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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (4 page)

BOOK: El hijo del desierto
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La ocurrencia fue muy alabada por los soldados, que aprovecharon la ocasión para mostrar sus látigos mientras reían.

A Sejemjet la escena le pareció cómica, aunque se cuidara de hacer ningún comentario, dadas las circunstancias.

—Había oído muchas historias sobre ellos, pero nunca imaginé que algún día las presenciaría —apuntó alguien con voz queda.

Algunos asintieron cabizbajos, intentando asimilar lo que ya resultaba inevitable. En ese momento, una figura irrumpió en el gran patio con la parafernalia propia de quien se sabe poderoso. Dos funcionarios lo acompañaban, y mientras avanzaba con paso cansino, trataba de colocarse la peluca adecuadamente.

—Es el
sesb neferw
—comentaron en la fila—. Isis nos proteja, ahora nuestro futuro está en sus manos.

El
sesb neferw,
escriba de los reclutas, se sentó a la sombra del pórtico de uno de los extremos del patio para decidir la suerte de aquellos parias. Con gesto displicente dio las órdenes oportunas y se dispuso a levantar acta de tan relevante encuentro. Hoy le habían enviado más gente que de costumbre, y debía darse prisa si quería acabar su trabajo antes de que el calor se hiciera insoportable, aunque él permaneciera en la sombra.

Así, uno a uno, los allí reunidos comenzaron a desfilar ante su presencia para ser registrados en los papiros de la recluta. El nuevo faraón Menjeperre, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, estaba decidido a ensanchar las fronteras de Egipto hasta los confines de la Tierra, y ello traía consigo la necesidad inmediata de soldados de reemplazo, por lo que, de un tiempo a esta parte, los escribas se hallaban desbordados por el trabajo.

—Nombre, edad, oficio... —preguntaba el
sesb neferw
con monotonía antes de dictaminar el destino con el que sentenciaba de por vida al indefenso ciudadano.

No pocos protestaban, aunque enseguida los allí presentes se percataron de que era mejor aceptar lo inevitable a fin de no incomodar al escriba.

—Muy bien —decía éste con tono indiferente—, te asignaremos a la división Amón. Hoy estás de enhorabuena, pues el Horus viviente te ha elegido para mayor gloria del país de Kemet. Siguiente. Tú irás a la división Ra; tú, a las fronteras del sur; tú...

Y así, uno tras otro, los nombres de aquellos condenados a luchar por su país quedaban registrados como si fueran parte de la cosecha de los campos aquel año, o de los impuestos que los inspectores del catastro habían calculado que debían pagarse a los Templos. Tras haber sido convenientemente registrados, los nuevos reclutas se dirigían a uno de los laterales del gran patio donde los barberos les rapaban el pelo y los despiojaban. Éstos solían hacer continuas chanzas de sus víctimas.

—Donde te envían no necesitarás peluca, hermano, y mucho menos conos perfumados —exclamaban entre burlas.

Semejantes comentarios solían producir la hilaridad general ya que, como todos sabían, los conos perfumados acostumbraban a emplearlos las gentes de cierta condición en las fiestas de sociedad, para mantenerse fragantes ante los rigores del, por lo general, riguroso clima.

No obstante era lo de todos los días, las bromas solían subir de tono contagiando a los propios guardias hasta que el escriba, molesto, mandaba poner orden amenazando con una azotaina si no se guardaban las formas.

En esto le llegó el turno al tipo que había proclamado a los cuatro vientos su enfado por lo abusivo de su situación.

—Sapientísimo escriba —se apresuró a decir—. Seguro que tú eres consciente del error que se comete en mi caso.

El
sesh neferw
apenas levantó la vista del papiro en el que garabateaba con su cálamo.

—Tú, que eres un hombre instruido, debes darte cuenta de que soy persona principal, y que en nada me parezco a esta chusma que me acompaña —insistió sin ocultar su enfado.

El escriba suspiró con aire cansino, pues aquello ocurría a diario.

—Dices que eres persona principal —señaló dirigiéndole una breve mirada.

—Así es. Es fácil de comprobar. Todo el mundo me conoce en Tebas; incluso puede que tú hayas oído hablar de mí. —El
sesh neferw
lo observó con curiosidad—. Mi nombre es Benja, aunque todos me llamen Besmosis.

Ahora el escriba le miró boquiabierto.

—Así es, reencarnación sapientísima del divino Thot —continuó aquel individuo que parecía muy satisfecho con el efecto de sus palabras—. «Besmosis. Vinos y licores.»

Ante semejante explicación el patio se llenó de estruendosas carcajadas.

El escriba hizo un gesto de claro disgusto.

—No hagas caso de sus burlas, ¡oh, reencarnación de Imhotep! Son unos ignorantes, incapaces de comprender el alcance de mis palabras. Pero seguro que tú sí has oído hablar de mí.

Durante su dilatada carrera como funcionario, el escriba había oído todo tipo de historias pero ahora apenas podía dar crédito a lo que escuchaba. «Besmosis.» Había que reconocer que aquel individuo tenía imaginación, pues semejante nombre podía ser traducido como nacido de Bes.

