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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (16 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Es un gran alivio para mí, en verdad, hallarme fuera del
Kilmorden
. Durante todo el tiempo que permanecí a bordo, tuve la sensación de que me rodeaba una red de intrigas. Por si eso fuera poco, Guy Pagett tuvo la ocurrencia, la última noche, de meterse en una riña de borrachos. Está muy bien todo eso de querer justificar las cosas; pero a mí no hay quien me quite de la cabeza que se trató, pura y simplemente, de una riña de borrachos como he dicho. Porque, ¿qué otra cosa puede pensar uno cuando se le presenta un hombre con un bulto del tamaño de un huevo en la cabeza y un ojo con todos los colores del arco iris?

Verdad es que Pagett se empeñó en convertir el suceso en un misterio. De hacerle caso a él, cualquiera hubiese creído que le habían hinchado un ojo como consecuencia de su deseo de defender mis intereses. Hizo un relato extraordinariamente largo y confuso y tardé la mar de tiempo en entender una palabra.

Para empezar, parece ser que vio a un hombre que obraba de una manera sospechosa. Eso dice él, por lo menos. Estoy seguro de que estas palabras las ha sacado de una novela de espionaje. Ni él mismo sabe lo que significa eso de que un hombre obre de una manera sospechosa. Así se lo dije yo mismo.

—Se deslizaba por la oscuridad de una manera furtiva. Y era medianoche, sir Eustace.

—Bueno, y ¿qué hacía usted por ahí a esas horas? ¿Por qué no estaba metido en cama y durmiendo como un buen cristiano? —le exigí, irritado después de cuanto me contó.

—Había estado poniendo en clave sus cablegramas, sir Eustace, y escribiendo a máquina las últimas anotaciones de su Diario.

A Pagett nunca le faltaban palabras para demostrar que tiene razón, que es un esclavo de su deber y un verdadero mártir.

—¿Bien?

—Se me ocurrió echar una mirada a todo antes de acostarme, sir Eustace. El hombre bajaba por el corredor, como si viniera del camarote de usted. Se me antojó en seguida que ocurría algo anormal; por la manera como miraba a su alrededor. Se deslizó escalera arriba, por un lado del comedor. Y le seguí.

—Mi querido Pagett: ¿por qué no había de subir el pobre hombre a cubierta sin que le siguieran los pasos? Hay gente que incluso duerme sobre cubierta... cosa la mar de incómoda, en mi opinión. Los marineros no se fijan en uno y le baldean a las cinco de la mañana, lo mismo que a la cubierta.

Me estremecí con sólo pensarlo.

—Sea como fuere —proseguí—, si molestó usted a un pobre diablo que padecía de insomnio, no me extraña que le pusiera un ojo a la funerala.

Pagett puso cara de estar haciendo alarde de impaciencia.

—Si tuviera usted la amabilidad de escucharme hasta el final, sir Eustace... Quedé convencido de que el hombre aquel había estado merodeando por los alrededores de su camarote, donde no se le había perdido nada. Los únicos dos camarotes que hay en ese corredor son el de usted y el del coronel Race.

—Race —dije, encendiendo cuidadosamente un cigarro—, no necesita su ayuda para protegerse, Pagett.

Y agregué:

—Ni yo tampoco.

Pagett se acercó aún más y respiró fuertemente, preámbulo obligado en él antes de dar a conocer un secreto.

—Es que me parece, sir Eustace... que era Rayburn. Y ahora estoy completamente seguro de ello.

—¿Rayburn?

—Sí, sir Eustace.

Moví negativamente la cabeza.

—Rayburn tiene demasiado sentido común para intentar despertarme a medianoche.

—En efecto, sir Eustace. Yo creo que a quien fue a ver fue al coronel Race. Una reunión secreta... ¡para recibir órdenes!

—No me escupa, Pagett —corté retrocediendo un poco—. Y no respire con tanta fuerza. Lo que usted dice es absurdo. ¿Por qué habían de celebrar reuniones secreta a medianoche? De tener algo que decirse podrían hacerlo mientras se desayunaban juntos sin llamar la atención de nadie.

Comprendí que Pagett andaba muy lejos de estar convencido.


Algo
sucedía anoche, sir Eustace —insistió—. De lo contrario, ¿por qué había de atacarme Rayburn tan brutalmente?

—¿Está usted completamente seguro de que era Rayburn?

Pagett parecía estar completamente convencido de ello. Era la única parte de su relato en la que no se mostraba confuso.

—Hay algo muy raro en todo esto —dijo—. Para empezar, ¿
dónde está
Rayburn?

Es cierto, en efecto, que no hemos visto a ese hombre desde que desembarcamos. No nos acompañó al hotel. Me niego a creer que le tenga miedo a Pagett, sin embargo.

La verdad es que, tomada en conjunto, la cosa es como para irritar a cualquiera. Uno de mis secretarios ha desaparecido como si se le hubiera tragado la tierra, y el otro parece un púgil profesional. No puedo llevarle conmigo con la cara que tiene actualmente. Sería el hazmerreír de toda la Ciudad de El Cabo. Estoy citado para entregar hoy el
billet-doux
de Milray; pero iré sin Pagett. Al diablo con el imbécil y con su manía de merodear.

