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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (47 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Mini le volvió a relatar la historia, y al terminar Ahmose se daba palmadas en los muslos.

—¡Magnífico, soberbio! ¡Qué engaño! ¡Y tú, Sejemjet, ibas en uno de aquellos cestos! —exclamaba el viejo.

—Así es, padre, y Djehuty quedó tan complacido con su comportamiento que acabó por regalarle una espada.

—¿En serio?

—Como te lo cuento, padre. Le dio una
jepesh
que es la envidia de todo el ejército. Ahora llaman a Sejemjet el Jepeshy.

Ahmose miró al joven boquiabierto. Entre las historias que le relataba y los efectos del
shedeh
, sus entendederas se encontraban algo abotargadas.

—¿El general te dio su espada? —pudo preguntar al fin, asombrado.

—Él me hizo ese honor —respondió Sejemjet, que a pesar de los numerosos brindis apenas se llevaba la copa a los labios.

—Say, tenemos un verdadero héroe en casa —señaló el viejo—. Nuestros corazones nunca serán más felices que hoy.

La señora movió la cabeza algo apesadumbrada, pues no le gustaban las historias de soldados y mucho menos ver beber a su marido. Pero aquella noche a éste no había quien lo sujetara, y tampoco se atrevía a llamarle la atención delante de su invitado.

—Dejemos a los soldados descansar de sus batallas. Ocurrieron muy lejos de aquí, y en esta casa reina la paz —intervino Say para acabar de una vez con aquella conversación—. Es hora de pasar a los postres.

Sejemjet no pudo reprimir un gesto de satisfacción al ver lo que les traía la señora.

—¡Galletas
shayt!
—exclamó alborozado—. No hay nada que me guste tanto como las galletas
shayt.

—Y también hay torta de higos con miel. Menudo manjar, madre. No hay en el mundo lugar mejor para comer que la casa de uno. Si supierais cuánto lo he echado de menos.

—Los dulces los ha preparado tu hermana, que tiene muy buena mano para la repostería. Ya es una mujer —dijo Say orgullosa.

—Ya lo creo —corroboró Mini—. Vaya cambio ha dado desde la última vez que la vi. Dentro de poco se casará.

—Tampoco hay que precipitarse y aceptar al primero que venga —replicó Say muy envarada—. Isis está predestinada para un buen partido.

—¡Mamá! —protestó la joven, volviéndose a poner colorada—. Deja de hacer planes sobre mí. Me gustaría elegir por mí misma.

—Tonterías —replicó Say—. Tu bienestar es lo primero, y con lo hermosa que te estás poniendo no conviene entregarte sin pensar bien las cosas, ¿verdad, querido?

—¿Eh?... Ah, sí, amantísima esposa. Como siempre, tienes razón. Es mejor no precipitarse —aseguró, haciendo algún que otro guiño involuntario.

—A lo mejor se puede casar con un alto funcionario —corroboró Mini—. ¿Tú qué opinas, Sejemjet?

Éste se sintió azorado.

—Bueno —dijo, carraspeando—. Estoy convencido de que será como esperáis. A mí me parece muy hermosa y además sus postres son deliciosos. Las galletas son insuperables.

Isis pareció turbarse por aquellas palabras, pero al punto reaccionó.

—Deseo que mi marido vea en mí algo más que una buena cocinera —dijo muy seria.

Todos se quedaron sin habla, sobre todo porque no se esperaban una contestación semejante. Sejemjet la miró unos instantes y luego le sonrió.

—Está claro que Isis ya se ha convertido en toda una mujer. Además, debo felicitarla por tener sus propias ideas sobre lo que le conviene —señaló el joven.

Isis entrecerró los ojos, que se rasgaron un poco más, y clavó su mirada en el guerrero que le sonreía. Aquel corazón se encontraba repleto de cosas que contar, y ella las habría escuchado con gusto durante toda la noche.

Say hizo un gesto imperceptible, y enseguida pidió a su hija que la ayudara a recoger los restos de la cena. Sería mejor dejar a los hombres con sus conversaciones y no continuar hablando del tema. Ella tenía sus planes para con su hija, y eso era lo único que le preocupaba.

* * *

Después de pasar dos días en Madu, Sejemjet regresó a Tebas dispuesto a ver de nuevo a su amada, en quien no paraba de pensar. Antes de embarcarse en la pequeña nave que lo llevaría hasta la cercana capital, el joven decidió contar a su amigo cuanto le ocurría, pues necesitaba descargar en alguien las penas de su corazón. Mini se quedó boquiabierto.

—Ya sabía yo que te pasaba algo —exclamó—. Te has enamorado, y nada menos que de una princesa.

—Shai lo ha dispuesto así,
y
nada puedo hacer por evitarlo.

—Ya lo supongo, aunque convendrás conmigo en que la situación es harto problemática. ¿Y qué piensas hacer?

Sejemjet se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Ser amado por una princesa debe de ser algo único, sin duda. —Continuó Mini—. Pero yo que tú me andaría con cuidado.

—¿Y qué quieres que haga? —le respondió Sejemjet, malhumorado—. No puedo ir contra mis sentimientos.

