—¿Debería?
—Has visto a Adamsberg varias veces, ¿verdad? Le he llamado hace un rato. Al parecer mañana tendrá noticias de Clémence.
—¿Por qué te interesa tanto Clémence?
—La encontré yo. Es mi musaraña.
—No, fue ella la que te encontró a ti. Mathilde, ¿por qué has llorado?
—¿Yo he llorado? Sí, un poco. ¿Cómo puedes saberlo?
—Tu voz está un poco húmeda. Se oye muy bien.
—No te preocupes. Es que alguien a quien adoro se va mañana. Es lógico llorar por eso.
—¿Puedo conocer tu cara? —preguntó Charles extendiendo las manos.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Así. Ahora lo verás.
Charles extendió los dedos hasta la cara de Mathilde y los paseó como un pianista por el teclado. Estaba muy concentrado.
En realidad, sabía perfectamente cómo era la cara de Mathilde. Probablemente había cambiado poco desde los seminarios en los que la había visto. Pero quería tocarla.
Al día siguiente, Adamsberg cogió el volante en dirección a Montargis. Danglard estaba sentado a su lado y Castreau y Delille detrás. El furgón les seguía. De vez en cuando miraba de reojo a Danglard o, en algunos momentos, cuando soltaba el cambio de marchas, posaba la mano un instante en el brazo del inspector. Como para asegurarse de que Danglard seguía ahí, vivo, presente, y fuera fundamental que estuviera.
Mathilde se había despertado temprano y no había tenido valor para seguir a nadie esa mañana. Sin embargo, la víspera se había divertido durante mucho rato con una pareja ilegítima en la Brasserie Barnkrug. Sin duda no se conocían desde hacía mucho tiempo. Pero cuando el hombre se había disculpado en medio de la comida y se había levantado para ir a llamar por teléfono, la chica le había mirado mientras desaparecía, con el ceño fruncido, y luego había echado una parte de las patatas fritas de su compañero en su propio plato. Satisfecha de su botín, lo había devorado sacando la lengua antes de cada bocado. El hombre había vuelto, y Mathilde se había dicho que ella sabía algo fundamental de la chica de lo que su compañero no se enteraría jamás. Sí, se había divertido mucho. Un buen trozo.
Sin embargo, esa mañana, aquel episodio no le decía absolutamente nada. Al final del trozo 1, no había que sorprenderse demasiado. Pensaba que hoy Jean-Baptiste Adamsberg iba a prender a la musaraña, que ella se debatiría silbando, que sería una jornada maldita para la vieja Clémence que tan bien había clasificado sus diapositivas con sus guantes, del mismo modo que tan bien había clasificado sus crímenes. Mathilde se preguntó durante un breve instante si se sentía responsable. Si no hubiera gritado en el Dodin Bouffant, para impresionar a todo el mundo, que sabía cómo encontrar al hombre de los círculos, Clémence no habría ido a vivir a su casa como un parásito y no habría encontrado la ocasión de matar. A continuación se dijo que era tan fantasmagórico degollar a un viejo doctor con el pretexto de que un día había sido tu novio y que el rencor hubiera hecho el resto.
Fantasmagórico. Eso debió decir a Adamsberg. Mathilde se repetía sus propias frases, completamente sola, a media voz, acodada sobre su mesa-acuario. «Adamsberg, ese crimen es fantasmagórico.» Un crimen pasional no se prepara fríamente cincuenta años más tarde, sobre todo con una máquina de guerra tan compleja como la que Clémence había utilizado. ¿Cómo había podido equivocarse Adamsberg hasta ese punto sobre el móvil de la vieja? Había que ser idiota para creer en semejante y tan fantasmagórico móvil. Lo que irritaba a Mathilde era que precisamente tenía a Adamsberg por uno de los tipos más hábiles con los que se había cruzado en su camino. Sin embargo, realmente había algo que no encajaba con el móvil de la vieja Clémence. Esa mujer no tenía rostro. Mathilde se había convencido de que era encantadora para intentar quererla un poco, ayudarla, pero todo lo relacionado con la musaraña la había molestado siempre. Todo, o sea nada: no había cuerpo dentro de su armazón, no había mirada en su cara, no había tonalidad en su voz. Nada en ninguna parte.
