Los nueve hombres se sentaron un poco apartados de la excavación, cerca de Danglard, que permanecía de pie. El médico siguió dando vueltas alrededor de la fosa y fue a reunirse con ellos.
—Entonces, doctor de hombres muertos —preguntó Castreau—, ¿qué significa esto?
—Significa que se trata de una mujer mayor, de sesenta, setenta años... Significa que la mataron hiriéndola en la garganta, hace más de cinco meses. Va a ser muy árido identificarla, muchachos —el médico forense solía decir «muchachos» como si estuviera dándoles clase—. La ropa es corriente, modesta, no os ayudará mucho. Y tengo la impresión de que no encontraremos ningún otro objeto personal en la tumba. No esperen sacar algo de su dentista. Tiene una dentadura sana como ustedes y yo, sin huellas de la menor intervención, por lo que he podido ver. Esto es lo que hay, muchachos. Así que descubrir quién es les va a llevar mucho tiempo.
—Es Clémence Valmont —dijo tranquilamente Adamsberg—, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, de sesenta y cuatro años de edad. Quiero otro dedo de coñac, Declerc. Es verdad que es corriente, pero a pesar de todo agradable.
—¡No! —intervino Danglard, más vivamente de lo que se hubiera podido creer, pero sin moverse del árbol—. No. El médico lo ha dicho, ¡esta mujer está muerta desde hace meses! Y Clémence se fue de la
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, vivita y coleando, hace un mes. ¿Entonces?
—Pero yo he dicho Clémence Valmont —respondió Adamsberg—, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, y no domiciliada en la
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.
—Entonces, ¿qué? —dijo Castreau—. ¿Hay dos? ¿Dos homónimas? ¿Dos gemelas?
Adamsberg movió la cabeza dando vueltas al coñac en el fondo del cubilete.
—Nunca hubo nada más que una —dijo—. Una Clémence Valmont en Neuilly, asesinada hace cinco o seis meses. Ella —dijo señalando la fosa con un gesto de la barbilla—. Y luego hubo alguien que vivía desde hacía dos meses en casa de Mathilde Forestier, en la
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, con el nombre prestado de Clémence Valmont. Alguien que había matado a Clémence Valmont.
—¿Quién era? —preguntó Delille.
Adamsberg lanzó una mirada a Danglard antes de responder, como para disculparse.
—Era un hombre —dijo—. Era el hombre de los círculos.
Se habían alejado de la fosa para respirar mejor. Dos hombres se iban turnando en ella. Esperaban al equipo del laboratorio y al comisario de Nevers. Adamsberg se había sentado con Castreau cerca del furgón y Danglard se había ido a caminar un poco.
Caminó una media hora, dejando que el sol le calentara la espalda y le devolviera las fuerzas que había perdido. Entonces la musaraña había sido el hombre de los círculos. Entonces había sido él quien había degollado a Clémence Valmont, y luego a Madeleine Chátelain, y luego a Gérard Pontieux, y por fin a su mujer. En su cabeza de vieja rata había puesto a punto aquella máquina infernal. En primer lugar, círculos. Muchos círculos.
Todo el mundo había creído que se trataba de un maníaco. Un pobre maníaco utilizado por un asesino. Todo se había desarrollado como lo tenía pensado. Le habían detenido y había acabado confesando su manía de hacer círculos. Exactamente como lo tenía pensado. Entonces le habían puesto en libertad, y todo el mundo había corrido tras Clémence. La culpable que él les había preparado. Una Clémence ya muerta desde hacía meses y a la que habrían buscado en vano hasta que se archivara el asunto. Danglard frunció el ceño. Había demasiadas cosas oscuras.
Se reunió con el comisario, que masticaba en silencio un trozo de pan con Castreau, que seguía sentado en el borde del sendero. Castreau intentaba atraer una mirla con migas de pan en la mano.
