—Explicaos —exclamó el príncipe con viveza que dio que pensar a Aramis.
—En el Bajo Poitú conozco yo una comarca —prosiguió el prelado— de la que no hay en Francia quien sospeche que exista. Ocupa dicha comarca una extensión de veinte leguas… Es inmensa, ¿no es verdad? Veinte leguas, monseñor, cubiertas de agua, hierbas y juncales, y con islas pobladas de bosques. Aquellos grandes y profundos pantanos cuajados de cañaverales, duermen en silencio bajo la sonrisa del sol. Algunas familias de pescadores los cruzan perezosamente con sus grandes barcas de álamos y abedules, de suelo cubierto con una alfombra de cañas y techo labrado de entretejidos y resistentes juncos. Aquellas barcas, aquellas casas flotantes, van… adonde las lleva el viento. Si tocan la orilla, es por acaso, y tan blandamente, que el choque no despierta al pescador, si está dormido. Si premeditadamente llega a la orilla, es que ha visto largas bandadas de rascones o de avefrías, de gansos o de pluviales, de cercetas o de becazas, de los que hace presa con el armadijo o con el plomo del mosquete. Las plateadas alosas, las descomunales anguilas, los lucios nerviosos, las percas rosadas y cenicientas caen en incontable número en las redes del pescador, que escoge las piezas mejores y suelta las demás. Allí no han sentado nunca la planta soldado ni ciudadano alguno; allí el sol benigno; allí hay trozos de terreno que producen la vid y alimentan con generoso jugo los hermosos racimos de uvas negras o blancas. Todas las semanas una barca va a buscar, en la tahona común, el pan caliente y amarillento cuyo olor atrae y acaricia desde lejos. Allí viviréis como un hombre de la antigüedad. Señor poderoso de vuestros perros de aguas, de vuestros sedaes, de vuestras escopetas y de vuestra hermosa casa de cañas, viviréis allí en la opulencia de la caza, en la plenitud de la seguridad, así pasaréis los años, al cabo de los cuales, desconocido, transformado, habréis obligado a Dios a que os depare un nuevo destino. En este talego hay mil doblones, monseñor; esto es más de lo que se necesita para comprar todo el pantano de que os he hablado, para vivir en él más años que no días alentaréis, para ser el más rico, libre y dichoso de la comarca. Aceptad el dinero con la misma sinceridad, con el mismo gozo con que os lo ofrezco, y sin más dilaciones vamos a desenganchar dos de los cuatro caballos de la carroza; el mudo, mi servidor, os conducirá, andando de noche y durmiendo de día, hasta aquella tierra, y a lo menos me cabrá así la satisfacción de haber hecho por mi príncipe lo que por su voluntad mi príncipe habrá escogido. Habré labrado la felicidad de un hombre, lo cual me premiará Dios con más creces que no si convirtiera a ese hombre en poderoso; y cuenta que lo primero es imponderablemente más difícil. ¿Qué respondéis, monseñor? Aquí está el dinero… No titubeéis. El único peligro que corréis en el Poitú es el de tomar las fiebres; pero aun en este caso contaréis con los curanderos de allí, que al saber vuestro dinero vendrán a curaros. De jugar la otra partida, la que sabéis, corréis el riesgo de que os asesinen en un trono u os estrangulen en una cárcel. En verdad os digo, monseñor, que ahora que he explorado los dos caminos, no titubearía.
—Caballero —repuso el príncipe—. Dejadme que, antes de resolver, me baje de la carroza, ande un poco, y consulte la voz con que Dios hace hablar a la naturaleza libre. Dentro d diez minutos os contestaré.
—Hágase como decís —dijo Herblay inclinándose con respeto, tan augusta y solemne había sido la voz del príncipe al decir sus últimas palabras.
Aramis se apeó para tener la portezuela al príncipe, el cual se estremeció de los pies a la cabeza al sentar la planta en el césped, y dio una vuelta alrededor de la carroza con paso torpe y casi tambaleándose, como si no estuviese acostumbrado a caminar por la tierra de los hombres.
Eran las once de la noche del 15 de agosto; gruesas nubes, presagio de tormenta, cubrían el espacio y ocultaban la luz de las estrellas y la perspectiva. Las extremidades de las alamedas apenas resaltaban sobre los sotos por una penumbra gris opaca perceptible tan sólo, en medio de aquella negrura, tras atento examen. Pero el olor de la hierba, las acres emanaciones de las encinas, la atmósfera templada por vez primera después de tantos años le envolvía, la inefable fruición de libertad en medio del campo, hablaban un lenguaje tan seductivo para el príncipe, que, sea cual fuere el recato, casi diremos el disimulo de que hemos intentado dar idea, dio rienda a la emoción y exhaló un suspiro de gozo.
Poco a poco levantó el joven su entorpecida cabeza, y respiró las diferentes capas de aire a proporción que le acariciaban el rostro cargadas de aromas. Con los brazos cruzados sobre el pecho como para impedirle que reventara a la invasión de aquella nueva felicidad, aspiró con delicia al aire desconocido que de noche circula bajo las bóvedas de los altos bosques. Aquel cielo que se le ofrecía a la mirada, aquellas aguas que le enviaban sus murmullos, aquellas criaturas a quienes veía moverse, ¿no eran la realidad? ¿No era un loco Aramis creyendo que en el mundo podía anhelarse más?
