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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (13 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Media hora más tarde Fisher se hallaba nuevamente caminando de un lado para otro por las inmediaciones del club en compañía del Capitán Boyle, quien por entonces poseía un aire aturdido y desconcertado, convertido quizá en un hombre más triste pero también más sabio.

—Pero entonces, ¿qué va a pasar conmigo? —decía—. ¿Estoy libre de cargos? ¿Me van a dejar en libertad?

—Creo y espero —contestó Fisher— que no se va a sospechar de usted. Pero ciertamente no va usted a ser puesto por completo en libertad. Al menos su lengua debe permanecer atada por una promesa. No debe quedar sospecha alguna en contra de Hastings y, por consiguiente, tampoco ninguna en contra de usted. Cualquier sospecha en contra de él, y no digamos ya una historia como la que nos concierne, nos haría caer de golpe desde Malta hasta Mandalay. Él era tanto un héroe como un terror sagrado entre los musulmanes. De hecho, uno casi podría llamarle un héroe de los musulmanes al servicio de Inglaterra. Sin lugar a dudas, logró llevarse bien con ellos debido en parte a su pequeña dosis propia de sangre oriental. Le venía por parte de su madre, una bailarina de Damasco. Todo el mundo lo sabe.

—Claro. Todo el mundo lo sabe —repitió Boyle mecánicamente, mirándole fijamente con los ojos muy abiertos.

—Me atrevería incluso a decir que había un resto de todo ello en sus celos y en ese feroz deseo suyo de venganza —prosiguió Fisher—. Pero, a pesar de todo, su crimen sería nuestra perdición entre los árabes, sobre todo porque fue algo parecido a un crimen contra la hospitalidad. Ha sido una experiencia odiosa para usted, lo sé, y también lo ha sido para mí. Pero aún quedan cosas que ese maldito pozo nunca podrá hacer, y mientras yo viva ésa es una de ellas.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Boyle con una mirada de curiosidad—. ¿Por qué tiene usted que tomarse todo esto tan a pecho?

Horne Fisher miró al joven con una desconcertante expresión.

—Supongo —dijo— que porque soy un pobre inglesito.

—No logro entender lo que quiere usted decir con eso —contestó Boyle con recelo.

—¿Cree usted que Inglaterra es tan poca cosa? —dijo Fisher con ardor en su fría voz—. ¿No la cree capaz de mantener bien alto a un hombre a costa de unos pocos miles? Usted me aleccionó con un montón de ideales patrióticos, mi joven amigo. Pero ahora se trata de que usted y yo pongamos en práctica ese patriotismo. Y sin mentiras que nos ayuden. Usted habló como si todo nos marchase a las mil maravillas a lo largo y ancho de este mundo, en un ascenso triunfante que culminase en Hastings. Y yo le digo que todo aquí nos ha ido mal excepto Hastings. El suyo ha sido el único nombre que nos ha quedado para la posteridad. Y eso tampoco debe perderse. No, por Dios. Ya es malo de por sí que una banda de malditos judíos tenga que tenernos plantados aquí, donde no existen intereses que sean de utilidad alguna para Inglaterra y donde todos los infiernos juntos nos están cayendo encima simplemente porque ese maldito judío entrometido de Zimmern le ha prestado dinero a la mitad de los ministros de nuestro gobierno. Ya es bastante malo de por sí que un viejo prestamista de Bagdad tenga que hacernos librar por él sus propias batallas. Nosotros no podemos luchar con la mano derecha atada a la espalda. Nuestras únicas bazas eran Hastings y su victoria, la cual era en realidad la victoria de alguien más. A Tom Travers aún le queda mucho que aguantar, y también a usted.

