Cuando el rey, triste y quebrantado, vio que lo conducían a un calabozo de la Bastilla, lo primero que se figuró fue que la muerte venía a ser como un sueño con sueños, que la cama se había hundido, que tras el hundimiento de la cama había sobrevenido la muerte, y que, prosiguiendo su sueño, Luis XIV, difunto, soñaba que le destronaban, le encarcelaban y le insultaban, a él, poco hacía tan poderoso.
—¿Es eso a lo que apellidan la eternidad, el infierno? —murmuró Luis XIV en el instante en que se cerró la puerta del calabozo, empujada por Baisemeaux.
El rey ni siquiera miró en torno de sí sino que, arrimado a una de las paredes del calabozo, se entregó a la terrible suposición de su muerte, cerrando los ojos para no ver algo todavía más terrible.
—Pero ¿cómo he muerto? —decía entre sí—. ¿Habrán hecho bajar artificiosamente mi cama? Pero no, yo no recuerdo haber recibido confusión alguna, ningún choque… Más bien me habrán envenenado, durante la cena o con el humo de las velas, como a Juana de Albret, mi bisabuela.
De repente el frío del calabozo envolvió como en un manto de hielo a Luis, que prosiguió:
—He visto el cadáver de mi padre en su lecho mortuorio y revestido con las insignias reales. Aquel rostro pálido, tan sosegado y decaído; aquellas manos tan hábiles, entonces insensibles, y aquellas envaradas piernas, no renunciaban un dormir poblado de sueños. Y sin embargo, ¡cuántos sueños no debía dios enviar a aquel muerto!… ¡a aquel muerto a quien tantos otros precedieran, precipitados por él en la muerte eterna!… No, aquel rey todavía lo era; reinaba aún en su lecho mortuorio, como cuando estaba sentado en su trono. Para nada había abdicado Su Majestad. Dios, que no le castigó a él, no puede castigarme a mí que nada he hecho.
Un ruido extraño llamó la atención del joven; miró y vio en la chimenea, a los pies de un colosal crucifijo groseramente pintado al fresco, un ratón monstruoso que estaba royendo un mendrugo, mientras fijaba en el nuevo huésped del calabozo una mirada de inteligencia y curiosidad.
Luis, trémulo de miedo y de asco, retrocedió hasta la puerta, lanzando un grito, Luis conoció que estaba vivo y en pleno goce de su razón y su conciencia naturales.
—¡Preso! —exclamó—; ¡preso yo! —Y después de buscar con la mirada una campanilla para llamar, continuó—: En la Bastilla no las hay, y yo estoy encerrado en la Bastilla. Pero ¿cómo he sido reducido al prisión? Necesariamente es esta una conspiración de Fouquet. En Vaux me han atraído a un lazo… Pero Fouquet ha debido tener quien lo secundara… Su agente… aquella voz… era Herblay; sí, lo he conocido… Colbert tenía razón. \1\2qué quiere de mi Fouquet? ¿Va a reinar en mi lugar?… ¡Es imposible! ¿Quién sabe?… Quizá mi hermano el duque de Orleáns hace contra mi lo que durante toda su vida se propuso contra mi padre, mi tío… Pero ¿y la reina? ¿y mi madre? ¿y La Valiére? ¡Oh! a La Valiére la habrán puesto a discreción de la princesa… ¡Pobre Luisa! indudablemente la han encerrado como a mí, y nunca jamás volveremos a vernos.
Ante tal idea, el amante estalló en sollozos, suspiros y lamentos.
—Aquí hay un gobernador —prosiguió el rey enfurecido—. Llamemos.
Llamó, pero ninguna voz respondió a la suya. Entonces, tomó la silla, y con ella golpeó la robusta puerta de encina; pero al dar la madera contra la madera, sólo respondieron en las profundidades de la escalera mil lúgubres ecos.