—¿Entiendo que el dios Bes tiene alguna relación de parentesco contigo? —preguntó al fin muy serio.

De nuevo el patio se llenó de estruendosas carcajadas, ya que la cosa tenía su gracia.

—No diría yo tanto —contestó Benja—. Pero, sin embargo, no hay duda de que compartimos aficiones y, por ende, objetivos.

El clamor fue ahora tan grande que el escriba se vio obligado a levantar la voz por primera vez para que los guardias impusieran silencio. Éstos, encantados, arrearon unos cuantos zurriagazos sin dejar de reír.

—¿Y cuáles son los objetivos en los que estáis comprometidos? —inquirió el
sesh neferw
con retintín.

—Está claro, noble guardián del
maat.
Mi misión es la de transmitir la alegría del dios por toda la tierra de Egipto para regocijo de nuestros paisanos. Para ello comercio con los mejores vinos del Delta. Nada menos que de Hamet. Seguro que lo conoces. —El funcionario permaneció en silencio—. Gracias a este elixir, nuestros conciudadanos olvidan sus penas, ya que permite que Bes entre en sus corazones para regocijo del dios.

—¡Y para el tuyo! —gritó alguien de entre los presentes.

Otra vez los látigos restallaron para acallar el jolgorio que el comentario trajo consigo.

—Créeme, créeme, ¡oh, sabio entre los sabios! Se ha cometido una gran equivocación. Me sacaron a la fuerza de uno de los establecimientos a los que abastezco y me trajeron hasta aquí de muy mala manera.

—¡Te sacaron borracho como una cuba! —exclamaron con sorna.

—Mentira, mentira —se apresuró a decir Benja, alzando la voz para hacerse oír entre la algarabía general—. Soy una persona respetable —continuó, dirigiéndose al escriba.

—¿Dónde lo encontraron? —preguntó el funcionario con curiosidad.

—Estaba tendido sobre una mesa en El Jardín de Astarté. Fueron necesarios dos hombres para poder traerlo —le contestaron.

El
sesh neferw
asintió en silencio, pues El Jardín de Astarté era un local con muy mala fama, una de las peores casas de la cerveza de la ciudad.

—No le hagas caso. Te aseguro que soy un renombrado comerciante de vinos. Hasta el gobernador del
nomo
ha recibido ánforas de mis productos.

Aquellas palabras hicieron que el escriba frunciera el ceño.

—¿Tienes negocios con el
hery tep
? ¿Crees que es preciso molestarle por un caso como el tuyo?

Benja se quedó lívido, y miró al funcionario con desesperación.

—Ya me has hecho perder demasiado tiempo con tus historias —señaló el escriba mirándole con disgusto—. Ahora debo asignarte un nuevo oficio.

—¡No, no puede ser! —exclamó airado—. Utilizad a los convictos para esto. Vaciad las prisiones.

—Ya lo hemos hecho —le cortó el
sesh neferw
mientras empezaba a garabatear en el papiro—. Ya no queda ni uno en las cárceles.

—¡Pero esto es un atropello! ¡Yo comercio con los vinos de Hamet y también con los de Retenu!

—¿En serio? —contestó jocoso el funcionario—. En ese caso te enviaremos allí.

Al escuchar tales palabras, Benja perdió la cabeza y comenzó a proferir insultos y amenazas a voz en grito. Esto no hizo sino exasperar aún más al
sesh neferw.

—Azotadle con las varas a fin de que vaya tomando conciencia de su nueva situación —ordenó lacónico.

—No, dejadme —gritaba el pobre hombre con desesperación—. Bes bendito, ayúdame.

Aquel juramento levantó algunas risas, aunque enseguida se vieron acalladas por los silbidos de las varas de junco.

Cuando terminaron con el castigo, Benja apenas podía mantenerse en pie.

—Bien —dijo el escriba, satisfecho—. Te mandaré a la división Set, donde aseguran sirven los más valientes. Lleváoslo.

—No, no me llevéis —protestaba quejumbroso mientras lo conducían hacia los barberos.

Después de presenciar aquel espectáculo, los indefensos reclutas decidieron que era mejor plegarse a las circunstancias y no poner objeciones. Sabían que una vez capturados por una leva, nada se podía hacer. Ahora lo más importante era sobrevivir.

—Veréis que no es tan malo como parece —comentó uno de los chiquillos.

Sejemjet, que había observado la escena anterior sin inmutarse, volvió la cabeza hacia él. Era un niño de su misma edad llamado Mini con el que había hecho cierta amistad durante la noche pasada. Al parecer se había presentado por su propio pie, pues su padre era un portaestandarte ya jubilado que estaba encantado de que su hijo continuara la tradición familiar.

—Aquí tendremos una gran familia; con muchos hermanos —señaló Mini—. Ya verás, seremos felices.

Sejemjet volvió a mirar hacia delante sin decir nada. Para él sobraban las palabras, aunque se acordaba de Heka. En aquella hora ella ya sabría dónde se encontraba. La anciana le había vaticinado que sus caminos se separarían sin remisión, y el pequeño se daba cuenta de que su madre adoptiva no haría nada por cambiar su destino.