—¿Por qué? —preguntó Castreau—. ¿Por qué las hembras de los pájaros siempre son más apagadas que los machos? Las hembras son de color marrón, beige, tonos así. Es como si les importara un bledo. Pero sus machos son de color rojo, verde, dorado. ¿Por qué, Dios mío? Es el mundo al revés.
—Según dicen —dijo Adamsberg—, los machos necesitan todo eso para gustar. Los machos necesitan estar continuamente inventando cosas. No sé si usted, Castreau, ha pensado en eso. Inventando cosas continuamente. ¡Qué agotador!
La mirla emprendió el vuelo.
—La mirla —dijo Delille— bastante trabajo tiene inventando sus huevos y ayudándolos a crecer, ¿no?
—Como yo —dijo Danglard—. Yo debo de ser una mirla. Mis huevos me dan muchos problemas. Sobre todo el último que me pusieron en el nido, el pequeño cuclillo.
—No exageres —dijo Castreau—. Tú no vas vestido de beige y marrón.
—Y además, mierda —respondió Danglard—. Las banalidades zooantropológicas no hay que buscarlas muy lejos. No es a través de los pájaros como vas a entender a los hombres. ¿Qué te habías creído? Los pájaros son pájaros y nada más. ¿Por qué coño te preocupas de eso cuando tenemos un cadáver sobre la mesa y no entendemos nada de nada? A menos que tú lo entiendas todo.
Danglard sabía perfectamente que estaba desvariando y que en otras circunstancias habría defendido un punto de vista más matizado, pero esa mañana no tenía la cabeza para eso.
—Tendrá que perdonarme por no haberle tenido al corriente de todo —dijo Adamsberg a Danglard—, pero hasta esta mañana no he tenido ninguna razón para estar seguro de mí. No quería arrastrarle a intuiciones sin fundamento, que usted habría podido reducir a cenizas razonando equilibradamente. Sus razonamientos me influyen, Danglard, y no quería correr el riesgo de que me influyeran antes de esta mañana. Si no, habría podido perder una pista.
—¿La pista de la manzana podrida?
—Sobre todo la pista de los círculos. Esos círculos que tanto he detestado. Aún más cuando Vercors-Laury confirmó que no se trataba de una manía auténtica. Nada en los círculos señalaba una verdadera obsesión. Sólo se parecía a una obsesión, a la idea preconcebida que se puede tener de ella. Por ejemplo, Danglard, usted dijo que el hombre variaba su forma de actuar: unas veces trazaba el círculo de un solo trazo, otras en dos partes, y otras incluso con forma ovalada. Pero ¿cree que un maníaco habría podido tolerar semejante laxismo? Un maníaco regula su universo casi al milímetro. Si no, no vale la pena tener una manía. Una manía se forma para organizar el mundo, para constreñirlo, para poseer lo imposible, para protegerse de él. Así que unos círculos así, sin fecha fija, sin objeto fijo, sin lugar fijo, sin un trazado fijo, significaban una manía de pacotilla. Y el círculo ovalado de la Rué Bertholet, alrededor de Delphine Le Nermord, fue su gran error.
—¿Cómo es posible? —preguntó Castreau—. ¡Mirad! ¡Ahí está el macho! ¡Ahí está el macho con su pico amarillo!
—El círculo era ovalado porque la acera era estrecha. Cualquier maníaco no lo habría podido soportar. Habría ido tres calles más lejos, y todo arreglado. Si el círculo estaba ahí, es porque tenía que estar ahí, a medio camino de la ronda de los agentes, en una calle oscura que permitía el crimen. El círculo era ovalado porque no había medio de matar a Delphine Le Nermord en otra parte, en un ancho boulevard. Demasiados polis por todas partes, se lo dije, Danglard. Necesitaba protegerse, matar allí donde fuera más seguro. Entonces, qué importaba el círculo, sería más estrecho. Una dramática metedura de pata para un maníaco de pacotilla.
—Esa noche, ¿usted sabía que el hombre de los círculos era el asesino?
—Al menos sabía que los círculos eran pésimos círculos. Falsos círculos.
