El hombre de la máscara de hierro (12 page)

Read El hombre de la máscara de hierro Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
12.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Ah! decid, decid.

—El señor Fouquet no desempeñará por mucho tiempo la superintendencia, pues envejecerá rápidamente. Si hoy comparte el placer con el trabajo, hasta donde éste se lo permite, es porque le queda aún algo de juventud; algo que desaparecerá a la primera aflicción o a la primera enfermedad que le asalte. La aflicción se la evitaremos, porque es hombre digno y de corazón noble, pero en cuanto a la enfermedad, nada podemos. De consiguiente, quedamos en que una vez hayáis pagado las deudas del señor Fouquet y repuesto la hacienda, aquél, a quien habremos enriquecido, continuará siendo rey en medio de su corte de poetas y pintores. Entonces yo, primer ministro de Vuestra Alteza Real, podré pensar en mis intereses y en los vuestros.

El príncipe miró a su interlocutor.

—Richelieu, del cual hemos hablado —continuó Aramis—, cometió el grande error de querer gobernar por sí sobre el reino, de dejar que se sentaran dos reyes en un mismo trono, Luis XIII y él, cuando pudo instalarlos más cómodamente en dos tronos diferentes.

—¿En dos tronos? —repuso Felipe.

—Sí, monseñor —prosiguió Aramis con voz sosegada—: un cardenal primer ministro de Francia, con ayuda del favor y del apoyo del rey cristianísimo; un cardenal a quien su amo y señor presta sus tesoros, sus ejércitos y su consejo, al aplicar únicamente a Francia sus recursos no cumpliría con los deberes a su cargo. Por otra parte —añadió Aramis dirigiendo una mirada escrutadora a Felipe—, vos no seréis un rey como vuestro padre, delicado, tardío y hastiado de todo, sino un rey inteligente y guerrero, y como tal, anheloso de ensanchar vuestros dominios, en los cuales yo os molestaría. Ahora bien, nuestra amistad debe no verse nunca, no diré alterada, pero ni siquiera levemente velada por un designio oculto. Yo os habré dado el trono de Francia, vos me daréis el trono de San Pedro. Cuando vuestra mano leal, firme y armada tenga por gemela la de un papa como yo seré, ni Carlos V, que ha poseído los dos tercios del mundo, ni Carlomagno, llegarán a vuestra cintura. Como no tengo alianzas ni prevenciones, no os enfrascaré en la persecución de los herejes ni en las guerras de familia. Vos y yo nos compartiremos el universo, vos en lo temporal, yo en lo espiritual, y como yo moriré primero que vos, vuestra será mi herencia. ¿Qué os parece mi plan, monseñor?

—Que sólo el haberos comprendido me llena de gozo y de orgullo; seréis cardenal, señor Herblay, y una vez cardenal, mi primer ministro, y una vez mi primer ministro, haré cuanto me digáis para que os elijan papa. Pedidme garantías.

—¿Para qué? Nunca haré yo cosa alguna sin que vos salgáis ganando; ni subiré, que no os haya hecho subir a vos el escalón superior, y me mantendré siempre lo bastante lejos de vos para sustraerme a vuestros celos, y lo bastante cerca para conservar vuestro provecho y celar vuestra amistad. En este mundo todos los pactos se rompen porque el interés que encierran tiende a ladearse de sólo un lado. Entre vos y yo nunca pasará eso; he ahí por qué no necesito garantías.

—¿Así pues… mi hermano… desaparecerá?

—Sí, monseñor, y sin que persona alguna se dé cuenta de ello. Lo robaremos de su cama valiéndonos de una trampa que cede a la presión del dedo. Dormido a la sombra de la corona, despertará en el cautiverio. Vos, desde aquel instante, impondréis vuestra única voluntad, y nada os interesará como el conservarme a vuestro lado.

—Es cierto. Aquí está mi mano, señor de Herblay.

—Permitidme que me arrodille respetuosamente en vuestra presencia, Sire. El día que la corona ciña vuestra frente, y la tiara la mía, nos abrazaremos.