La embriagadora perspectiva de la vida campestre, libre de cuidados, temores y escaseces, el océano de días venturosos que reverbera a los ojos de la juventud, he ahí el verdadero cebo en que puede quedar prendido un infeliz cautivo, gastado por las piedras del calabozo, enervado por la falta de aire de la prisión. Y aquél fue el cebo que le presentó Aramis al ofrecerle los mil doblones y el encantado edén que ocultaban a los ojos del mundo los desiertos del Bajo Poitú.
Tales eran las reflexiones que se hacía Aramis mientras con ansiedad indecible seguía la marcha silenciosa de las alegrías del príncipe, a quien veía abismarse gradualmente en las profundidades de su meditación.
Con efecto, Felipe, absorto, ya no tocaba con los pies en el suelo, y su alma, que de un vuelo subiera hasta el excelso trono, suplicaba a Dios que en medio de aquella incertidumbre, de la que debía salir su vida o su muerte, le concediese un rayo de luz.
Fue aquel un momento terrible para el obispo de Vannes; y es que aun no se había encontrado nunca en presencia de un infortunio tan inmenso. Aquella alma de bronce, acostumbrada a luchar contra obstáculos ante los cuales no se halló jamás inferior ni vencido, iba a naufragar en aquel vasto plan por no haber previsto la influencia que ejercía en un cuerpo humano un puñado de hojas regadas por algunos litros de aire.
Aramis, clavado en su sitio por la angustia de la duda, contempló pues la dolorosa agonía de Felipe, que sostenía la lucha contra los dos ángeles misteriosos. Aquel suplicio duró los diez minutos que solicitara el joven. El cual, durante aquella eternidad, no cesó de mirar el cielo con ojos de súplica, tristes y humedecidos; como Aramis no apartó de Felipe los suyos, preñados de avidez, inflamados y devoradores.
Felipe bajó de repente la cabeza, y es que su pensamiento había bajado nuevamente a la tierra. Al joven se le endureció la mirada, arrugósele la frente, y armósele de resolución indómita la boca; luego volvió a quedar con los ojos fijos, que por ahora se reflejaba en ellos la llama de los humanos esplendores; ahora su mirada era como la de Satanás cuando, en la cima de la montaña, quería tentar a Jesucristo mostrándole los reinos y las potestades de la tierra.
La mirada de Aramis se hizo tan suave como antes era sombría. Felipe, con además veloz y nervioso, acababa de tomarle la mano, diciendo:
—Vamos adonde se encuentra la corona de Francia.
—¿Es esa vuestra decisión, príncipe mío? —preguntó Aramis.
—Sí.
—¿Irrevocable?
Felipe ni siquiera se dignó responder; se limitó a mirar al obispo, como para preguntar si un hombre puede volver sobre su acuerdo.
—Vuestras miradas son los dardos de fuego que pintan los caracteres —dijo Aramis inclinándose hasta la mano de Felipe—. Seréis grande, monseñor, yo soy quien os lo pronostico.
—Anudemos la conversación donde la hemos dejado —repuso el príncipe—. Si no recuerdo, os he dicho que “quería” ponerme de acuerdo con vos acerca de dos puntos: los peligros o los obstáculos. Ya está resuelto este punto. El otro estriba en las condiciones que me impondréis. Ahora os toca hablar a vos, señor de Herblay.
—¿Las condiciones, príncipe mío?
—Por supuesto. No vais a detenerme en mi camino por tal bagatela, ni me haréis el agravio de suponer que yo creo a pies juntillas que os habéis metido desinteresadamente en este negocio. Conque dadme a conocer sin ambages ni rodeos vuestro pensamiento.
—Es éste —dijo Aramis—: Una vez rey…
—¿Cuándo lo seré?
—Mañana por la noche.
—¿Cómo?
—Os lo diré después que me hayáis contestado a lo que voy a deciros. Os envié un hombre fiel para que os entregara un cartapacio con notas en letra menuda y redactadas con firmeza, que permiten a Vuestra Alteza conocer a fondo a cuantas personas componen o compondrán vuestra corte.
—Leí todas las notas a que os referís.
—¿Atentamente?
—Las sé de memoria.
—¿Las comprendisteis? Y perdonad si os hago la pregunta, que bien puedo hacérsela al infeliz abandonado de la Bastilla. Dentro de ocho días nada tendré que preguntar a un hombre de tan claro entendimiento como vos, en el pleno goce de la libertad y del poder.
—Interrogadme pues; me avengo a ser el escolar a quien su sabio maestro le hace dar la lección señalada.
—Primeramente hablemos de vuestra familia, monseñor.
—¿De mi madre Ana de Austria? ¿de sus amarguras y de su terrible dolencia? De todo me acuerdo.
—¿Y de vuestro segundo hermano? —repuso Aramis inclinándose.