—Entonces Le Nermord interpretó bien su papel. Ante mí también lo interpretó bien, ¿verdad? Su terror, sus sollozos, su fragilidad, y luego su confesión, y luego su inocencia. Mentiras.
—Lo interpretó muy bien. A usted, Danglard, le convenció. Incluso el juez de instrucción, que es desconfiado por naturaleza, consideró imposible que fuera culpable. ¿Asesinar a su propia esposa en uno de sus propios círculos? Impensable. Sólo había que dejarle en libertad y dejarse conducir a donde quería conducirnos. Hasta el culpable que nos había fabricado, la vieja Clémence. Yo no hice nada más. Me dejé llevar.
—El mirlo ha encontrado un regalo para la mirla —dijo Castreau—. Es un trocito de aluminio.
—¿No te interesa lo que estamos diciendo? —preguntó Danglard.
—Sí, pero no quiero que parezca que escucho atentamente porque tendría la impresión de ser un imbécil. No me habéis observado, pero os aseguro que reflexioné mucho sobre este asunto. A la única conclusión que llegué fue que Le Nermord tenía algo de peligroso. Pero no llegué más lejos. Como todos nosotros, me dediqué a buscar a Clémence.
—Clémence... —dijo Adamsberg—. Debió de tomarse su tiempo para encontrarla. Necesitaba dar con alguien de su edad, de aspecto insignificante y que estuviera lo bastante apartada del mundo para que su desaparición no preocupara a nadie. Aquella anciana Valmont de Neuilly era ideal, con su locura crédula y solitaria por los anuncios por palabras. Seducirla, prometerle la luna, convencerla de que lo vendiera todo y se reuniera con él con dos maletas, para eso no hacía falta ser un mago. Clémence sólo habló de ello con sus vecinos, pero como no eran amigos suyos, no les alarmó su aventura, y a todos les hizo mucha gracia. Al novio, nadie le había visto nunca. La pobre vieja acudió a la cita.
—Es increíble —dijo Castreau—, ahora aparece un segundo mirlo. ¿Qué espera? La mirla le mira. Está a punto de estallar la guerra. Mierda. ¡Qué vida ésta, santo cielo, qué vida!
—La mató —dijo Danglard—, y vino a enterrarla aquí. ¿Por qué aquí? ¿Dónde estamos?
Adamsberg alargó un brazo cansado hacia su izquierda.
—Para enterrar a alguien, hay que conocer lugares tranquilos. La cabaña forestal que está allí es la casa de campo de Le Nermord.
Danglard miró la cabaña. Sí, Le Nermord lo había pensado bien.
—Después de eso —repuso Danglard—, se puso la ropa de la vieja Clémence. Era fácil porque tenía sus dos maletas.
—Continúe, Danglard. Le dejo terminar.
—Mirad —dijo Castreau—, la mirla acaba de emprender el vuelo, ha perdido el trocho de aluminio. Con lo que cuesta hacer un regalo. No, ahí vuelve.
—Se instaló en casa de Mathilde —continuó Danglard—. Esa mujer le había seguido. Esa mujer le inquietaba. Necesitaba vigilar a Mathilde y luego utilizarla a su antojo. El apartamento libre fue para él una ocasión formidable. En caso de que hubiera problemas, Mathilde sería un testigo perfecto: conocía al hombre de los círculos y conocía a Clémence. Creía en la separación de los dos seres, y él se dedicó a convencerla de ello. Pero con los dientes, ¿cómo lo hizo?
—Fue usted quien me habló del ruido que hacía la pipa al chocar contra sus dientes.
—Es verdad. Así que era una dentadura postiza. Le bastaba con limar un antiguo aparato. ¿Y los ojos? Él los tiene azules. Ella los tenía marrones. ¿Lentillas? Sí. Lentillas. El gorro. Los guantes. Siempre con los guantes puestos. A pesar de todo la transformación debía de llevar tiempo, minuciosidad, incluso arte. Y luego, ¿cómo podía salir de su casa vestido como una señora mayor? Cualquier vecino habría podido verle. ¿Dónde se cambiaba?