Entonces y calmado el primer paroxismo de su cólera, el monarca vio una enrejada ventana por la que entraba un dorado cuadrilongo, indudablemente proyectado por la luminosa aurora, y acercándose a ella, empezó a llamar, con voz natural primero, y luego a gritos. Pero como si no hubiese llamado.
Al rey empezaba a hervirle la sangre, a subírsele a la cabeza, acostumbrado a ordenar, se rebelaba contra la idea de la desobediencia.
Poco a poco fue enconándose el ánimo del preso, que rompió la silla al esgrimirla como un ariete contra la puerta.
Acá y aculá respondieron algunas voces ahogadas.
Las voces produjeron un efecto extraño en el rey, que se detuvo para escucharlas. Eran las de los presos, en otro tiempo sus víctimas, y ahora sus compañeros. Aquellas voces acusaban al autor de aquel ruido, como en silencio los suspiros y las lágrimas acusaban al autor de su cautiverio. Después de haber quitado la libertad a tantos hombres, ahora les quitaba el sueño.
Esta idea estuvo a pique de acabar con su razón y, sediento de tener alguna noticia o una conclusión, redobló sus fuerzas, y empezó de nuevo a esgrimir contra la puerta el palo de la silla.
Al cabo de una hora, Luis oyó ruido en el corredor, al otro lado de su puerta, en la que descargaron un golpe furibundo que hizo cesar los suyos.
—¡Mil rayos! —exclamó una voz ruda y grosera—. ¿Habéis perdido el juicio? ¿qué os pasa esta mañana?
—¡Esta mañana! —dijo entre sí y con sorpresa el rey. Y, cortésmente añadió—: ¿Sois el gobernador de la Bastilla, caballero?
—Vaya, que os han volcado los sesos —replicó la voz—; pero esa no es razón para que metáis tanto ruido. Silencio, ¡vive Dios!
—¿Sois vos el gobernador? —repitió el rey.
Luis oyó cerrar una puerta. El carcelero acababa de marcharse sin haberse dignado responder.
Cuando el rey se persuadió de que se había alejado el que le dirigió la palabra, dio rienda suelta a su furor. Ágil como un tigre, saltó de la mesa a la ventana, de la que sacudió las rejas, y después de romper un vidrio, cuyos pedazos fueron a parar al patio produciendo mil armoniosos tonos, llamó por espacio de una hora y con voz cada vez más enronquecida al gobernador.
Víctima de ardiente calentura, con los cabellos en desorden y pegados a la frente, hecho jirones y blanqueado el traje, y desgarrada su camisa, el rey no calmó su furor hasta que hubo agotado sus fuerzas.
Apoyó la frente en la puerta, y dejó que fuese calmándose poco a poco su corazón.
—Hora legará en que me traigan el alimento que dan a todos los presos —dijo entre sí—, y entonces veré a alguien que responderá a lo que yo pregunte.
El rey buscó en su memoria a qué hora comían los presos de la Bastilla; pero, en vano, pues lo ignoraba. Aquella fue para él una sorda y dolorosa puñalada que le infería el remordimiento de haber vivido veinticinco años rey y dichoso, sin pensar en los padecimientos de los desventurados a quienes priva injustamente de su libertad. Y Luis sintió la vergüenza, y conoció que Dios, al permitir aquella humillación terrible, no hacía más que devolver a un hombre los martirios que ese mismo hombre infligiera a tantos otros.
Nada podía ser más eficaz para despertar nuevamente las creencias religiosas en aquella alma aterrada por la sensación de los dolores, pero Luis no se atrevió a arrodillarse para elevar su corazón a Dios y suplicarle que pusiese fin a aquella prueba.
—Dios siempre obra bien —dijo entre sí—, por lo tanto, yo sería un cobarde si pidiese lo que con frecuencia he negado a mis semejantes.
Ahí estaba de sus reflexiones, es decir, de su agonía, cuando allende la puerta volvió a oírse ruido, pero ahora seguido del rechinar de llaves y cerrojos.
