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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (8 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Sin embargo, la diosa Heket no era de la misma opinión, y tuvo a bien formar a aquella criatura en el seno materno, insuflándole la vida. «La que hace respirar», nombre con el que era conocida la diosa con cabeza de rana, les regaló una niña preciosa que era la alegría del viejo Ahmose, y su bien más querido. A sus ocho años, Isis era una pequeña encantadora de rasgos tan delicados como el perfume de los campos en los que habitaba.

Mientras saboreaba una oblea de pan con miel, observaba disimuladamente a aquel invitado que despertaba en ella un indudable interés. Poseía un halo misterioso que era capaz de captar en tanto le veía escuchar con atención las viejas historias que contaba su padre. Ella se las sabía de memoria, pero aun así le gustaba oírlas de nuevo de sus labios, pues los ojos de Ahmose se iluminaban al hacerlo.

—Por desgracia, el Horus reencarnado Ajeperenre, justificado entre los dioses, no permaneció lo suficiente entre nosotros y no pudo continuar la política emprendida por su divino padre —se lamentó Ahmose mientras servía pichones asados a su invitado—. En cualquier caso, yo le seguí hasta el lejano sur donde hicimos un gran escarmiento entre la chusma kushita. Mas luego todo acabó. Recuerdo que cuando me otorgó su favor recompensándome, Sejmet ya le había mandado la enfermedad. Tenía la piel cubierta de extrañas pústulas, y murió poco más tarde. Después todos sabemos lo que pasó. Más de veinte años en manos de una reina que perdió todas las fronteras que tanto había costado extender.

—Estoy encantada de que haya sido así —intervino Say, en tanto ofrecía una oblea de pan recién horneado a su invitado—. ¿Te gusta el asado? —le preguntó con una sonrisa.

—Sí, señora. Nunca he probado un plato mejor —se apresuró a contestar Sejemjet.

La mujer le sonrió de nuevo. Según parecía, el muchacho era uno de tantos a los que Hapy, el dios del Nilo, había recogido en sus aguas para ofrecerlos a un mundo que se mostraría hostil con ellos desde el primer momento. A ella le entristecían aquellos casos, aunque al menos el tal Sejemjet se las había arreglado para sobrevivir. El muchacho le agradaba, pues era discreto y poco locuaz, y escuchaba con atención. Claro que para locuacidad ya tenía la de su marido y también la de su hijo, que en eso había salido a su padre. Isis, sin embargo, era muy observadora y no perdía detalle de todo cuanto ocurría.

Toda la cena transcurrió entre campañas, expediciones y asaltos a fortalezas. Ahmose se encontraba eufórico, y ahora que su hijo continuaría su labor se sentía el hombre más feliz de Kemet. Incluso había comprado un ánfora de vino de los oasis para la ocasión. Hecho este que acabó por hacerle soltar la lengua del todo, pues bebió copiosamente.

—Sé que os incorporaréis en breve a los ejércitos del dios, y también que combatiréis a las órdenes del general Djehuty en las tierras de Retenu —señaló convencido mientras bebía de su copa.

A Say aquello no le hacía ninguna gracia. Le habría gustado que Mini se dedicase a otra cosa, pues el oficio de las armas no le parecía lo mejor para su hijo. Sobre todo porque ella hubiera querido tenerlo siempre cerca.

—Deja que disfruten de un poco de paz y olvida tus guerras por un momento —dijo, cansada de tanta batalla.

—La paz y el soldado, sólo juntos en la vejez —apostilló Ahmose con rotundidad.

Say movió la cabeza apesadumbrada ante la inminencia de la partida de su hijo.

—No pongas esa cara, mujer —exclamó el viejo soldado—. Sabías que tarde o temprano llegaría ese día, pues es nuestra obligación dar gracias al dios por su generosidad. ¿Acaso no le debemos cuanto poseemos? —señaló haciendo un gesto con sus manos.

—Un hijo es un precio excesivo; incluso para pagar al dios —dijo ella sin poder reprimirse.

—El chico no es ninguna ofrenda —replicó él, encendido—. El Toro Poderoso le da la oportunidad de continuar la carrera allí donde yo la dejé. No hay mayor honor que luchar por la tierra de Kemet.

—Padre tiene razón —se apresuró a decir Mini—. Siempre quise ser soldado. En mi caso no es ninguna obligación, tú lo sabes, y cuento los días que faltan para incorporarme a filas.

Say apenas pudo reprimir unas lágrimas en tanto terminaba de recoger la mesa.

—Bah, no le hagáis caso —comentó Ahmose en voz baja mientras su mujer se dirigía a la cocina—. Ella hubiera querido que Mini fuese un funcionario adscrito a algún templo, o escriba. Y no lo entiendo, porque al fin y al cabo se casó con un soldado, y todo lo que tenemos es gracias a las armas.

