Read El guerrero de Gor Online
Authors: John Norman
Mintar estaba absorto; sus ojos pequeños se dirigían a los cuadrados rojos y amarillos del tablero. También Marlenus volvió a concentrarse en él juego. Los ojos de Mintar relampaguearon brevemente y su gruesa mano se demoró un instante, titubeando sobre una de las piezas del juego, un Tarnsman. Tocó la figura, lo que le comprometía a moverla. A esto siguió un breve cambio de piezas, casi una reacción en cadena, durante la cual ninguno de los dos hombres pareció reflexionar mucho. Un Primer Tarnsman venció a un Primer tarnsman, un Segundo Luchador de Lanza eliminó al Primer Tarnsman, la Ciudad venció al Luchador de Lanza, un Asesino se apoderó de la Ciudad, el Asesino fue víctima del Segundo Tarnsman, éste fue eliminado por un Esclavo con Lanza y este último, a su vez, por otro Esclavo con Lanza.
Mintar se reclinó sobre los almohadones:
—Tomaste la Ciudad —dijo— pero no la Piedra del Hogar —sus ojos centellearon—. La perdí para poder apoderarme del Esclavo con Lanza. Terminemos el juego. El Esclavo con Lanza me otorga el punto necesario, un punto pequeño, pero decisivo.
Marlenus sonrió ferozmente. Con un gesto imperioso envió a su Ubar al claro que se había formado por la última jugada de Mintar; el Ubar protegía ahora la Piedra del Hogar.
Mintar se inclinó irónicamente:
—Una debilidad de mi juego —dijo—. Siempre presto demasiada atención a la ganancia, no importa cuán pequeña sea.
Marlenus nos miró a Kazrak y a mí:
—Mintar —dijo— me enseña a tener paciencia. Es por lo general un experto en cuanto a la defensa.
—Y Marlenus en cuanto al ataque —respondió Mintar sonriendo.
—Un juego absorbente —dijo Marlenus y señaló el tablero. Yo utilicé al Asesino para tomar la Ciudad, luego el Asesino fue eliminado por un Tarnsman… una combinación poco ortodoxa, pero interesante…
—Y el Tarnsman a su vez es eliminado por un Esclavo con Lanza —comenté.
—En efecto —dijo Marlenus sacudiendo la cabeza—, y de este modo soy yo quien vence.
—Y Pa-Kur —dije— es el Asesino.
—Sí —prosiguió Marlenus— y Ar la Ciudad.
—¿Y yo soy el Tarnsman? —pregunté.
—Sí —dijo Marlenus.
—¿Y quién es el Esclavo con Lanza?
—¿Acaso importa? —preguntó Marlenus—. Tomó a varios Esclavos con Lanza y los dejó caer uno tras otro sobre el tablero. Cualquiera de ellos sirve.
—Cuando los Asesinos tomen la Ciudad —dije— , el dominio de los Iniciados habrá llegado a su fin y la horda se dispersará con el botín y dejará en la ciudad una guarnición para ocuparla.
Mintar se movió con cierta inquietud sobre su cojín:
—El joven tarnsman juega bien —dijo.
—Y —proseguí— cuando caiga Pa-Kur las tropas de ocupación se pelearán entre sí y puede producirse una revolución…
—Bajo la conducción de un Ubar —dijo Marlenus asintiendo, y examinó la pieza que tenía en su mano: era un Ubar. La dejó caer sobre el tablero, dispersando de este modo las demás piezas— ¡Bajo la conducción de un Ubar! —repitió.
—¿Estás dispuesto a entregar la ciudad a Pa-Kur? —pregunté— ¿Permitirás que sus hordas se apoderen de los cilindros, saqueen y destruyan la ciudad, maten o esclavicen a sus habitantes?
Los ojos de Marlenus centellearon. —No —dijo—. Pero Ar caerá. Los Iniciados sólo saben murmurar plegarias y organizar los detalles de sus inútiles ceremonias de sacrificio. Ambicionan el poder político, pero no entienden nada al respecto, no lo saben manejar. No soportarán durante largo tiempo un sitio bien organizado. No pueden defender la ciudad.