El rey dio un brinco, para acercarse al que iba a entrar; pero de pronto se hizo cargo de que tales demostraciones eran indignas de un monarca y, deteniéndose, tomó una actitud noble y tranquila, y aguardó, de espaldas hacia la ventana, para disimular cuanto le fuese posible su agitación a los ojos del recién venido, que no era otro que el llavero, portador de una cesta llena de víveres.
Luis miró con inquietud a aquel hombre, y aguardó a que hablase.
—¡Ah! —dijo el llavero—. ¿Conque habéis roto la silla? Ya lo dije. Por fuerza os habéis tocado de la cabeza.
—Ved lo que decís —repuso Luis—, pues os interesa grandemente.
—¿Cómo? —exclamó con sorpresa el carcelero, dejando el cesto sobre la mesa.
—Decid al gobernador que suba —añadió con nobleza el rey.
—Vamos a ver, hijo mío —repuso el carcelero—; siempre habéis sido muy cuerdo; pero la locura lo vuelve malo a uno, y quiero advertiros; habéis roto la silla y hecho ruido, y este es delito que se castiga con el calabozo. Prometedme que no volveréis a las andadas, y no diré nada al gobernador.
—Quiero ver al gobernador —repitió el rey sin pestañear.
—¡Cuidado! os hará encerrar en el calabozo.
—¡Quiero verlo! ¿oís?
—¡Ah diantre! ¿se os extravía la mirada? pues me llevo vuestro cuchillo.
Y diciendo y haciendo, el carcelero cerró la puerta y se marchó, dejando al rey más aturdido, más desventurado y más solo que nunca.
En vano empezó a golpear de nuevo la puerta con el palo de la silla; en vano arrojó fuentes y platos por la ventana; nadie le hizo caso.
Dos horas después, del rey, del caballero, del hombre, del ente razonable, no quedaba más que un loco que se arrancaba las uñas, arañando las puertas y haciendo esfuerzos sobrehumanos para desembaldosar el suelo, lanzaba tan espantosos gritos que no parecía sino que la vetusta Bastilla se conmovía en sus cimientos por haberse atrevido a rebelarse contra su amo y señor.
Baisemeaux ni siquiera se tomó la molestia de preguntar la causa de tanto ruido, porque ¿no eran los locos moneda corriente en la fortaleza, y los muros no eran, a su vez, más fuertes que los locos?
Baisemeaux, impresionado con lo que dijo Aramis, y escudado con la orden del rey, no deseaba sino que Marchiali se volviese suficientemente loco para ahorcarse del pabellón de su cama o de uno de los barrotes de su ventana.
En efecto, aquel preso reportaba poca ganancia, y ocasionaba más molestias que las debidas. Así, pues, de suicidarse el preso, habrían tenido un desenlace que ni a pedir de boca las complicaciones de Seldón y de Marchiali, y la libertad, reencarnación y semejanzas. Y aun creyó Baisemeaux haber notado que a Herblay no le habría disgustado tal fin.
—Realmente —decía Baisemeaux a su mayor—, un preso es ya harto desdichado con estarlo, y padece lo bastante para que, caritativamente pueda uno desearle la muerte. Con tanta mayor razón cuando el preso se ha vuelto loco, entonces no habría que limitarse uno a desearle la muerte, si no matarlo sin más averiguaciones, lo cual sería una buena obra.
Y el buen gobernador se hizo servir el segundo almuerzo.
D'Artagnan, aun aturdido de su entrevista con el rey, se preguntaba si realmente se hallaba en Vaux, si era efectivamente el capitán de los mosqueteros, y Fouquet el propietario del castillo en el cual Luis XIV acababa de recibir hospitalidad. Y aquellas no eran reflexiones del hombre embriagado con los vinos del superintendente. Pero el gascón era hombre sereno, con solo tocar su espada transmitía a su moral, en las ocasiones solemnes, el frío del acero.
