedaban unos minutos de vida; la pausa breve de la que también gozan los ratones, mientras el halcón los lleva a su nido. Sobre alguna roca desnuda, bien arriba en las montañas, mi cuerpo sería despedazado. El tarn, un tarn marrón con cresta negra, se dirigía hacia un punto lejano, difuso, que debía de ser una montaña. El Vosk se convirtió en una ancha cinta resplandeciente en el horizonte.
Allí abajo, muy lejos de mí, podía verse que la franja devastada ya mostraba manchas verdes en ciertos lugares, donde la naturaleza volvía a imponerse. Por lo que veía, no nos acercábamos al gran camino que conducía hacia el Vosk. Allí hubiéramos podido ver las hordas guerreras de Pa-Kur, que marchaban en largas hileras hacia Ar, innumerables jinetes montados sobre tharlariones, tropas de tarns, carretas con provisiones y animales de carga. Con sumo cuidado, abría y cerraba las manos y movía los pies tratando de que volviera a circular la sangre. El tarn volaba tranquilamente. Yo estaba agradecido por haberme liberado finalmente del doloroso armazón, y enfrentaba casi con serenidad la muerte rápida que me esperaba.
Pero de repente mi tarn se apresuró y comenzó a revolotear nerviosamente de un lado a otro. Estaba huyendo de algo. Pude darme la vuelta, a pesar de hallarme sujeto por sus garras, y mi corazón dio un vuelco. Los pelos se me erizaron cuando percibí el grito salvaje de ataque de un segundo tarn; se trataba de un animal enorme, tan negro como el casco de Pa-Kur, cuyas alas batían el aire; despiadadamente el atacante se nos iba acercando. Mi ave hizo un movimiento inseguro para eludirlo, y las grandes garras del otro tarn pasaron rozando, sin causarle daño. De inmediato atacó por segunda vez, y mi tarn volvió a hacerse a un lado, pero el agresor había previsto esa maniobra y el resultado fue que ambos chocaron en el aire.
En ese instante terrorífico noté cómo las terribles garras penetraban dentro del pecho de mi animal que, a su vez, abrió las suyas. Comencé a caer. Todavía pude vislumbrar que mi tarn se precipitaba hacia abajo y que el agresor se volvía hacia mí. Mientras caía me di la vuelta, con un grito de terror en la garganta y, horrorizado, vi como me iba acercando al suelo. Pero no era mi destino alcanzarlo, ya que el tarn agresor voló por debajo de mí y me agarró con su pico, de la misma manera que una gaviota podría agarrar un pescado. El pico encorvado se cerró alrededor de mi cuerpo y una vez más me convertí en la presa de un tarn.
Muy pronto el veloz agresor había alcanzado sus montañas, una cadena de peñascos rojizos que se alzaban empinados hacia las alturas. Desde un borde de la roca iluminada por el sol, el tarn me dejó caer en su nido y colocó su garra fortalecida por el acero sobre mi cuerpo, con el fin de que su gran pico pudiera llevar a cabo tranquilamente su tarea. Cuando la punta del pico descendía amenazadoramente logré levantar una pierna y empujar hacia atrás la cabeza del animal con un fuerte puntapié. Al mismo tiempo lancé una violenta maldición.