Estoy bastante malhumorado. Hice un desayuno calamitoso en compañía de gente más calamitosa aún. Camareras holandesas de tobillos como troncos que tardaron media hora en servirme un poco de pescado pasado. Y esa farsa de levantarse a las cinco de la mañana al llegar al puerto para ver al médico y alzar los brazos por encima de la cabeza me deja completamente hastiado.

Más tarde

Ha ocurrido una cosa muy sería. Acudí a la cita con el Primer Ministro llevando la carta sellada de Milray. No parecía haber sido tocada; pero ¡no había más que una hoja de papel blanco dentro!

Supongo que ahora me he metido en un lío. No sé cómo demonios consentí que ese asno de Milray me metiera en semejante jaleo.

Pagett se distingue como consolador. Da muestras de cierta satisfacción sombría que me enfurece. Además, se ha aprovechado de mi turbación para cargarme con el baúl de papel. Como no ande con cuidado, el próximo entierro a que asista será el suyo propio.

No obstante, a última hora tuve que escucharle.

—Supóngase usted, sir Eustace, que Rayburn hubiese sorprendido parte de su conversación con el señor Milray... No olvide que no vio usted autorización alguna extendida por el señor Milray. Aceptó usted a Rayburn fiándose de su palabra.

—Así pues, ¿usted cree que Rayburn es un criminal? —inquirí, lentamente.

Pagett sí que lo creía. Hasta qué punto influiría en su creencia el resentimiento que sentía como consecuencia del ojo hinchado, no lo sé. Logró presentar el caso de una manera bastante comprometedora para Rayburn. Y el aspecto de este último le perjudicaba. Mi intención era no hacer nada en el asunto. El hombre que se ha dejado engañar de tal manera no tiene muchos deseos de dar publicidad a su idiotez.

Pero Pagett, nada afectada su energía por sus recientes desdichas, se mostró partidario de medidas extremas. Salió con la suya, naturalmente. Marchó a la comisaría, despachó numerosos cablegramas y regresó con una manada de funcionarios ingleses y holandeses que se tomaron no sé cuantos whiskyes con soda a costa mía.

Recibimos la contestación de Milray aquella tarde. ¡No sabía una palabra de mi ex secretario! Sólo había un detalle consolador en todo el asunto.

—Sea como fuere —le dije a Pagett—, a usted no le envenenaron. Sufrió uno de sus ataques biliosos de costumbre.

Le vi hacer una nueva mueca. Fue el único tanto que pude apuntarme.

Más tarde aún

Pagett se encuentra en su elemento. Las ideas geniales se le ocurren a borbotones. Se empeña en que Rayburn es nada menos que el «Hombre del traje castaño». Seguramente tiene razón. Suele tenerla siempre. Pero todo esto se está haciendo desagradable. Cuando antes me marche a Rhodesia, mejor. Le he explicado a Pagett que no debe acompañarme.

—Es preciso, amigo mío —le dije—, que se quede usted aquí. Pudieran necesitarle de un momento a otro para identificar a Rayburn. Además he de pensar en mi dignidad como miembro del Parlamento Británico. No puedo andar por ahí con un secretario que parece haber estado recientemente en una vulgar riña callejera.

Pagett hizo una mueca. Es un hombre tan respetable, que su aspecto es un continuo dolor y una tribulación sempiterna para él.

—Pero, ¿cómo se arreglará usted para la correspondencia y las notas de sus discursos, sir Eustace?

—Ya me las arreglaré —le respondí.

—Su vagón particular estará enganchado mañana, miércoles, al tren de las once —continuó Pagett—. Ya he dado todos los pasos necesarios. ¡La señora Blair lleva una doncella consigo!

—¿La señora Blair? —exclamé.

—Me ha dicho que le ofreció usted sitio.

—Es cierto, ahora que me acuerdo. La noche del baile de máscaras. Hasta insistí en que me acompañase. Pero ¡jamás creí que iba a cogerme la palabra! A pesar de lo deliciosa que es, no estoy muy seguro de que me guste gozar de su compañía desde Ciudad de El Cabo a Rhodesia y luego durante el viaje de regreso. ¡Hay que guardarles tantas atenciones a las mujeres! Y son un verdadero estorbo, a veces. ¿He invitado a alguna persona más? —pregunté, con ansiedad.

Uno suele hacer esas cosas en momentos de expansión.

—La señora Blair parecía creer que había usted invitado al coronel Race, también.

—Muy borracho estaría yo, si invité a Race. Muy borracho en verdad. Siga un consejo, Pagett, y que el ojo hinchado le sirva de escarmiento. No vuelva a irse de parranda. Créame, Pagett.

—Como usted sabe, sir Eustace, soy abstemio.

—Es preferible que deje de beber, en efecto, si no tiene usted suficiente fuerza de voluntad para hacerlo con moderación. No he invitado a nadie más, ¿verdad, Pagett?