—Aquí estoy, históricamente envuelto en los destinos del rey y del ministro —dijo entre sí D'Artagnan al salir del real dormitorio—; constará que yo, segundón de Gascuña, he echado la mano a Nicolás Fouquet, superintendente de la hacienda de Francia. Mis descendientes, si los tengo, se envanecerán con este arresto. Hay que cumplir decorosamente la orden del rey. Todo el mundo es bueno para pedirle al señor Fouquet la espada, pero no todos son a propósito para custodiarlo sin promover protestas. ¿Qué hacer, pues para que el superintendente pase de la cúspide del favor al abismo de la desgracia?
Aquí D'Artagnan se puso sombrío que era una compasión; le asaltaron escrúpulos.
—Creo —prosiguió D'Artagnan—, que si no soy tonto daré a conocer a Fouquet lo que respecto a él se propone el rey. Pero si vendo el secreto de mi soberano, soy un pérfido y traidor, crimen previsto por el código militar. No, pienso que un hombre de ingenio, debe salir mucho más diestramente de este atolladero.
D'Artagnan se apretó las sienes con las manos, se arrancó algunos pelos del bigote, y prosiguió:
—La desgracia de Fouquet obedece a tres causas: el odio que le profesa Colbert, el haber intentado amar a La Valiére, y el estar el rey apegado a La Valiére y a Colbert. No hay remedio para él, es hombre al agua. ¿Pero yo, hombre, voy a sentarle la planta sobre la cabeza cuando sucumbe a intrigas de mujeres y de empleados? ¡No en mi vida! Si es peligroso, lo abatiré; si sólo es víctima de la persecución, veré. Y en vez de ir a buscar de un modo brutal a Fouquet, para arrestarlo y tapiarlo, voy a hacer cuanto esté en mi mano para comportarme caballerosamente.
Y D'Artagnan se encaminó al dormitorio de Fouquet, que, después de haberse despedido de las damas, se disponía a dormir tranquilamente sobre los laureles conquistados durante el día.
El ambiente estaba todavía perfumado o infestado, como se quiera, del olor de los fuegos artificiales. Las bujías despedían sus moribundas claridades, las flores caían desprendidas de las guirnaldas, y los grupos de danzarines y de cortesanos iban desparramándose por los salones.
El superintendente acababa de retirarse a su dormitorio, sonríense y más que medio muerto. Ya no oía ni veía; su cama le atraía, le fascinaba.
Estaba ya en manos de su ayuda de cámara cuando D'Artagnan apareció en el umbral de su dormitorio.
D'Artagnan, nunca logró vulgarizarse en la corte; en vano le veían a todas horas y en todas partes; siempre producía la misma impresión su presencia. Tal es el privilegio de ciertas personas, parecidas en esto al rayo o al trueno. Todos saben lo que son; pero su aparición admira, y la última impresión es, indefectiblemente, la que ha sido la más fuerte.
—¡Toma! ¿sois vos, señor de D'Artagnan? —dijo Fouquet.
—Para serviros —replicó el mosquetero.
—Entrad, mi querido señor de D'Artagnan.
—Gracias.
—¿Venís para hacerme una crítica de las fiestas? Sois hombre ingenioso.
—No, Señor.
—¿Estorban, por ventura, vuestro servicio?
—Nada.
—¿Quizás estáis mal alojado?
—Lo estoy a las mil maravillas.
—Os doy las gracias por vuestra amabilidad, y me siento obligado por todo lo que de lisonjero acabáis de decirme.
Esto equivalía a indicarle a D'Artagnan que, pues tenía cama, fuese a acostarse y le dejase hacer a él otro tanto.
—¿Ya os acostáis? —preguntó el gascón al superintendente como si no hubiese comprendido la indirecta.
—Sí. ¿Tenéis que comunicarme algo?
—Nada. ¿Dormís aquí?
—Ya lo veis.
—¡Qué hermosas fiestas le habéis dado a Su Majestad, señor Fouquet!