—Abrazadme sin más tardanza, y sed para mí más que un hombre grande y hábil, más que un genio sublime: sed bueno para conmigo, sed un padre.

Al escuchar tales palabras, Aramis casi se le subieron las lágrimas a los ojos, y le pareció sentir en su corazón algo hasta entonces para él desconocido; pero aquella impresión fue fugaz.

—¡Su padre! —dijo entre sí Herblay—. Padre, sí, pero padre santo.

El príncipe y el obispo subieron nuevamente a la carroza, que partió a escape camino de Vaux.

El castillo de Vaux

El castillo de Vaux, situado a una legua de Melún, fue construido por Fouquet en 1653, es decir en un tiempo en que en Francia era grande la escasez de dinero, pues por una parte Mazarino lo había robado casi todo, y por la otra, Fouquet gastaba el resto. Sin embargo, como hay hombres que tienen fecundos los defectos y útiles los vicios, Fouquet, al sembrar los millones en su palacio, halló manera de cosechar tres hombres ilustres; a Levau, arquitecto del edificio, a Le Notres, autor del plano de los jardines, y a Le Brun, que pintó las habitaciones.

Vaux no tenía más que un defecto, y era su carácter grandioso, su graciosa magnificencia.

Una gran verja sostenida por cariátides forma la entrada de Vaux, y luego que uno la ha atravesado se encuentra frente al cuerpo principal del edificio, precedido de un gran patio ceñido de profundos fosos coronados de una magnífica barandilla de piedra. Aquel edificio, construido por un vasallo, se parece más a un alcázar que no los palacios que Wolsey se creía obligado a regalar a su señor para no despertarle la envidia.

Pero, si algo puede ser preferido a la espléndida disposición de las habitaciones, al lujo de los dorados, a la profusión de las pinturas y las estatuas, es el parque, son los jardines de Vaux. Los surtidores, maravillosos en 1653, lo son aún en la hora presente: las cascadas despertaban la admiración de reyes y príncipes; y por lo que hace la famosa gruta, el lector nos perdonará que no describamos todas sus bellezas, porque no querríamos despertar, respecto de nosotros, críticas como las que a la sazón meditaba Boileau. Haremos, pues, como Despreaux, entraremos en el parque que tenía entonces tan sólo ocho años, no obstante lo cual se doraban a los primeros rayos del sol las ya frondosas y altas cimas de sus árboles. Le Notre anticipó el goce del mecenas: todos los planteles dieron árboles precoces gracias al sumo cuidado que se puso en su cultura y al eficaces abonos. Todo árbol de las cercanías que presentaba condiciones de gran desarrollo, era, trasplantado al parque, para adorno del cual podía fouquet comprar muy bien árboles y más árboles, cuando para agrandarlo había comprado tres aldeas junto con lo que contenían.

El suntuoso palacio estaba dispuesto para recibir “al más gran de rey del mundo”. Los amigos de Fouquet habían conducido a él, en coche, unos sus actores y sus decoraciones, otros sus estatuarios y sus pintores, y, otros, finalmente, algunos ingenios, pues se trataba de improvisar en grande.

Por patios y corredores circulaba un ejército de criados, mientras Fouquet, que hasta aquella mañana misma no llegó, se paseaba tranquilo y perspicaz, para dar las últimas órdenes, después de haber pasado los mayordomos la última revista.

Era el 15 de agosto. El sol caía verticalmente sobre los hombros de los dioses de mármol y de bronce, y al tiempo que calentaba el agua de los estanques, hacía madurar en los vergeles los magníficos melocotones, por los que debía suspirar medio siglo después el “gran rey”, que decía a cierto personaje: «Sois demasiado joven para haber comido melocotones del señor Fouquet».