Luego, tras un momento de silencio, señaló hacia el Pozo Sin Fondo y dijo en un tono más tranquilo:

—Ya le comenté —dijo— que no creía en la filosofía de la Torre de Aladino. No creo en el Imperio mientras siga creciendo hasta alcanzar el cielo. No creo en la Union Jack mientras siga ascendiendo y ascendiendo eternamente igual que aquella Torre. Pero si por casualidad piensa usted que voy a dejar que la Union Jack caiga y caiga para siempre como el Pozo Sin Fondo, que se precipite a la oscuridad de una fosa insondable, que se postre entre las burlas y la derrota rodeada del escarnio de los judíos que han estado chupándonos la sangre durante tanto tiempo… Pues no, nunca lo haré. Y no hay más que hablar. Ni siquiera aunque al canciller le chantajeasen veinte millonarios venidos a menos, ni siquiera aunque el Primer Ministro se casase con veinte judías yanquis, ni siquiera aunque Woodville y Carstairs tuviesen acciones en veinte minas de pacotilla. Y si la cosa empieza realmente a tambalearse, que Dios nos ayude, pero no seremos precisamente nosotros quienes acaben con todo lo que se ha conseguido hasta ahora a base de sudor y sangre.

Boyle le miró con una perplejidad rayana en el miedo e incluso con una pizca de aversión.

—De alguna manera —dijo—, parece haber algo verdaderamente horrible en todas esas cosas que usted sabe.

—Lo hay —respondió Fisher—. Y no me siento ni mucho menos orgulloso de esa pequeña porción de conocimiento y sabiduría que poseo. Pero ya que ella es en parte responsable de que no le hayan colgado a usted, no creo que tenga motivo alguno para quejarse.

Y como si se sintiese ligeramente avergonzado a causa de aquel arrebato que acababa de protagonizar, se volvió y se alejó paseando en dirección al Pozo Sin Fondo.

EL AGUJERO EN EL MURO

C
UANDO aquellos dos hombres, el uno arquitecto y el otro arqueólogo, se encontraron en las escaleras de la mansión de Prior’s Park, su anfitrión, Lord Bulmer, sin olvidar nunca aquellas maneras suyas tan joviales y desenfadadas, creyó oportuno presentarles.

Debe hacerse constar aquí que, además de jovial, Lord Bulmer era también bastante despistado y que lo único que andaba medianamente claro en aquel momento en su atolondrada cabeza era el hecho de que arquitecto y arqueólogo son palabras que comienzan por las mismas letras. Por ello, permítanme que les mantenga en una respetable duda en lo referente a si, por la misma regla de tres, hubiera igualmente presentado a un diplomático y a un dipsomaníaco o a un explorador y a un exterminador de ratas. Por lo demás, Lord Bulmer era un joven grandote y rubio, dotado de un poderoso cuello, que gesticulaba acusadamente a la vez que agitaba sus guantes y meneaba su bastón de manera completamente inconsciente.

—Ustedes dos deben de tener un buen número de cosas en común de las que hablar —dijo alegremente—. Castillos, edificios antiguos y todo eso. Como éste, por cierto, que, no es porque yo lo diga, es un edificio bastante antiguo. Pero debo pedirles que me disculpen un momento. Tengo que encargarme de las tarjetas de felicitación que mi hermana está preparando para las vacaciones de Navidad. Esperamos verlos a ustedes allí, desde luego. Juliet está planeando celebrar una fiesta de disfraces. Ya saben: frailes, cruzados y todo eso. En pocas palabras: según tengo entendido, mis antepasados.

—Confío en que el fraile no fuese antepasado suyo —dijo con una sonrisa el caballero que era arqueólogo.

—Oh, no. Creo que en realidad no era más que una especie de tío abuelo —contestó el otro riendo.

Lord Bulmer recorrió con su nerviosa mirada el cuidado paisaje que se desplegaba frente a la casa. Allí, una gran masa de agua artificial se extendía alrededor de una estatua pasada de moda que representaba a una ninfa, mientras todo el conjunto quedaba enmarcado por un parque lleno de altos árboles que ahora se veían grises, negros y cubiertos de escarcha al encontrarse en lo más crudo de un ya de por sí crudo invierno.