Cuando le llegó el turno, Ra-Horajty estaba alto en el horizonte. El calor pegaba de firme, y las moscas, siempre combativas, no cesaban en sus pertinaces molestias. El
sesh neferw
hacía un buen rato que había decidido quitarse la molesta peluca y, situado junto a él, un individuo oscuro como el ébano lo abanicaba sin mucho entusiasmo, en un vano intento de paliar la canícula.

—A ver. Nombre, edad, oficio —le preguntó el funcionario con su habitual tono monocorde. Como el chiquillo no contestara, el escriba lo miró con cara de pocos amigos—. Vamos —le animó—. A no mucho tardar el sol empezará a caer y mira todos los que quedan por pasar.

El niño se encogió de hombros.

—Pon lo que mejor te parezca.

El
sesh neferw
lo observó un momento con curiosidad.

—Ya veo —dijo al poco—. Eres otro de los infelices de los que el Estado deberá hacerse cargo. Al menos tendrás un nombre.

El pequeño volvió a encogerse de hombros.

—Mi madre adoptiva me llamaba Sejemjet; y así me conocen todos.

El escriba lo miró sorprendido.

—¿Sejemjet has dicho?

—Así es.

El funcionario río divertido.

—Esto sí que no me lo esperaba —acertó a señalar tras sus carcajadas—. Menudo nombre. ¿De dónde lo has sacado?

—Ya te dije que me lo puso mi madre adoptiva.

—¿Habéis oído eso? —preguntó burlón en tanto miraba a los funcionarios que lo acompañaban. Éstos secundaron el comentario con más risas. El niño los miró azorado—. Bueno —continuó el escriba, recomponiendo su postura—. Hay que reconocer que está bien elegido; y no hay nada como un buen nombre.

Como el niño le mirara sin comprender, el
sesh neferw
decidió continuar.

—Es un nombre magnífico; y de ilustre prosapia. ¡Sejemjet! ¿Sabes? ya nadie se llama así. Mas hubo una época, ya muy lejana, en la que un dios de esta tierra gobernó con ese nombre. Sucedió al gran rey Djoser hace nada menos que mil doscientos
hentis;
muchos años, sin duda. Claro que supongo que es la primera vez que escuchas esta historia, ¿no es así?

El pequeño asintió cabizbajo, y el escriba garabateó unas palabras sobre el papiro mientras sonreía divertido.

—Qué edad crees que tienes, ¿doce, trece años? —preguntó seguidamente.

—Me parece que unos nueve —contestó Sejemjet sin mucha convicción.

El escriba no ocultó su sorpresa.

—¿Nueve? Imposible.

—Más o menos. Eso dice la gente.

—Ahora comprendo —señaló el
sesh neferw
en tanto le miraba de arriba abajo—. Estás muy desarrollado para tu edad, y eres muy robusto. Tu nombre significa «de cuerpo poderoso». Quien te lo puso sabía lo que hacía. En fin —dijo el escriba suspirando—, creo que has venido al sitio adecuado. Sejemjet, el ejército te da la bienvenida.

Durante años Sejemjet recordaría las palabras del escriba de los reclutas, pues serían las únicas amables que volvería a escuchar en mucho tiempo. Los textos antiguos tenían razón:

Se lo llevan cuando es un niño para encerrarlo en un barracón. Propinan a su cuerpo una paliza atroz, y le dan un fuerte golpe en la cabeza. Tiene la cabeza partida por la herida. Lo dejan tumbado y lo azotan como si fuera una tira de papiro. Lo aplastan a golpes. Venga, déjame que te cuente cómo ha de ir a Jaru, y su marcha por las colinas; lleva el pan y el agua encima de los hombros, como si fuera la carga de un burro. Tiene el cuello rígido, como el del asno. La espalda rota. Bebe agua contaminada y solamente en las guardias. Llega al enemigo como un pajarillo con las alas cortadas. Si logra regresar a Egipto, es igual que una ramita a la que se han comido los gusanos. Ha caído enfermo. Se queda paralizado, y lo llevan de vuelta en un burro. Le han robado sus prendas y sus criados lo han abandonado
[2]
. Su nuevo hogar resultó ser justo lo que se esperaba de él, un lugar terrible.

* * *

Cuando Sejemjet fue obligado a incorporarse a filas, hacía casi dos años que un nuevo dios gobernaba el país de las Dos Tierras. Menjeperre, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, se sentaba en el trono de Egipto tras más de veinte años de una insufrible espera que había terminado por generar inevitables odios. Con su llegada al poder, retomaba una política expansionista que ya había apuntado su abuelo apenas cuarenta años atrás, y que él estaba decidido a desarrollar hasta donde los dioses de Egipto le permitieran. La sangre belicosa de su antepasado Tutmosis I corría desbocada por cada
metu
del nuevo rey, que quería hacer olvidar cuanto antes los veintidós años de reinado de su odiada tía y a la vez madrastra, Hatshepsut.

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