El sonido de mi voz tuvo un efecto inesperado sobre el animal. En actitud interrogante inclinó la cabeza hacia un costado. Volví a gritarle. Y debí de haber estado medio loco de hambre y de miedo, pues tan sólo entonces me di cuenta de que ese tarn era mí propio tarn. Le di una orden con voz clara y firme y aparté la garra recubierta de acero de mi pecho. El tarn retrocedió: evidentemente no sabía qué hacer. Permanecí en la zona de peligro, le palmeé cariñosamente el pico, como si nos encontráramos en un corral de tarns y deslicé la mano entre las plumas de su nuca, una zona que el tarn no puede asearse cuando trata de encontrar parásitos. De entre sus plumas saqué algunos piojos del tamaño de canicas, se los puse en el pico y se los pasé por la lengua. Repetí varias veces ese gesto y el tarn inclinó la cabeza hacia adelante. Ya no tenía silla ni riendas, que sin lugar a dudas se habían caído. Después de algunos instantes, el tarn extendió las alas satisfecho y levantó el vuelo para continuar la búsqueda de alimentos. Evidentemente yo ya no pertenecía al ámbito de lo que consideraba comestible. Era obvio que esa opinión podía modificarse rápidamente, en particular si el animal no encontraba alimento. Lancé una maldición por haber perdido el aguijón de tarn entre las arenas movedizas del bosque pantanoso. Busqué una bajada en el promontorio rocoso, pero los peñascos, hacia arriba y hacia abajo, eran demasiado escarpados.
De repente vi una gran sombra encima de mí… Mi tarn había regresado. Levanté la vista y pude comprobar, asustado, que se trataba de otro animal, de un tarn salvaje. Aterrizó sobre el peñasco y abrió el pico.
Precipitadamente miré a mi alrededor en busca de un arma y apenas pude dar crédito a mis ojos cuando en el ramaje del nido distinguí los restos de mi silla de montar. Saqué la lanza del ristre de la silla y me di la vuelta. El animal me había dado un instante de ventaja. Cuando pasé al ataque mi arma ancha penetró profundamente en su pecho. Sus patas cedieron y cayó al suelo con las alas desplegadas. Estaba muerto. Retiré el arma y, utilizándola como palanca, hice rodar el cuerpo aún caliente a las profundidades.
Luego regresé al nido y salvé lo que pude de entre los restos de la silla. El arco y la ballesta faltaban. También el escudo había desaparecido. Con la punta de la lanza abrí la alforja: tal como esperaba contenía la Piedra del Hogar de Ar. Era un objeto poco llamativo, pequeño, plano, de un color marrón apagado. Grabada toscamente sobre ella podía leerse una letra en goreano arcaico.
Impacientemente coloqué la Piedra a un lado. Mucho más importante para mí era lo que quedaba del contenido de la alforja, es decir, mis provisiones destinadas para el vuelo de regreso a Ko-ro-ba. En primer lugar abrí una de las dos botellas de agua y tomé una ración de carne seca. Y allí arriba, en un promontorio rocoso sacudido por los vientos, me alimenté con una comida que me satisfizo más que cualquier otra comida anterior, a pesar de que sólo consistía en algunos tragos de agua, galletas viejas y un trozo de carne seca.
Vacié completamente el bolso y tuve la satisfacción de encontrar viejos mapas y el instrumento que sirve a los goreanos tanto de brújula como de cronómetro. Según lo que yo podía determinar, de acuerdo con el mapa y mis recuerdos, me encontraba en la Cordillera Voltai, en ocasiones llamados también Montañas Rojas, al sur del río y al este de Ar. Esto significaba que, aun sin darme cuenta, había atravesado el gran camino, pero no sabía si lo había hecho hacia delante o hacia atrás de las hordas guerreras de Pa-Kur.
Saqué de mi bolso los cordones y cuerdas de repuesto, que me servirían para reparar la silla y las riendas. Era una lástima que no hubiera llevado conmigo, en la alforja, un aguijón de tarn de repuesto; también me hubiera venido muy bien un segundo silbato de tarn. El mío se había perdido al arrojarme Talena del lomo de mi tarn poco después de la huida.
Yo no sabía si el ave se dejaría guiar sin el aguijón de tarn. En mis vuelos anteriores la había aplicado en contadas ocasiones, menos de lo que se recomienda en general, pero siempre la había tenido a mi disposición para un caso de necesidad. Ahora ya no contaba con ella. Controlar el ave durante cierto tiempo dependía de que su caza hubiera sido fructífera y, seguramente también, de cómo hubiera repercutido en el animal el súbito goce de libertad. Podía matar al tarn con mi lanza, pero con eso no solucionaba mi problema de cómo abandonar esa meseta rocosa. No tenía ningunas ganas de morirme de hambre allí arriba en esa soledad.