—¿Pero no podrías entrar tú en la ciudad y tomar el poder? Podrías devolver la Piedra del Hogar y reunir un séquito a tu alrededor.
—Sí —dijo Marlenus—. Podría devolverle la Piedra del Hogar a la ciudad y pronto contaría nuevamente con partidarios. Pero no serían suficientes. ¿Cuántos seguirían el estandarte de un proscrito? No, primero el poder de los Iniciados debe ser destruido.
—¿Cuentas con un acceso a la ciudad? —pregunté.
Marlenus me miró y me guiñó el ojo:
—Quizá —contestó.
—Entonces te propongo lo siguiente: trata de apoderarte de las Piedras del Hogar de las ciudades dominadas por Ar, que se encuentran en la torre central. Cuando estén en tu poder puedes sembrar la discordia entre las hordas de Pa-Kur, devolviendo las piedras a las delegaciones de las diferentes ciudades, bajo la condición de que se retiren inmediatamente. Si se niegan a hacerlo puedes destruir las Piedras.
—Los soldados de las doce ciudades sometidas —repuso— buscan el botín y a las mujeres de Ar y no sólo sus Piedras.
—Quizás algunos de ellos luchen por su libertad, por el derecho de conservar su Piedra del Hogar —dije—. Seguramente las hordas de Pa-Kur no están compuestas sólo de aventureros y mercenarios.
Advertí el interés del Ubar y proseguí:
—Además, pocos soldados goreanos, a pesar de su posible salvajismo, arriesgarían la destrucción de su Piedra del Hogar, que a fin de cuentas es el símbolo de su patria.
Marlenus frunció el ceño:
—Pero si se pone fin al sitio, el poder seguiría en manos de los Iniciados.
—Y Marlenus no podría reconquistar el trono de Ar —dije—. Pero por lo menos se salvaría la ciudad. ¿Qué es lo que tú más quieres Ubar, tu ciudad o tu título? ¿Te preocupa el bienestar de Ar o sólo tu gloria?
Marlenus se levantó de un salto, se despojó de sus harapos amarillos y desenvainó su espada reluciente:
—¡Un Ubar responde con la espada semejante pregunta!
Yo también había desenvainado mi espada. Durante un largo, terrible instante nos mirarnos fijamente, luego Marlenus retrocedió un paso, lanzó una gran carcajada sonora y envainó la espada:
—Tu plan es bueno —dijo—. Esta noche entraré en la ciudad con mis hombres.
—Y yo os acompañaré —agregué.
—No —replicó Marlenus—. Los hombres de Ar no necesitan la ayuda de un guerrero de Ko-ro-ba.
—Quizás el joven tarnsman podría ocuparse de Talena, la hija de Marlenus —dijo Mintar en voz baja.
—¿Dónde está? —pregunté.
—No lo sabemos con exactitud —respondió Mintar—. Pero se supone que se halla en las carpas de Pa-Kur.
Kazrak habló por primera vez:
—El día que caiga Ar, se casará con Pa-Kur y reinará a su lado. Él abriga la esperanza de que esto inducirá a los sobrevivientes de Ar a reconocerlo como Ubar legítimo. Se proclamará libertador de la ciudad, el hombre que puso fin al despotismo de los Iniciados, y restablecerá el esplendor del imperio.
Mintar movía pensativamente de un lado a otro las figuras sobre el tablero:
—Tal como la situación se presenta actualmente —dijo— la joven carece de importancia, pero sólo los Reyes Sacerdotes pueden prever todas las variaciones posibles. Podría resultar ventajoso eliminar a la muchacha del juego.
Marlenus miraba fijamente el suelo con los puños cerrados:
—Sí —dijo—, tiene que desaparecer, pero no sólo por motivos estratégicos: me ha deshonrado. —Me miró con el ceño fruncido—. Estuvo a solas con un guerrero, se le sometió y ahora le ha prometido a un Asesino que reinaría a su lado.