—Bueno, cuando me distinga en el combate cambiará de opinión —señaló Mini sonriente. Aquellas palabras confortaron a Ahmose—. Ya verás, padre, seré un gran arquero. El mejor que hayan visto los tiempos; y Sejemjet, el terror de Retenu.

Ahmose rió satisfecho y aprovechó para beber otro trago de vino.

—¿Por qué aterrorizará a la gente de Retenu? —quiso saber Isis.

Sejemjet observó cómo aquella carita preciosa le miraba con los ojos muy abiertos.

—No hagas caso a tu hermano —dijo abandonando su silencio—. Ya sabes lo exagerado que es.

—¿Exagerado? Ja —repuso Mini al instante—. Deberías verle luchar, padre. Hasta el general Djehuty se quedó boquiabierto.

Ahmose asintió pensativo, mientras murmuraba:

—Escriba, escriba... Es lo que tu madre hubiera deseado que fueras. Los peores enemigos del soldado son los escribas, ¿no lo sabíais? —Ambos amigos pusieron cara de circunstancias—. Así es —afirmó Ahmose con rotundidad—. Dejadme que os hable de ellos.

Pocos días después, el dios convocó a sus tropas en los cuarteles de Egipto para que se dispusieran a seguirle en una nueva campaña. Todo el país era un clamor, pues el Toro Poderoso iniciaba una nueva campaña, la sexta, en la que se aprestaba a extender las fronteras de Kemet hasta los confines de la Tierra, allá donde su abuelo no había podido llegar.

Así, el patio de armas del Cuartel General de Tebas era un hervidero de hombres armados dispuestos, en aquella hora, a ofrecer sus brazos al señor de las Dos Tierras. Por doquier los heraldos se hacían eco de la inminente partida, animando al pueblo a acudir al desfile de despedida que se celebraría ante los ojos del mismísimo faraón.

En una ceremonia pública, los ejércitos fueron reconocidos por los dioses en un acto conocido como «la unción de los soldados». En ella, las divinidades bendijeron a los guerreros de Kemet para que marcharan a la guerra ungidos por las fuerzas protectoras de unos dioses que extendían su manto benefactor sobre aquella tierra desde el principio de los tiempos.

En el día de la comparecencia, nombre con el que también era conocida aquella celebración, las tropas desfilaron ante el Horus reencarnado que, erguido sobre su carro de electro, los impregnaba con los fulgurantes destellos que el sol provocaba con sus rayos al incidir sobre aquel metal divino. Al pasar frente a él, los soldados se llenaban con su luz, y los infinitos dedos de Ra les hacían sentirse tocados por el padre de los dioses. De algún modo él los había elegido en aquella hora, y les daba su bendición públicamente, señalándolos como hijos predilectos.

Cuando Sejemjet pasó frente a la figura del faraón sintió todo esto y también su propia insignificancia dentro de la compleja maquinaria en la que se habían convertido los ejércitos del señor de Kemet. Él apenas representaba nada, mas aun así era capaz de captar el complicado simbolismo que acompañaba cualquier acción en aquella tierra. Allí la magia parecía regir la suerte de todo, incluida la del último soldado.

Aquella misma tarde, Sejemjet embarcó junto a sus compañeros en una de las barcazas atracadas en el puerto fluvial de Tebas. Debido a la magnitud del contingente, había sido necesario incautar todas las naves del
nomo
para que se pudiera transportar a las tropas hasta la ciudad de Menfis. Allí los esperaba el Ejército del Norte, para juntos emprender una nueva campaña contra los pueblos de Retenu; «la chusma asiática», como muchos se referían a ellos.

Ésta sería la primera vez que Sejemjet abandonaba Tebas, para adentrarse en los parajes que se extendían río abajo, en el corazón del país de la Tierra Negra. Hermosos campos que se agolpaban en las orillas, aprisionados por el cercano desierto, en los que estallaba la vida en todas sus formas. Reino de frondosos palmerales jalonados por pequeñas casas de adobe desde las que las gentes los saludaban al pasar, mientras los animales de labranza pacían mansamente después de una ardua jornada de trabajo.

Los últimos rayos del sol creaban un aura ilusoria sobre los cerros que se alzaban al oeste. Éstos se recortaban entre los estertores de un sol que se ponía, cual si fueran murallas que los separaran del reino de la noche, o simplemente del de Osiris, el señor de la eternidad, cuya morada se alza allá donde el sol se oculta. Las palmeras, a su vez, se dibujaban por entre aquel juego de luces pugnando por disputarse el último rayo, como si fueran fantasmas surgidos de un paisaje que avanzaba hacia las sombras. Lucían majestuosas, orgullosas quizá de formar parte de aquella tierra bendecida por los dioses, en la que dejaban su imborrable sello.