En las horas que siguieron arreglé de la mejor manera posible la rienda y la silla con los cordones que había encontrado. Cuando mi enorme cabalgadura volvió a posarse sobre el promontorio rocoso, había concluido mi tarea y hasta había llegado a guardar los diversos objetos en la alforja, inclusive la Piedra del Hogar de Ar, aquel trozo de roca insignificante que había influido tanto sobre mi destino.
En las garras del tarn colgaba un antílope muerto; el cuello y la cabeza colgaban laxamente y oscilaban en una y otra dirección. Después que el tarn devoró su presa me acerqué al animal y le hablé familiarmente, como si eso fuera lo más natural. Dejé que el ave le echara un vistazo a los arreos y los sujeté luego con movimientos serenos a su cuello emplumado. A continuación arrojé la silla sobre su lomo y me arrastré debajo de su vientre para ajustar la cincha. Finalmente ascendí tranquilamente por la escala que acababa de reparar, la enrollé y la sujeté a un lado de la silla. Durante un instante permanecí inmóvil, sentado y luego, con un movimiento decidido, tiré de la primera rienda. Respiré aliviado cuando el negro monstruo alado levantó el vuelo.
Tomé rumbo hacia Ko-ro-ba. En mi alforja llevaba el trofeo, que entretanto se había vuelto inútil, por lo menos para mí. Ya hacía tiempo que ese trofeo había cumplido su cometido. Su desaparición había hecho tambalear un imperio y había asegurado, al menos por algún tiempo, la independencia de Ko-ro-ba y sus hostiles ciudades hermanas. Y sin embargo mi victoria, si es que puede llamársela así, no me deparaba ninguna alegría. Había perdido a la mujer que amaba, a pesar de su crueldad y desagradecimiento.
Dejé ascender al tarn, hasta que pude abarcar con la vista un territorio de unos doscientos pasang. Muy a lo lejos podía reconocer una franja plateada, que debía corresponder al gran Vosk; delante de él se veía el límite entre la planicie cubierta de pasto y la franja devastada. Dominaba con la vista una parte de la Cordillera Voltai; descubrí en el sur el reflejo de la luz crepuscular sobre las torres de Ar y observé en el norte, en las proximidades del Vosk, el brillo de innumerables fogatas. Era el campamento nocturno de Pa-Kur.
Cuando tiré de la segunda rienda para dirigir al tarn hacia Ko-ro-ba, descubrí algo inesperado, directamente debajo de mí. Me sentí desconcertado. Al abrigo de las ásperas rocas de la Cordillera Voltai, solamente reconocibles desde lo alto, distinguí cuatro o cinco pequeñas fogatas, como se encuentran quizás en el campamento de una patrulla en las montañas o encendidas por un pequeño grupo de cazadores que van tras la ágil cabra goreana de los montes o el peligroso larl, una fiera semejante al leopardo, de un color marrón amarillento que a menudo se encuentra en las montañas goreanas. Este monstruo en posición vertical alcanza una altura de dos metros, y se lo teme por sus ocasionales incursiones en las llanuras civilizadas. Impulsado por la curiosidad, hice descender al tarn; me pareció improbable que en ese momento una patrulla de Ar se encontrara en la Cordillera Voltai, y ni qué hablar de un grupo de cazadores.
Al acercarme se confirmaron mis sospechas. Quizá los hombres del misterioso campamento escucharon el batir de las alas del tarn, quizá durante una fracción de segundo pudo verse mi silueta delante de una de las tres lunas goreanas, lo cierto es que las fogatas desaparecieron de repente tras una lluvia de chispas y las cenizas ardientes, fueron extintas de inmediato. Quizá se trataba de forajidos, quizá de desertores del ejército de Ar. Podrían ser muchos los que buscaran su seguridad en las montañas. Mi curiosidad estaba satisfecha y sentí pocos deseos de aterrizar allí abajo en la oscuridad, donde fácilmente podía alcanzarme una flecha, disparada desde cualquier dirección; tiré, pues, de la primera rienda y me apresté a regresar a Ko-ro-ba, de donde había partido hacía algunos días, hacía una eternidad.