—Ella no te deshonró —afirmé.
—Se sometió —gruñó Marlenus.
—Sólo para salvar la vida —respondí.
—Y por lo que se dice —dijo Mintar sin levantar la vista —aceptó a Pa-Kur sólo para ofrecerle una oportunidad de supervivencia a cierto tarnsman que ama.
—Como novia habría aportado mil tarns —dijo Marlenus amargamente—. Ahora vale menos que una esclava educada.
—¡Es tu hija! —repuse acaloradamente.
—Si ahora estuviera aquí —dijo Marlenus—, la estrangularía.
—Y yo te mataría —exclamé.
—Bueno —dijo Marlenus sonriendo—, quizá sólo la azotaría y se la entregaría a mis tarnsmanes.
—Y yo te mataría —repetí.
—En verdad —dijo Marlenus—, uno de los dos mataría al otro.
—¿Acaso no la quieres? —pregunté.
Marlenus me miró confundido:
—Soy un Ubar —repuso—. Recogió el manto amarillo, se lo echó encima y ocultó su rostro tras la capucha amarilla de leproso. Antes de irse, me golpeó amistosamente el pecho con su bastón nudoso —Que los Reyes Sacerdotes te acompañen —dijo riéndose.
Marlenus se encorvó y abandonó la carpa, simulando ser un leproso desesperado que con el bastón iba buscando el camino.
Mintar levantó la vista:
—Hasta ahora eres el único hombre que se ha salvado de la muerte de tarn —dijo, y en su voz había algo de veneración—. Quizá sea cierto lo que se cuenta acerca de ti: que eres uno de esos guerreros que se traen a Gor sólo una vez cada mil años para modificar el mundo, y son los Reyes Sacerdotes quienes los traen.
—¿Cómo sabías que vendría a tu campamento? —le pregunté.
—Por la muchacha —respondió Mintar. Era una suposición lógica que en primer lugar visitarías en su carpa a Kazrak, tu hermano de espada.
Mintar hurgó en su bolso y sacó un discotarn de oro. Se la arrojó a Kazrak. Supongo que deseas dejar de prestarme servicios —dijo.
—Tengo que hacerlo —respondió Kazrak.
—¿Dónde están las carpas de Pa-Kur? —pregunté.
—Se encuentran en el lugar más alto del campamento, cerca del segundo foso, directamente frente a la gran puerta de la ciudad de Ar. No se te escapará el estandarte negro de la Casta de los Asesinos.
—Muchas gracias —dije—. A pesar de pertenecer a la Casta de los Mercaderes eres un hombre valiente.
—Un comerciante puede ser tan valiente como un guerrero, joven tarnsman —repuso Mintar sonriendo. Casi parecía turbado—. Veámoslo desde este ángulo. Si Marlenus reconquistara la ciudad, ¿acaso Mintar no obtendría todos los monopolios que desee?
—Sí, pero en eso Pa-Kur, seguramente, no seria menos generoso que Marlenus.
—Sería aún más generoso —rectificó Mintar, volviendo a mirar el tablero—, pero desgraciadamente Pa-Kur no interviene en este juego.
Kazrak y yo regresamos a la carpa y hasta el amanecer discutimos acerca de las posibilidades de salvar a Talena. Discurrimos varios planes, pero ninguno parecía tener grandes probabilidades de éxito. Era suicida arriesgar un contacto directo y, sin embargo, me parecía que no había otra salida. Hasta que cayera la ciudad o Pa-Kur modificara sus planes, consideré que Talena estaría relativamente a salvo, pero soportaba apenas imaginarla en las carpas de Pa-Kur y tenía conciencia de que ya no podría controlarme durante largo tiempo. Sin embargo, por el momento prevaleció la reflexión serena de Kazrak.