—La situación no es fácil, desde luego, pero tienes que pensar que con la opinión de la reina en contra no tenéis opción de éxito. Además, debes darte cuenta del lugar que ocupas. Ante ti se abre un futuro lleno de posibilidades. Has hecho lo más difícil. Ahora todo Egipto te conoce. No tires tu fama al río por un amor que se me antoja imposible.

Con estas palabras se habían despedido ambos amigos, y durante el corto trayecto hasta Tebas, Sejemjet no pudo dejar de pensar en ellas. Mini le repetía lo que ya le habían advertido Hor y Heka, pero le resultaba imposible aceptarlo. Simplemente su corazón se negaba a dejar marchar la única luz que había sido capaz de alumbrarlo.

Al desembarcar en el puerto fluvial de Tebas, Sejemjet se encontró con un gran revuelo. La gente se arremolinaba formando un corro, y se escuchaban gritos e insultos.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada. Al parecer quieren arrojar a un hombre al río. Dicen que no ha pagado lo que debe y piensan echarlo a los cocodrilos —le explicó uno de los curiosos.

El joven se abrió paso, y enseguida oyó chillidos enrabietados, insultos y amenazas.

—Hoy daremos de comer a Sobek carne de los oasis, y haremos un gran escarmiento para que todos sepan lo que les ocurre a los que no pagan —decían.

Al instante Sejemjet tuvo un presentimiento, y cuando alcanzó la primera fila vio lo que se temía. Allí estaba Senu pataleando mientras un hombretón lo llevaba en brazos como si fuera un cochinillo y otro, que parecía libio, profería los improperios y le daba cogotazos.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo Sejemjet plantándose ante ellos.

Al verle, aquellos hombres se detuvieron y lo miraron con desdén, mas pronto repararon en sus insignias, ya que conocían muy bien a los soldados; no en vano eran sus mejores clientes. A Senu se le pusieron los ojos como lunas llenas al reconocerlo, y al punto le mostró sus desdentadas encías, en lo que era una de sus habituales sonrisas.

—Esta escoria ha bebido y fornicado durante dos días sin pagar un solo
deben
, y encima ha intentado escaparse, riéndose en nuestras barbas, e incluso llegó a amenazarnos con mandarnos al hijo de Montu.

—Ya veo. ¿Y a cuánto asciende su deuda? —preguntó Sejemjet.

—¿Lo conoces?

—Puede.

El que parecía libio se acarició la perilla ante la posibilidad de hacer negocio, y calculó lo que podía sacar a aquel tipo, pues estaba claro que se conocían.

—Bueno, dadas las cantidades ingentes de vino que ha tomado, y las mujeres con las que ha fornicado, la cuenta asciende a cinco
deben
de cobre.

—¡Qué exageración! —gritó Senu, que no dejaba de patalear.

—Cállate, enano, o te juro que no llegas con vida al río —lo amenazó el hombretón.

—A mí también me parece un tanto exagerado. Por ese precio podría comprarme un pollino —dijo Sejemjet, despertando algunas risas entre los asistentes.

—Mis mujeres son auténticas bellezas, y mi vino de lo mejor que puedas encontrar en Tebas.

—Mentira, mentira —gritó Senu—. No tiene más que viejas desdentadas y vinagre en ánforas.

Aquello levantó algunas carcajadas, y enseguida acudieron más curiosos para ver lo que pasaba.

—Lo mejor sería que soltarais a este hombre para intentar arreglar el asunto.

—¿Llamas a esto un hombre? —se mofó el hombretón, lanzando una risotada.

Sejemjet avanzó hacia él hasta quedar a apenas un palmo.

—¿Acaso sabes tú lo que es un hombre?

El grandullón se estremeció, y al notar aquella mirada que lo atravesaba se le erizó el vello. Al momento soltó a Senu, que corrió a refugiarse detrás de su amigo.

—No hagas caso de lo que dicen, gran Sejemjet. Son ladrones que tratan de abusar de mi inocencia.

—¡Silencio! —bramó el joven; luego volviendo a su tono habitual, se dirigió al libio—. No hay holganza que cueste lo que dices. Te daré dos
deben
, que creo es más que suficiente.

—¿Dos
deben
? —El libio se llevó las manos a la cabeza—. Astarté me confunda si he oído bien. Con eso no cubriré ni el vino que ha bebido.

—Y además me tenéis que devolver los ahorros —los amenazó el hombrecillo.

Sejemjet lo miró sin dar crédito a lo que ocurría.

—No sé a qué ahorros te refieres —dijo el libio.

—Me quitasteis mi bolsa —gritó Senu como un mono rabioso—. ¡Mírala, mírala! —exclamó señalando la bolsita que el libio llevaba colgada del faldellín—. ¡Canallas! Me han robado los ahorros de toda una vida.

—Esta bolsa es de mi propiedad. Servirá para compensarme de las pérdidas.

Sejemjet notó que se le agotaba la paciencia.