¡Oh recuerdo! ¡oh trompetas de la fama! ¡oh gloria terrenal! ¡Aquel que tanto sabía apreciar el mérito; aquel que recogió la herencia de Nicolás fouquet, y la quitara a Le Notre y a Le Brun, y lo mandara sepultar a perpetuidad en una prisión de Estado, sólo recordaba los melocotones de su enemigo vencido, aniquilado, olvidado! Por más que fouquet tiró treinta millones en sus estanques, en los crisoles de sus estatuarios, en los bufetes de sus poetas y en las carteras de sus pintores, en vano creyó que dejaría memoria de él; y un puñado de materia vegetal que un lirón roe con la mayor frecuencia, bastaba para que un gran rey evocara en su memoria la imagen lamentable del último superintendente de Francia.

Seguro de que Aramis había distribuido bien los criados, cuidado de hacer guardar las puertas, y preparado los alojamientos, Fouquet no se ocupó más que en el conjunto. Aquí, Gourville le mostró la disposición de los fuegos artificiales, allí Moliére lo condujo al teatro, hasta que por fin y después de haber visitado la capilla, los salones y las galerías, al bajar, rendido de cansancio, Fouquet se encontró en la escalera con Aramis, que le hizo una seña.

El superintendente se unió a su amigo, que le detuvo ante un cuadro apenas terminado, y al cual daba los últimos toques Le Brun, sudando, manchado de colores, pálido de fatiga y de inspiración. Era el esperado retrato del rey, con el traje de ceremonia.

Fouquet se colocó delante de aquel retrato, que, por decirlo así, respiraba, miró la figura, calculó el trabajo, se admiró, y no hallando recompensa digna de aquella hercúlea labor, echó los brazos al cuello del artista y lo estrechó contra su pecho.

Si para el artista fue aquel un momento de gozo, no así para el sastre Percerín, que iba tras Fouquet, y admiraba en la pintura de Le Brun el traje que él hiciera para Su Majestad.

Las exclamaciones de Percerín fueron interrumpidas por la señal que dieron desde la torre del palacio. Más allá de Melún, en la llanura, los vigías de Vaux habían divisado el cortejo del rey y de las reinas: Su Majestad entraba en aquel momento en Melún con su larga fila de carrozas y jinetes.

—Dentro de una hora —dijo Aramis a Fouquet.

—¡Dentro de una hora! —exclamó el superintendente exhalando un suspiro.

—¡Y el pueblo que pregunta de qué sirven las fiestas reales! —prosiguió el obispo riéndose con hipocresía.

—¡Ay! también yo me lo pregunto y no soy pueblo —repuso Fouquet.

—Dentro de veinticuatro horas os responderé, monseñor. Poned buena cara, que es día de júbilo.

—Tanto si me creéis como si no, Herblay —designando con el dedo el cortejo de Luis en el horizonte—, sé deciros que aunque él no me quiere mucho ni yo le quiero más a él, a proporción que va acercándose…

—¿Qué?

—Me es sagrado, es mi rey, casi me es querido.

—¿Querido? lo creo —repuso Aramis haciendo hincapié en el vocablo—, como andando el tiempo hizo el padre Terray con Luis XV.

—No lo toméis a broma, Herblay; conozco que, de quererlo él, amaría a ese joven.

—Eso no tenéis que contármelo a mí —replicó el obispo—, sino a Colbert.

—¡A Colbert! —exclamó Fouquet—. ¿Por qué?

—Porque hará que os señalen una pensión sobre el bolsillo particular del rey, cuando sea superintendente.

—¿Adónde vais? —preguntó Fouquet con gesto sombrío, al ver que Aramis se marchaba después de haber disparado el dardo.

—A mi habitación para mudar de traje.

—¿Dónde estáis alojado?

—En el cuarto azul del piso segundo.

—¿El que cae encima del dormitorio del rey?

—Sí.

—¡Vaya una sujección que os habéis impuesto! ¡Condenarse a la inmovilidad!

—Paso la noche durmiendo o leyendo, monseñor.

—¿Y vuestros criados?

—Sólo me acompaña una persona.

—¡Nada más!