Cuando el tarn ascendió a las alturas, escuché el terrible e inquietante grito de caza del larl. Mi tarn pareció estremecerse en su vuelo. El grito encontró respuesta y poco después se escuchó un tercer eco desde otro lugar a cierta distancia. Cuando el larl sale sólo de caza se mueve en silencio y no emite ningún sonido hasta que aúlla repentinamente, en el momento anterior al ataque, con lo cual se propone paralizar a la víctima. Pero esa noche toda una horda de larls había salido a cazar y los gritos tenían la finalidad de hacer huir a la presa —que generalmente se compone de varios animales— hacia el lugar donde reinaba el silencio. Allí, por lo general, aguardaba el resto de la manada.
Las tres lunas brillaban con luz clara, y en el exótico caos de luz y sombra entreví a uno de los larls que trotaba en silencio; su cuerpo casi parecía blanco a la luz de la luna. El monstruo se detuvo, alzó husmeando la ancha cabeza y volvió a emitir un grito de caza, que de inmediato encontró respuesta en el oeste y sudoeste. De pronto, volvió a detenerse y paró sus orejas puntiagudas. Pensé que quizás había escuchado a mi tarn, pero no se preocupó por nosotros.
Hice descender a mi ave describiendo grandes círculos sin perder de vista al larl. La cola del animal comenzó a golpear fastidiada hacia un lado y otro. Luego el larl se agachó y salió corriendo.
Por lo visto allí abajo ocurría algo desacostumbrado. Algún animal parecía intentar romper el cerco del larl, que no estaba dispuesto, de ninguna manera, a que se le escapara una sola presa, a pesar de que se arriesgaba de ese modo a que se rompiera el cerco de las fieras cazadoras. El larl, aun en manada, sigue siendo siempre un cazador solitario.
Con horror, distinguí de repente la presa: se trataba de un ser humano que se movía con rapidez sorprendente en el terreno desnivelado. Desconcertado, observé que llevaba los harapos amarillos de un leproso que sufre de Dar-Kosis, aquella enfermedad goreana contagiosa e incurable.
Sin pensarlo más tomé mi lanza, tiré precipitadamente de la cuarta rienda y logré de ese modo un descenso abrupto. El pájaro se posó entre el hombre enfermo y el larl que se le iba acercando.
No me atreví a arrojar mi lanza desde la silla segura pero oscilante del tarn; antes bien salté al suelo. Momentos después el larl emitió su grito de caza y pasó al ataque. El espanto que sentí al escuchar ese grito salvaje me produjo un reflejo incontrolable que me paralizó. Pero tan rápidamente como había llegado, la paralización desapareció y alcé la lanza para enfrentar el ataque del larl. Quizá mi repentina aparición lo desorientó o hizo vacilar sus instintos, porque debió de proferir su grito asesino antes de tiempo, de manera que pude volver a controlar los músculos y los nervios. Cuando la enorme fiera, todavía a una distancia de cinco metros, dio un gran salto, mi lanza ya estaba colocada en el suelo como una pica. La punta desapareció en el pecho peludo del larl y el asta comenzó a hundirse en él, ya que el peso del animal la hacía penetrar más profundamente en su cuerpo. Salté a un lado y, al hacerlo, apenas pude escapar de las convulsiones de las peligrosas patas delanteras. El asta de la lanza se quebró y el monstruo cayó al suelo. Emitía gritos salvajes y penetrantes, mientras trataba de liberarse del pequeño objeto puntiagudo que lo atormentaba. Con un estremecimiento, la gran cabeza rodó finalmente hacia un costado y los ojos se cerraron, hasta que sólo se vio un tajo lechoso de muerte entre los párpados.