Ayer por la noche, Charles había palpado palmo a palmo su cara. Había sido muy agradable, tenía que reconocerlo, esas manos largas rozando tan delicadamente todos los contornos de su cara como si hubiera estado impresa en braille. Tenía la impresión de que le habría gustado tocarla mucho antes, pero ella no había hecho el menor gesto en ese sentido. Al contrario, había hecho café. Un café muy bueno por otra parte. Eso no sustituye a una caricia, por supuesto, pero en cierto sentido, tampoco una caricia sustituye a un excelente café. Mathilde pensó que aquella comparación no tenía sentido, que las caricias y los buenos cafés no eran intercambiables.
«Bueno», suspiró Mathilde en voz alta. Con el dedo siguió un Lepadogaster con dos manchas que nadaba bajo la plancha de cristal. Tenía que alimentar a los peces. ¿Qué iba a hacer con Charles y sus caricias? ¿Acaso habría llegado el momento de regresar al mar? Porque esa mañana no tenía ganas de seguir a nadie. ¿Qué había cosechado en la superficie terrestre en tres meses? Un poli que debería haber sido puta, un ciego más malo que la quina y que sabía acariciar, un bizantinista que dibujaba círculos, una vieja asesina. Una buena cosecha, en el fondo. No tenía por qué quejarse. Debería haber escrito todo eso. Sería más gracioso que escribir sobre los pectorales de los peces.
—Sí, pero ¿qué? —dijo casi gritando y levantándose de un salto—. ¿Escribir qué? ¿Escribir para qué?
Para contar la vida, se respondió.
¡Estupideces! Al menos sobre los pectorales hay algo que contar que nadie sabe. Pero ¿lo demás? Escribir ¿para qué? ¿Para seducir? ¿Es eso? ¿Para seducir a los desconocidos, como si los conocidos no bastaran? ¿Para imaginar que reúnes la quintaesencia del mundo en unas cuantas páginas? ¿Qué quintaesencia realmente? ¿Qué emoción del mundo? ¿Qué decir? Ni siquiera la historia de la vieja musaraña es interesante para ser contada. Escribir es fracasar.
Mathilde volvió a sentarse de un humor sombrío. Pensó que pensaba de una forma deshilvanada. Los pectorales, eso sí que estaba bien.
Sin embargo, a veces resulta deprimente no hablar más que de pectorales, porque a la gente le importan todavía menos que la vieja Clémence.
Mathilde se levantó y echó su pelo negro hacia atrás con las dos manos. Muy bien, concluyó, he tenido un pequeño ataque metafísico, pero se me pasará. Estupideces, volvió a murmurar. Estaría menos triste si Camille no volviera a marcharse esta noche. Se marcha otra vez. Si no hubiera conocido a ese policía itinerante, no se vería obligada a vivir en los más lejanos confines de la tierra. ¿Y escribir eso valdría la pena?
No.
Seguramente había llegado el momento de ir a sumergirse de nuevo en una fosa marina. Y sobre todo, estaba prohibido preguntarse para qué.
¿Para qué?, se preguntó Mathilde inmediatamente.
Para sentirse bien. Para mojarse. Eso. Para mojarse.
Adamsberg conducía deprisa. Danglard veía que no se dirigían a Montargis pero no sabía nada más. Cuanto más avanzaba la carretera, más se contraía la cara del comisario. Y los contrastes de su rostro se intensificaban hasta el punto de volverse casi surrealistas. La jeta de Adamsberg era como esas linternas cuya intensidad se puede variar. Realmente extraño. Lo que Danglard no entendía era que Adamsberg se había puesto, haciéndose el nudo a su manera, una corbata negra sobre su vieja camisa blanca. Una corbata de luto que no le pegaba nada. Danglard expresó su extrañeza en voz alta.