—Se cambiaba por el camino. Salía de su casa como hombre y llegaba a la
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como mujer. Y viceversa, por supuesto.
—¿Entonces? ¿Un local abandonado? ¿La caseta de una obra en la que escondía la ropa?
—Por ejemplo. Habrá que encontrarla. O que él nos lo diga.
—¿La caseta de una obra con restos de comida, cascos de botellas, un armario un poco mohoso? ¿Era ése el olor? ¿El olor a manzana podrida en la ropa? Y ¿por qué la ropa de Clémence no olía a nada?
—Era ropa ligera. La llevaba debajo del traje y metía lo demás, la gorra y los guantes, en el maletín. Pero no podía conservar su traje de hombre bajo la ropa de Clémence. Así que la dejaba en el camino.
—Una alucinante organización.
—Para algunos seres, la organización es algo delicioso. Se trata de un crimen sofisticado que le llevó meses de trabajo previo. Se puso a hacer círculos más de cuatro meses antes del primer asesinato. Ese tipo de bizantinista no retrocede ante horas de preparación minuciosa, es muy puntilloso. Estoy seguro de que sintió un enorme placer. Por ejemplo, la idea de utilizar a Gérard Pontieux para hacernos correr detrás de Clémence. Es la clase de perfección que debió de encantarle. Así como la gota de sangre que puso en casa de Clémence, el último toque antes de su marcha.
—¿Dónde está? Dios mío, ¿dónde está?
—En la ciudad. Volverá a la hora de comer. No tiene prisa, está seguro de sí mismo. Un plan tan complicado no podía fallar. Sin embargo, no podía saber nada de la revista de modas. Su Delphie se tomaba libertades sin decírselo.
—Gana el macho pequeño —dijo Castreau—. Voy a darle pan. Se lo ha currado bien.
Adamsberg levantó la cabeza. El equipo del laboratorio había llegado. Conti bajó del camión, con todos sus maletines.
—Vas a ver esto —dijo Danglard saludando a Conti—, no tiene nada que ver con el bigudí, pero fue el mismo tipo el que lo hizo.
—Al tipo vamos a buscarle ahora mismo —dijo Adamsberg levantándose.
La casa de Augustin-Louis Le Nermord era un albergue de caza en bastante mal estado. Había una cabeza de ciervo colgada encima de la puerta de entrada.
—Es alegre —dijo Danglard.
—Pero el hombre no es alegre —dijo Adamsberg—. Le gusta la muerte. Reyer me lo dijo de Clémence. Sobre todo dijo que hablaba como un hombre.
—A mí me importa un bledo —dijo Castreau—. Mirad.
Orgulloso, les enseñó la mirla que se le había encaramado en el hombro.
—¿Habíais visto esto antes? ¿Una mirla que se deja domesticar? ¿Y que me escoge a mí?
Castreau se echó a reír.
—La voy a llamar Migaja —dijo—. Es una gilipollez, ¿verdad? ¿Creéis que se quedará conmigo?
Adamsberg llamó a la puerta. Unos pasos en zapatillas se deslizaron por el pasillo, con calma. A Le Nermord no le preocupaba nada. Cuando abrió, Danglard miró de otra manera sus ojos de color azul sucio, su piel blanca con manchitas rojas.
—Iba a comer —dijo Le Nermord—. ¿Qué ocurre?
—El plan ha fallado, señor —dijo Adamsberg—. Esas cosas pasan.
Le puso una mano en el hombro.
—Me hace daño —dijo Le Nermord retrocediendo.
—Haga el favor de seguirnos —dijo Castreau—. Se le acusa de un asesinato cuádruple.
Con la mirla aún en el hombro, agarró los puños de Le Nermord y le puso las esposas. Antes, en los tiempos del antiguo comisario, Castreau se vanagloriaba de saber poner las esposas tan deprisa que nadie tenía tiempo de verlo. Allí, no dijo nada.