—Si no atendéis a razones, te diré lo que va a pasar —dijo tras suspirar cansinamente—. La ira vendrá a visitarme, y me temo que sea poco propenso a sujetarla. Entonces no habrá posibilidad de volverme atrás, y tú y tu amigo acabaréis en el río, haciendo ofrendas a Sobek del que al parecer sois buenos devotos. Claro que también puede ocurrir que os corte el cuello aquí mismo, y luego este simpático hombrecillo se encargue de amputaros la mano derecha, o puede que el falo, y os aseguro que tiene una gran práctica en tales menesteres. Yo diría que es un artista consumado.

El libio se quedó petrificado e intentó balbucear algunas palabras, pero no pudo.

—Es mejor que no digas nada, noble mercader, y cojas el
deben
de cobre que te ofrezco.

—Pero... ¡tú dijiste que me darías dos
deben!
—protestó el libio.

—Eso fue antes de comprobar vuestro talante. Así que tú decides.

El libio tragó saliva con dificultad. Allí no había nada que hacer, y su experiencia le decía que aquel tipo era muy capaz de cumplir sus amenazas. De su cuello colgaba un león de oro, la condecoración que el dios imponía a los más valientes, y comprendió que lo mejor era marcharse con el
deben
que le ofrecía. Escenificó un par de gestos de impotencia. Protestó por lo que consideraba un atropello. Pero finalmente cogió el
deben
y se marchó con el hombretón por donde había venido.

Enseguida, Senu abrió su bolsita para comprobar que no le faltaba ningún diente.

—Gracias a Montu que están todos —suspiró aliviado.

Sejemjet le dio un pescozón y lo atravesó con la mirada.

—Qué crees que te habría ocurrido si yo no llego a presentarme a tiempo; di, maldito sodomita —le dijo Sejemjet furioso.

—Hubiera acabado en el río. Esos hombres eran unos desalmados; gentuza de las tierras del oeste. ¿Qué puedes esperar de ellos? Pretendía cobrarme cinco
deben
de cobre, y todo por fornicar con unas viejas con menos dientes que yo.

—No me cuentes detalles, que me revuelves el estómago.

—Es la realidad, gran Montu. Había una que era encía pura, aunque hay que reconocer que se mostró muy habilidosa. Conocía todos los trucos del oficio.

—Apenas te dejo dos días en Tebas y ya estás provocando escándalos —le recriminó Sejemjet.

—Uno tiene que aliviarse después de tantas penalidades. Y aquí hay dónde elegir.

—Pues te advierto que como te vuelva a ver metido en una de esas casas de lenocinio a las que eres tan aficionado, te envío al Éufrates de nuevo; y esta vez te aseguro que no regresarás.

—¿Al Éufrates? Casi me ahogo cuando me tiré del barco. Ése es un lugar infame; si me devolvieras a Kumidi, la cosa estaría mejor. Allí dejé buenos amigos.

—¡Soldado Senu! —explotó Sejemjet—. Te prohíbo que vuelvas a pisar un prostíbulo mientras estés en esta ciudad. ¿Me entiendes? Dormirás en el cuartel cada noche, y te advierto que me aseguraré de que así ocurre. Si te vuelvo a ver en una casa de la cerveza, ordenaré que te apaleen y luego te empalaré y te dejaré en el desierto.

Senu lo miró aterrorizado.

—No, no me empales. Mi ano no tiene la culpa de mi perfidia. Morir en el desierto es lo peor que le puede ocurrir a nadie.

—Pues es lo que te pasará a ti. Así es que ya lo sabes. Y ahora apártate de mi vista o seré yo quien te tire al río.

El hombrecillo salió corriendo camino del barrio de los alfareros como si lo persiguiera Sejmet con sus pandemias, aunque de vez en cuando se girara para darle las gracias a su dios particular.

Sejemjet se fue a pasear por la ribera del río, por el camino que conducía a Abydos. El tiempo invitaba a hacerlo, y al poco se sentó a la sombra para abandonarse entre el frescor con que lo envolvían los campos. En ningún lugar se sentía mejor que allí, y a pesar de los malos augurios que lo amenazaban, disfrutó de la brisa del río y de sus refrescantes aguas, en las que se bañó como hiciera de niño. Luego se secó al sol, en un pequeño banco de arena situado en la mitad del Nilo, igual que había visto hacer a los cocodrilos tantas veces, y esperó a que la tarde cayera para encontrarse de nuevo con Nefertiry, sin cuyos besos ya no podía vivir.

Cuando Ra se ocultó en el horizonte camino de su viaje por el Mundo Inferior, Sejemjet se encaminó hacia el lugar de encuentro. Su corazón, anhelante, sólo era capaz de pensar en las caricias de su amada, despreciando el peligro cierto que gravitaba sobre él. Estaba harto de consejos prudentes, y también de tener que esconderse como si fuera un ladrón. Él ansiaba pasear con Nefertiry a la luz del sol, y gritar a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharlo que su amor estaba por encima de los poderes terrenales, que era libre de elegir a quien quisiera, y dar su cariño a una princesa de Egipto. Él había honrado a su tierra, y sólo esperaba de ésta su generosidad.

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