—Sí —respondió Adamsberg—, me he puesto esta corbata. Considero que es una buena costumbre, ¿no cree?
Eso fue todo. Excepto la mano que, a veces, se posaba un instante en su brazo. Más de dos horas después de haber salido de París, Adamsberg detuvo el coche en un camino forestal. Allí ya no se encontraba el calor del verano. Danglard leyó en un cartel: «Bosque comunal des Bertranges», y Adamsberg dijo: «Hemos llegado», accionando el freno de mano.
Bajó del coche, respiró y miró a su alrededor moviendo la cabeza. Extendió un mapa sobre el capó y llamó con un gesto a Castreau, Delille y los seis hombres del furgón.
—Iremos por aquí —indicó—. Seguiremos este sendero, luego éste y aquél. Después seguiremos los senderos de la parte sur. Se trata de rastrear toda la zona alrededor de esta cabaña forestal.
Al mismo tiempo hizo un pequeño redondel con el dedo en el mapa.
—Círculos, siempre círculos —murmuró.
Dobló el mapa sin ningún cuidado y se lo tendió a Castreau.
—Saque los perros —añadió.
Seis mastines sujetos por correas bajaron del furgón haciendo mucho ruido. Danglard, que no amaba demasiado a estos animales, se mantuvo un poco al margen, con los brazos cruzados, sujetándose los faldones de su amplia chaqueta gris como única protección.
—¿Hace falta todo esto para la vieja Clémence? —preguntó—. ¿Cómo lo harán los perros? Ni siquiera nos dejó un trozo de ropa para que lo olfateen.
—Tengo lo que necesito —dijo Adamsberg sacando un paquetito del furgón que puso ante el morro de los perros.
—Es carne podrida —dijo Delille arrugando la nariz.
—Huele a muerto —dijo Castreau.
—Es verdad —dijo Adamsberg.
Hizo un breve gesto con la cabeza y ellos tomaron el primer sendero que salía a su derecha. A la cabeza, los perros tiraban de las correas, ladrando. Uno de ellos se había comido el trozo de carne.
—Ese perro es un cabrón —dijo Castreau.
—Esto no me gusta —dijo Danglard—. Nada en absoluto.
—Lo comprendo —dijo Adamsberg.
El bosque hace ruido cuando se camina por él. Ruido de ramas que se rompen, ruido de bichos que huyen, ruido de pájaros, ruido de hombres que resbalan en las hojas, ruido de perros que consiguen que todo eche a volar.
Adamsberg llevaba sus viejos pantalones negros. Caminaba con las manos metidas en el cinturón, la corbata echada al hombro, mudo, atento al menor movimiento de los perros. Pasaron tres cuartos de hora hasta que dos de los perros dejaron al mismo tiempo el sendero, volviéndose bruscamente hacia la izquierda. Allí ya no había una senda practicable. Había que pasar bajo las ramas, rodear los troncos. Los hombres avanzaban lentamente y los perros tiraban de ellos. Una rama volvió como un bumerán a la cara de Danglard. Le hizo daño. El perro que iba en cabeza, el mejor de los perros, el que se llamaba
Alarm-Clock
y al que llamaban
Clock
a secas, se detuvo al cabo de sesenta metros. Giró sobre sí mismo, ladró levantando la cabeza, luego gimió y se tumbó en el suelo, con la cabeza erguida, satisfecho. Adamsberg se quedó inmóvil, con los dedos ahora apretados en el cinturón. Su mirada recorrió el minúsculo espacio en el que
Clock
se había tumbado, varios metros cuadrados entre robles y abedules. Con la mano tocó una rama baja que alguien había roto hacía meses. El musgo había crecido en el doblez.