—Hace un frío que pela —prosiguió—. Mi hermana alberga la esperanza de que se pueda patinar además de bailar.

—Si los cruzados vienen con toda su armadura puesta —dijo el otro— tendrá usted que tener cuidado de que sus antepasados no se ahoguen.

—Oh, no se preocupe usted por eso —respondió Bulmer—. Esta preciosidad de lago no tiene ni dos pies de profundidad en toda su extensión.

Y con uno de sus nerviosos ademanes introdujo su bastón en el agua para demostrar su escaso calado. Los otros pudieron observar cómo el extremo del bastón se combaba dentro del agua de tal manera que dio la impresión de que, por un momento, Lord Bulmer se apoyaba con todo su peso sobre un palo a punto de quebrarse.

—Lo peor que puede pasar es que de repente se vea a un fraile sentarse inesperadamente —añadió mientras se volvía—. Muy bien,
au revoir
. Ya les iré poniendo al corriente.

El arqueólogo y el arquitecto se encontraron entonces solos, sonriéndose mutuamente, de pie sobre los grandes peldaños de piedra. A pesar de los intereses supuestamente comunes, fueran éstos cuales fuesen, denotaban un considerable contraste personal, además de lo cual, y haciendo un pequeño esfuerzo de imaginación, podía llegar a encontrarse incluso alguna que otra contradicción en cada uno de ellos considerándolos por separado.

Uno de los dos, un tal Mr. James Haddow, regresaba en aquel momento de un soñoliento cuartito de paredes cubiertas de pergaminos situado en el Colegio de Abogados, ya que la ley era su profesión y la historia tan sólo un pasatiempo. Era, de hecho, y amén de muchas otras cosas, el procurador y apoderado de la propiedad de Prior’s Park. Pero él mismo, sin embargo, no tenía pinta alguna de soñoliento. Muy al contrario, parecía notablemente despierto tras sus astutos y azules ojos saltones y bajo su pelo rojizo cepillado con tanta pulcritud como su aseado traje.

El otro, cuyo nombre era Leonard Crane, venía directamente de una tosca y casi
cockney
oficina de constructores y agentes inmobiliarios que, situada en un barrio cercano, se erigía al sol al final de una hilera de casuchas mal levantadas y en la que llamaban la atención multitud de planos de colores muy vivos y carteles de letras muy grandes. No obstante, cualquier observador concienzudo, tras un segundo vistazo, hubiera sido capaz de percibir en sus ojos algo de ese brillante ensueño que suele asociarse con los visionarios. Su pelo rubio, si no afectadamente largo, sí resultaba aseado por naturaleza. Parecía una verdad manifiesta a la vez que melancólica que el arquitecto era un artista, si bien el temperamento puramente artístico distaba mucho de explicar su conducta. Había en él algo más que no resultaba fácil de definir y que algunos presentían que incluso podía llegar a ser peligroso. No en vano, a pesar de su aspecto soñador, era a veces capaz de sorprender a sus amistades con la práctica de artes y deportes que resultaban muy diferentes de los de su rutina habitual, justo como si fuesen recuerdos de alguna existencia anterior. En esta ocasión, sin embargo, se apresuró a negar cualquier tipo de autoridad en la afición de su interlocutor.

—Debo serle sincero —dijo con una sonrisa—. Apenas sé lo que es un arqueólogo, si bien el hecho de que suele estar en contacto con restos enmohecidos de los antiguos griegos sugiere que es alguien que estudia cosas antiguas.

—En efecto —respondió Haddow con cierta sequedad—. Un arqueólogo es alguien que estudia las cosas antiguas para acabar descubriendo que en realidad son nuevas.

Crane le miró fijamente durante un momento y luego volvió a sonreír.