Los días siguientes permanecí a su lado y esperé que llegara la ocasión apropiada. Teñí de negro mi pelo y conseguí el casco y uniforme de un Asesino. En el costado izquierdo del casco negro sujeté la franja dorada de los mensajeros. Con ese disfraz me movía entre las carpas, observaba el sitio y los movimientos de tropas. De vez en cuando, escalaba una de las torres de sitio que estaba en construcción y contemplaba la ciudad de Ar y las luchas que se libraban entre el primer foso y el muro de fortificación exterior.
A intervalos regulares se oían silbidos de alarma cuando las fuerzas de ataque de la ciudad efectuaban alguna salida. Tales luchas se libraban casi diariamente y finalizaban con resultados diversos. A pesar de ello, no cabía ninguna duda de que la gente de Pa-Kur se encontraba en una posición más favorable. El refuerzo de soldados y de material para Pa-Kur parecía inagotable; además tenía a su disposición una eficiente caballería de tharlariones, un arma de la que carecían por completo los defensores de la ciudad.
A menudo el cielo estaba poblado de tarnsmanes provenientes de Ar o del campamento, que disparaban sobre los soldados que marchaban en hileras apretadas, o que se batían a duelo a algunos centenares de metros de altura. Pero con el pasar del tiempo el ejército de tarnsmanes de la ciudad disminuyó, debió ceder cada vez más a la supremacía de Pa-Kur. Al noveno día de sitio, Pa-Kur había conquistado el predominio aéreo; también cesaron las salidas por tierra por parte de los soldados de la ciudad. No les quedaba ya ninguna esperanza a los sitiados de poner fin al sitio por medio de la lucha. Los moradores de Ar permanecían detrás de sus muros, se escondían debajo de sus redes de tarn y esperaban los ataques, mientras los Iniciados ofrecían sus sacrificios a los Reyes Sacerdotes.
El décimo día de sitio, pequeñas catapultas fueron transportadas por tarns por encima de los fosos y comenzaron de inmediato sus duelos de artillería con armas equivalentes que se encontraban sobre los muros de Ar. Simultáneamente, los esclavos empujaban hacia adelante la hilera de estacas afiladas. Después de un bombardeo de alrededor de cuatro días, que probablemente no tuvo grandes consecuencias, se procedió al primer ataque general.
Algunas horas antes del amanecer las enormes torres sitiadoras se pusieron en movimiento. Estaban rodeadas por placas de acero para resistir el efecto de flechas de fuego y alquitrán ardiente de los defensores. A mediodía se encontraban al alcance de los proyectiles de los arqueros. Al anochecer la primera torre avanzó hasta los muros a la luz de las antorchas. En el curso de una hora, otras tres torres habían llegado a la meta. Alrededor de ellas pululaban los guerreros. Encima de éstos, en el aire, los tarnsmanes se enfrentaban en duelo mortal. En escalas de cuerda, los defensores de la ciudad descendían unos cuarenta metros por los muros para alcanzar las puntas de las torres. A través de pequeñas puertas, los habitantes de la ciudad atacaban asimismo las torres desde abajo, pero eran rechazados por las hordas de Pa-Kur. Desde la parte superior de los muros llovían piedras y otros proyectiles sobre las torres. Dentro de éstas, esclavos sudorosos se inclinaban bajo los látigos de sus supervisores y tiraban con violencia de las cadenas que balanceaban de un lado a otro los poderosos arietes de acero.
Una de las torres sitiadoras fue socavada y cayó hacia un lado, otra fue capturada e incendiada. Pero otras cinco rodaban lentamente hacia los muros de la ciudad. Un grupo de tarnsmanes logró eliminar a varios arqueros de la ciudad que provocaban numerosas bajas. El vigésimo día reinaba gran alegría en el campamento de Pa-Kur, ya que en cierto lugar de la ciudad se habían cortado los alambres de tarn y un destacamento de luchadores de lanza había llegado hasta el depósito principal de agua de Ar y lo había envenenado. Ahora la ciudad vivía esencialmente de una cisterna privada, y se esperaba que el agua y los víveres escasearan pronto, y así los Iniciados, que no habían procedido con mucha habilidad durante el sitio, se verían enfrentados a una población hambrienta y desesperada.