Apretó los labios, como siempre que se emocionaba. Danglard lo había advertido.
—Llame a los demás —dijo Adamsberg.
Luego miró a Declerc, que llevaba la bolsa del material, y le hizo una seña de que podía empezar a trabajar ahí. Danglard observó con aprensión cómo Declerc abría la bolsa, sacaba los picos y las palas, y los distribuía.
Desde hacía una hora se había negado a pensar que buscaban eso. Sin embargo ahora ya no podía negar la evidencia: buscaban eso.
«Un hallazgo, espero», había dicho ayer Adamsberg. La corbata negra. Estaba claro que el comisario no retrocedía ante ningún símbolo, por terrible que fuera.
Inmediatamente, las palas empezaron a hacer mucho ruido, ese ruido espantoso del hierro golpeando las piedras que Danglard había oído muchas veces. El montón de tierra que poco a poco se iba haciendo más grande al lado de la excavación también lo había visto muchas veces. Los hombres sabían cavar con las palas. Lo hacían deprisa, doblando las rodillas.
Adamsberg, que no apartaba los ojos de la fosa, agarró a Declerc por el brazo.
—Ahora háganlo despacio. Caven suavemente. Cambien de herramientas.
Hubo que alejar a los perros. Hacían demasiado ruido.
—Los perros están muy nerviosos —observó Castreau.
Adamsberg movió la cabeza y siguió mirando la fosa fijamente.
Declerc dirigía las operaciones. Ahora quitaba la tierra con una paleta pequeña. Entonces retrocedió de repente, como si le hubieran atacado. Se limpió la nariz con la manga.
—Aquí hay algo —dijo—, una mano. Creo. Creo que es una mano.
Danglard hizo un esfuerzo prodigioso por despegarse del tronco del árbol contra el que se había apoyado y por acercarse a la fosa. Sí, era una mano, una mano terrible.
Un hombre empezó a extraer el brazo, otro la cabeza, otro jirones de tela azul. Danglard sintió vértigo. Retrocedió, buscando con la mano detrás de la espalda el lugar en el que había podido dejar su amable tronco de árbol, su amable roble. Palpó la corteza y se agarró a ella con fuerza, teniendo ante los ojos la imagen vislumbrada de un horrible cadáver, con la piel negra y destrozada.
«Jamás debí venir», pensó cerrando los ojos. En ese instante ni siquiera intentó averiguar de quién podía ser ese cuerpo inmundo, por qué habían ido a buscarlo, dónde estaban y por qué no entendía nada. Todo lo que sabía era que no tenía nada que ver con el hallazgo que pretendía el comisario. El cadáver estaba ahí desde hacía meses. Entonces no era Clémence.
Los hombres trabajaron una hora más en medio de un olor que se iba haciendo cada vez más insoportable. Danglard no se había movido un centímetro del tronco de su acogedor roble. Mantenía la cabeza alta. No se veía más que un trozo de cielo no muy grande, allá arriba entre las copas de los árboles, y aquel rincón del bosque era muy sombrío. Oyó la suave voz de Adamsberg que decía:
—Basta. Hagamos una pausa. Vamos a beber algo.
Echaron las herramientas a un lado y Declerc sacó un litro de coñac de la bolsa.
—No es un coñac muy sofisticado —explicó—, pero nos entonará un poco. Sólo un cubilete para cada uno.
—Está prohibido pero es indispensable —dijo Adamsberg.
El comisario dio unos pasos para llevar un cubilete a Danglard. No dijo «¿Qué tal?» o «¿Un poco mejor?». En realidad no dijo absolutamente nada. Sabía que dentro de media hora se le pasaría un poco y Danglard podría andar. Todo el mundo lo sabía y nadie se metía con él por ello. Cada cual estaba ya bastante ocupado con sus luchas internas en torno a aquella apestosa fosa.