—Que yo sepa no, sir Eustace.

Exhalé un suspiro de alivio.

—Hay la señorita Beddingfeld —dije pensativo—. Creo que quiere ir a Rhodesia a buscar huesos. Ganas me dan de ofrecerle la plaza de secretaria interina. Sabe escribir a máquina. Lo sé, porque ella me lo dijo.

Con gran sorpresa mía, Pagett se opuso vehemente a la idea. No le es simpática Ana Beddingfeld. Desde la noche del ojo hinchado ha dado muestra de profunda e incontenible emoción cada vez que se mencionaba su nombre. Pagett está lleno de misterios en estos tiempos. Invitaré a la muchacha nada más que para molestarle.

Como dije en otra ocasión, tiene unas piernas exquisitas.

Capítulo XVIII

Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld

No creo que, mientras viva, pueda olvidar la impresión de
Table Mountain
. Me levanté la mar de temprano y salí a cubierta. Me fui derecha a la cubierta de los botes, cosa que creo constituye un crimen, pero había decidido gozar de la soledad. Entrábamos en aquellos instantes en
Table Bay
. Nubes aborregadas flotaban por encuna de
Table Mountain
, y la ciudad dormida, dorada y embrujada por la luz del sol matutino, parecía prendida de las laderas, llegando hasta la orilla del mar.

Me hizo contener la respiración y experimentar ese doloroso anhelo que se apodera de una a veces cuando ve algo más hermoso de lo corriente. No tengo habilidad para expresar tales cosas; pero comprendí que había encontrado, aunque sólo fuera durante un fugaz instante, lo que había estado buscando desde mi salida de Little Hampsly. Algo nuevo; algo en lo que no había soñado hasta entonces; algo que satisfacía mi sed de lo romántico.

En completo silencio, o así me lo pareció a mí, el
Kilmorden
se deslizó más y más cerca. Aún parecía un sueño. Al igual que todos los soñadores, sin embargo, no fui capaz de dejar mi sueño en paz. ¡Es tan grande la ansiedad de los pobres humanos de no perder un solo detalle!

—Esto es África del Sur —me dije y me repetí—. África del Sur... África del Sur... Estás viendo el mundo. Éste es el mundo. Lo estás viendo. Imagínate, Anita Beddingfeld, so estúpida... ¡Estás viendo el mundo!

Creí hallarme a solas sobre la cubierta de botes; pero ahora observé que otra persona estaba inclinada sobre la borda, absorta como yo lo había estado en la ciudad que tan rápidamente se acercaba. Sabía yo ya quién era aún antes de que volviera la cabeza. La escena de la noche anterior parecía irreal y melodramática a la luz del apacible sol matutino. ¿Qué habría pensado él de mí? Me entró calentura de sólo pensar en las cosas que había dicho. Y no las había dicho en serio... ¿o sí?

Aparté la mirada resueltamente y la fije con intensidad en la montaña. Si Rayburn había subido allí para estar solo, no era necesario que yo, por lo menos, le turbara, dándole a conocer mi presencia.

Pero con gran sorpresa mía, oí una pisada a mis espaldas y luego su voz, agradable y normal.

—Señorita Beddingfeld...

—¿Diga?

Me volví.

—Quiero pedirle perdón. Me porté como un perfecto grosero anoche.

—Fue... una noche singular —repuse, precipitadamente.

No resultaba un comentario muy brillante; pero era el único que se me ocurría.

—¿Me perdona?

Le tendí la mano sin decir una palabra. Él la tomó.

—Hay otra cosa que quisiera decirle —agregó con mayor solemnidad—. Señorita Beddingfeld, podrá usted no saberlo, pero anda mezclada en un asunto bastante peligroso.

—Eso deduzco yo —contesté.

—No. No es posible que usted lo sepa. Quiero hacerle una advertencia. Deje el asunto en paz. No puede tener nada que ver usted en realidad. No permita que la curiosidad la induzca a entremeterse en asuntos ajenos. No; no se vuelva usted a enfadar, por favor, no hablo de mí. No tiene usted la menor idea de las cosas con que puede llegar a tener que enfrentarse. Esos hombres son capaces de todo. Son completamente implacables. Se encuentran en peligro ya... No tiene más que recordar lo de anoche. Creen que sabe usted algo. Su única esperanza de salvación es convencerles de que no sabe una palabra. Pero ande con cuidado, vigile siempre... Y escuche; si alguna vez cayera usted en sus manos, no intente ser lista... cuente toda la verdad; sólo así habrá una probabilidad de que se salve.

—Me pone usted carne de gallina, señor Rayburn —dije, y no le engañaba del todo—. ¿Por qué se toma la molestia de ponerme en guardia?

No contestó durante unos minutos. Luego dijo, en voz baja:

—Tal vez sea la última cosa que pueda hacer por usted. Una vez en tierra, estaré seguro... pero, tal vez no llegue a desembarcar.

—¿Cómo? —exclamé.

—Temo que no es usted la única persona a bordo que sabe que soy el «Hombre del traje color castaño».

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