—Me basta mi lector. Adiós, monseñor; no os fatiguéis en demasía. Conservaos bien para la llegada del rey.

—¿Os veremos a vos y al vuestro amigo Vallón?

—Le he dejado junto a mí. Ahora se está vistiendo.

Fouquet saludó con la cabeza y con una sonrisa, y pasó cual generalísimo que recorre las avanzadas al anunciarle la presencia del enemigo.

El vino de Melún

En efecto, el rey había entrado en Melún pero sin más propósito que el de atravesar la ciudad, tal era la sed de placeres que le àguijaba. Durante el viaje, sólo había visto dos veces a La Valiére, y adivinando que no podría hablar con ella sino de noche y en los jardines, después de la ceremonia, no veía la hora de llegar a Vaux. Pero Luis XIV echaba la cuenta sin la huéspeda, queremos decir sin D'Artagnan y sin Colbert.

Semejante a Calipso, que no podía consolarse de la partida de Ulises, el capitán de mosqueteros no podía consolarse de no haber adivinado por qué Aramis era el director de las fiestas.

—Como quiera que sea —decía entre sí aquel hombre flexible en medio de su lógica—. Cuando mi amigo el obispo de Vannnes ha hecho eso para algo será.

Pero en vano se devanaba los sesos.

D'Artagnan, que estaba tan curtido en las intrigas cortesanas, y conocía la situación de Fouquet más que Fouquet mismo, concibió las más raras sospechas al tener noticia de aquella fiesta que habría arruinado a un hombre rico, y que para un hombre arruinado era una empresa descabellada y de realización imposible. Además, la presencia de Aramis, de regreso de Belle-Isle y nombrado director de las fiestas por Fouquet, su asidua intervención en todos los asuntos del superintendente, y sus visitas a Baisemeaux, eran para D'Artagnan puntos demasiado obscuros para que no le preocupasen hacía ya algunas semanas.

—Con hombres del temple de Aramis —decía entre sí el gascón—, uno no es el más fuerte sino espada en mano. Mientras Aramis fue inclinado al la guerra, hubo esperanzas de sobrepu jarle; pero desde el punto y ahora en que se echó una estola sobre la coraza no hay remedio para nosotros. Pero ¿qué se propone Aramis?… ¿qué me importa, si sólo quiere derribar a Colbert?… Porque ¿qué más puede querer?

El mosquetero se rascaba la frente, tierra fértil de la que el arado de sus uñas había sacado tantas ideas fecundas, y resolvió hablar con Colbert; pero la amistad y el juramento que lo ligaban a Aramis le hicieron retroceder, sin contar que él, por su lado odiaba también al intendente. Luego se le ocurrió hablar sin ambages con el rey; pero el rey se quedaría a obscuras respecto de sus sospechas, que ni siquiera tenían la realidad de la conjetura. Por último, decidió dirigirse directamente a Aramis tan pronto volviese a verlo.

—Lo tomaré de sorpresa —dijo para sí el mosquetero—; le hablaré al corazón, y me dirá… ¿Qué? Algo, porque ¡vive Dios! que aquí hay misterio.

Ya más tranquilo, D'Artagnan hizo sus preparativos de viaje, y cuidó de que la casa militar del rey, muy poco nutrida aún, estuviese bien regida y organizada en sus pequeñas proporciones. De lo cual se siguió que Luis XIV, al llegar a la vista de Melún, se puso al frente de sus mosqueteros, de sus suizos y de un piquete de guardias francesas, que en conjunto formaban un reducido ejército que se llevaba tras sí las miradas de Colbert, que hubiera deseado aumentarlo en un tercio.

—¿Para qué? —le preguntó el rey.

Other books

Secret Submission by Diana Hunter
Final Flight by Beth Cato
Myrmidon by David Wellington
The Teratologist by Edward Lee
Back by Henry Green
Archer by Debra Kayn
Ruby Red by Kerstin Gier
Adored by von Ziegesar, Cecily
Christmas Eva by Clare Revell
The Lost Colony by Eoin Colfer