El aire se llenaba con los últimos trinos de los pájaros antes de retirarse a descansar, y en la orilla unos niños alborotaban con sus juegos en tanto su madre malhumorada les avisaba para que fueran a cenar. Los sonidos propios de la noche se abrían paso, como siempre había ocurrido, cuando un soldado empezó a cantar, embriagado tal vez por la atmósfera de cuanto le rodeaba. Al punto otros se le unieron, y el ambiente se llenó de hermosas voces cargadas de nostalgia que recitaban estrofas de un famoso poema de amor:

Cuando la abrazo y sus labios se entreabren me siento ebrio

sin haber bebido aún cerveza.
[5]

Los cánticos se extendieron a toda la flota, y el río se hizo eco del sentimiento de aquellos hombres que se aprestaban a servir en tierras lejanas a los dioses de la guerra.

—Muchos no regresarán —dijo Mini a su amigo, como haciéndose cargo de aquella emoción.

Éste se limitó a asentir en tanto acompañaba los cánticos con voz queda:

El amor de mi bella está sobre la otra orilla.

Un brazo del río nos separa.

Cuando las canciones cesaron, era ya noche cerrada. Los hombres se apretujaban tendidos sobre la cubierta para darse calor, apenas al resguardo de sus frazadas y el manto de infinitas estrellas con que la noche los arropaba. Al menos Nut, la diosa que simbolizaba la bóveda celeste, era generosa con ellos al ofrecerles su abrigo y el majestuoso espectáculo que únicamente ella era capaz de otorgar. El silencio se hizo entonces dueño y señor del río, y sólo el rumor de las aguas al deslizarse junto a las embarcaciones hizo tomar conciencia a aquellos hombres del lugar en el que se encontraban, y también de que su viaje hacia el norte no tenía vuelta atrás. En Menfis se les uniría el resto del ejército, y juntos marcharían hacia Canaán, o quién sabe si hasta los confines de la Tierra.

—¿Crees que cada estrella representa el alma de uno de nuestros antepasados? —preguntó Mini al ver que su amigo observaba el cielo estrellado.

—Eso dicen, aunque yo no lo creo —contestó en voz baja—. Si fuera así cada día habría más, y llegaría un momento en el que no cabrían en el cielo.

Aquello dejó pensativo unos instantes a Mini.

—Bueno, no me negarás que en todo caso Nut es una diosa poderosa, pues las ordena y evita que caigan sobre nosotros.

Sejemjet no contestó, pues le gustaba abstraerse mientras observaba el firmamento.

—Ella es un ejemplo del poder de nuestros dioses —insistió Mini a la vez que señalaba el cielo—. Creo que esta noche las invocaré para que nos protejan.

Sejemjet se volvió hacia su amigo y le miró con un rictus extraño.

—No te preocupes, Mini. Nosotros regresaremos a Egipto.

* * *

Mientras pensaba en aquellas palabras, pronunciadas hacía tantos años, Sejemjet notó que los párpados le pesaban. Éstos pugnaban por cerrarse, quizá para abandonarse a aquel sueño contra el que parecía no poder luchar. Su cabeza, incluso, caía una y otra vez sobre su pecho, incapaz de mantenerse erguida. De nada valía permanecer en vigilia cuando los ojos querían dormir y los oídos escuchar los relatos de la noche. Era inútil, así que se tumbó envuelto en su vieja manta junto a su perro. Iu abrió ligeramente uno de sus ojos y luego chasqueó un poco la lengua, complacido de que al fin su amo se tendiera a su lado.

Sejemjet miró una vez más hacia el pequeño fuego y luego se abandonó definitivamente a su sueño. El río, los cánticos de los soldados, Mini... El camino de Montu tocaba a su fin. Llegaban los tiempos en los que Set extendería su ira.

III
EL ELEGIDO DE SET

Con la campaña iniciada en el octavo año de su reinado, Tutmosis III se dispuso a asestar el golpe definitivo contra el príncipe de Kadesh y sus aliados palestinos. Para ello organizó una operación de primera magnitud, digna de los grandes estrategas, en la que combinaba unidades anfibias junto con sus cuerpos de infantería. Así hizo embarcar a parte de su ejército a bordo de sus barcos halcón para navegar hasta el puerto de Ullaza, en el litoral sirio, donde desembarcaron con el faraón al frente y establecieron su campamento.

El resto de las tropas salió de Menfis para dirigirse hacia la fortaleza de Tjaru, en el delta oriental, último baluarte egipcio antes de adentrarse en las tierras de Canaán, donde se abastecieron para proseguir después su viaje a través del Camino de Horus hacia el norte, para unirse al ejército de Tutmosis.

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