—¿Está usted sugiriendo —dijo— que algunas de esas cosas de las que hablamos y que se cuentan entre las cosas antiguas al final resultan no ser tan antiguas?

Su interlocutor permaneció también en silencio por un momento, tras lo cual la sonrisa se tornó más débil entre las duras facciones de su rostro mientras respondía tranquilamente:

—Le pondré un ejemplo para que comprenda lo que quiero decir. El muro que rodea este parque es verdaderamente antiguo. La única puerta que hay en él es gótica, y no es posible encontrar en ella rastro alguno de destrucción o restauración. Pero en cuanto a la casa y la finca en general… bueno, lo más pintoresco que puede llegar a encontrarse en ellas son algunas historias que a menudo resultan bastante recientes, casi como novelas de moda. Por ejemplo, el nombre mismo de este lugar, Prior’s Park, lleva a todo el mundo a pensar en él como en una siniestra abadía medieval iluminada por la luz de la luna, razón por la cual me atrevería incluso a decir que los espiritistas ya deben de haber descubierto en el lugar el fantasma de algún que otro monje. Pero según el único estudio fiable en la materia que he podido encontrar, el lugar fue bautizado simplemente como Prior’s al igual que cualquier paraje rural podría llamarse Podger’s. Esto quiere decir que alguna vez fue la casa de un tal Mr. Prior, y que es probable que se tratase de alguna especie de alquería que tuviera especial relevancia en la localidad. Hay una buena cantidad de ejemplos de lo mismo por todos lados. Este barrio en el que nos hallamos, sin ir más lejos, era antiguamente un pueblo, y debido a que algunos de sus habitantes se comían la mitad de las letras del nombre del lugar, pronunciándolo Holliwell, muchos poetas menores se permitían fantasear acerca del mismo hablando de un Pozo Sagrado y de hechizos, hadas y todas esas cosas, llegando incluso a llenar las salas de estar de muchas de las casas del vecindario con elementos del horóscopo celta. Sin embargo, cualquiera que estuviese al corriente de los hechos sabría que «Hollinwall» significa simplemente «agujero en el muro»
[*]
, en probable referencia a algún accidente de lo más trivial. A eso es a lo que me refiero cuando digo que no encontramos tanto cosas antiguas como hallamos otras nuevas.

Crane parecía haberse distraído un tanto de aquella pequeña lección sobre antigüedades y novedades. La causa de su distracción no sólo se dejó ver enseguida sino que además se aproximó a ellos. La hermana de Lord Bulmer, Juliet Bray, se acercaba lentamente por el césped acompañada de un caballero y seguida por otros dos. Para entonces el joven arquitecto se hallaba en un estado de ánimo tal que prefería desesperadamente la compañía de aquel pequeño grupo a la de un hombre como aquel abogado historiador.

El hombre que caminaba junto a la dama no era otro que el eminente Príncipe Borodino, quien era al menos tan famoso como todo diplomático que se precie en lo que se ha dado en llamar diplomacia secreta. Aunque llevaba tiempo dedicado a visitar diversas casas de campo inglesas, lo que estaba haciendo exactamente al servicio de la diplomacia en Prior’s Park se mantenía tan en secreto como cualquier diplomático pudiera desear. Lo que sí resultaba más obvio al hablar de su apariencia era que hubiera sido un hombre extremadamente guapo de no ser porque era completamente calvo. Y aunque decir esto hubiera sido en realidad una manera bastante eufemística de decir las cosas, se hubiera ajustado más al caso decir, por muy exagerado que parezca, que ver crecer pelo en su cabeza hubiese supuesto una auténtica sorpresa para todo el mundo. Tanto, al menos, como si se hubiese visto crecer pelo en el busto de un emperador romano. Por lo demás, su alta figura, abotonada hasta arriba de una manera muy entallada que no hacía sino acentuar su gran corpulencia, destacaba por la espléndida flor roja que lucía en el ojal.

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