—Añadisteis a las notas unos retratos trazados por manera tan maravillosa, tan bien dibujados, tan bien pintados, que en ellos reconocí a las personas de quienes vuestras notas designaban el carácter, las costumbres y la historia. Mi hermano es un gallardo moreno de pálida tez, que no ama a su mujer Enriqueta, a quien yo, Luis XIV, he amado un poco, y aun la amo coquetamente, por más que me arrancó lágrimas el día en que quiso despedir a La Valiére.
—Cuidado con exponeros a los ojos de ésta —dijo Aramis—. La Valiére ama de todo corazón al rey actual, y difícilmente engaña uno los ojos de una mujer que ama.
—Es rubia, y tiene ojos garzos, cuya mirada de ternura me revelará su identidad. Cojea un poco, y escribe diariamente una carta a la que por mi orden contesta Saint-Aignán.
—¿Y a éste lo conocéis?
—Como si lo viera, y sé de memoria los últimos versos que me ha dirigido, así como los que yo he compuesto en contestación a los suyos.
—Muy bien. ¿Y vuestros ministros?
—Colbert, feo y sombrío, pero inteligente; con los cabellos caídos hasta las cejas, cabeza voluminosa, pesada y redonda, y por aditamento, enemigo mortal de Fouquet.
—Respecto de Colbert nada tenemos que temer.
—No, porque precisamente me pediréis vos que lo destierre.
—Seréis muy grande, monseñor —se limitó a decir Aramis, lleno de admiración.
—Ya veis que sé la lección a las mil maravillas —añadió el príncipe—, y con la ayuda de Dios y la vuestra no padeceré muchas equivocaciones.
—Todavía quedan un par de ojos muy molestos para vos, monseñor.
—Ya, os referís al capitán de mosqueteros, a vuestro amigo D'Artagnan.
—En realidad es amigo mío.
—El que acompañó a La Valiére a Chaillot, el que metió a Monck en una caja para entregárselo a Carlos II, el que ha servido tan bien a mi padre, en una palabra, el hombre a quien le debe tanto la corona de Francia, que se lo debe todo. ¿Por ventura vais también a pedirme que destierre a D'Artagnan?
—Nunca, Sire. D'Artagnan es hombre a quien me reservo contárselo todo llegada la ocasión; pero desconfiad de él, porque si antes de mi revelación nos descubre, vos o yo la pagaremos con la libertad o la vida. Es hombre audaz v resuelto.
—Lo reflexionaré. Bueno, hablemos ahora de Fouquet. ¿Qué habéis determinado respecto de él?
—Permitidme que todavía no os hable de él, monseñor, y perdonadme mi aparente falta de respeto al interrogaros incesantemente.
—Cumplís con vuestro deber al hacerlo, y aun diré que estáis en vuestro derecho.
—Antes de hablar del señor Fouquet, tendría escrúpulo de olvidar a otro amigo mío.
—Al señor de Vallón, el Hércules de Francia. Este tiene asegurada su fortuna.
—No quise referirme a él, monseñor.
—¿Al conde de La Fere, pues?
—Y a su hijo, el hijo de nosotros cuatro.
—¿El doncel que se muere de amor por La Valiére, a quien se la ha robado por manera tan desleal mi hermano? Nada temáis, yo haré que la recobre. Decidme, caballero de Herblay, ¿olvida el hombre las injurias cuando ama? ¿Perdona a la mujer infiel? ¿Encaja esto con el carácter francés, o es una de las leyes del corazón humano?
—El hombre que ama como ama Raúl de Bragelonne, acaba por olvidar el crimen de su amada; lo que no sé, es si Raúl olvidará.
—Procuraré que así sea. ¿Nada más tenéis que decirme, referente a vuestro amigo?
—Nada más.
—Ahora hablemos del señor Fouquet. ¿Qué pensáis vos que quiero hacer de él?
—Dejadlo donde está; que continúe siendo superintendente.
—Conformes; pero hoy es primer ministro.
—No del todo.
—Un rey ignorante e indeciso como lo seré yo, necesita forzadamente un primer ministro.
—Lo que necesita Vuestra Majestad es un amigo. Tengo uno, vos.
—Más adelante tendréis más, pero ninguno tan abnegado ni tan amante de vuestra gloria como yo.
—Vos seréis mi primer ministro.
—No, desde luego, monseñor. Esto levantaría demasiadas sospechas, causaría grande extrañeza.
—¿Por ventura el primer ministro de mi abuela María de Médicis, Richelieu, era algo más que obispo de Luzón, como vos lo sois de Vannes?
—Veo que Vuestra Alteza ha aprovechado bien mis notas. No podéis figuraros cuánto me halaga vuestra maravillosa perspicacia.
—También sé que, gracias a la protección de la reina, Richelieu no tardó en recibir el capelo.
—Más valdrá —repuso Aramis inclinándose— que no sea yo primer ministro hasta que Vuestra Alteza me haya hecho nombrar cardenal.
—Lo seréis antes de dos meses, señor de Herblay. Pero esto es muy poco, tan poco, que me daríais un disgusto si limitáis a eso vuestra ambición.
—Por eso espero más, monseñor.