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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (10 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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La voz del mago fue desvaneciéndose hasta desembocar en un silencio que fue interrumpido por un tintineo de metal contra el suelo, el sonido de algo que giraba y caía, algo que sonaba como una moneda de medio penique lanzada al aire.

—¡Enciendan la luz! —gritó Horne Fisher en voz alta e incluso jovial, saltando sobre sus pies con mucha menos languidez de la acostumbrada—. Tengo que irme ya, pero me gustaría echarle un vistazo antes de marcharme. Al fin y al cabo, vine aquí con la intención de verlo.

Alguien encendió la luz y Fisher pudo, tal y como había dicho, contemplarlo. El mismísimo Penique de San Pablo yacía sobre el suelo justo ante sus pies.

—Oh, en cuanto a eso —explicó Fisher amenizando la comida que tomaba en compañía de March y Twyford alrededor de un mes más tarde—, simplemente pretendía jugar con el mago a su propio juego.

—Yo creí durante todo el tiempo que su intención era cazarlo en su propia trampa —dijo Twyford—. Aunque todavía no consigo sacar nada en claro del asunto, a mis ojos él fue siempre el principal sospechoso, si bien no creo que sea necesariamente un ladrón en el sentido vulgar de la palabra. La policía parece siempre pensar que la plata se roba por el valor de la plata en sí, pero algo como aquella moneda podía muy bien haber sido robado a causa de algún fanatismo religioso. Un monje fugitivo convertido en místico podría muy bien desearlo para algún fin místico.

—No —contestó Fisher—. El monje fugitivo no es un ladrón. En cualquier caso, no es el ladrón de este robo. Y tampoco es del todo un mentiroso, pues dijo al menos una cosa que resulta muy cierta.

—¿El qué? —preguntó March.

—Dijo que se trataba de magnetismo. Y en ello tenía razón, pues el caso es que todo se hizo por medio de un imán.

Luego, viendo que los otros aún parecían confundidos, añadió:

—Me refiero al imán de juguete propiedad de su sobrino, Mr. Twyford.

—No lo entiendo —objetó March—. Si se hizo con el imán de aquel colegial, supongo que fue él quien lo hizo.

—Bueno —contestó Fisher reflexivamente—, básicamente eso depende de a qué colegial se refiera usted.

—¿Qué demonios quiere usted decir?

—El espíritu de un colegial es algo muy curioso —prosiguió Fisher con aire pensativo—. Puede sobrevivir a muchas otras cosas además de a trepar por una chimenea. Un hombre puede llegar a endurecerse después de vivir grandes campañas militares y aun así conservar el espíritu propio de un colegial. Un hombre puede regresar de la India con una gran reputación y ser puesto al cargo de un gran tesoro público y aun así mantener su espíritu de colegial en estado latente hasta que un buen día éste va y despierta por accidente. Y esto ocurre de manera mucho más acusada cuando al colegial le añade uno el escéptico, quien por lo general es una especie de colegial atrofiado. Acaba usted de decir que ciertas cosas pueden llegar a hacerse debido a una manía religiosa. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de manía irreligiosa? Le puedo asegurar que se da con relativa frecuencia, especialmente en hombres que gustan de poner en evidencia a magos indios.

—¿Quiere usted realmente decir —dijo Twyford— que fue el Coronel Morris quien robó la reliquia?

—Era la única persona que pudo utilizar el imán —contestó Fisher—. De hecho, su servicial sobrino le dejó sobre su mesa una buena cantidad de cosas que pudo utilizar. Disponía de un rollo de cuerda y de un instrumento con el que poder hacer un agujero en el suelo de madera. Durante mi trance, hice sobre la marcha un pequeño truco con dicho agujero en el suelo. Con las luces del piso superior bajadas y las del inferior encendidas, el agujero hecho por Morris, único punto de comunicación entre los dos pisos, brillaba como si fuese un chelín nuevecito.

De repente Twyford dio un salto en su silla.

—Pero en ese caso… —gritó con la voz alterada—. Pero… Pero entonces… Bueno… Usted dijo que había un pedazo de acero, ¿no es así?

—Dije que había dos pedazos de acero —dijo Fisher—. El pedazo torcido era el imán del chico. El otro era el penique.

—¡Pero si está hecho de plata! —contestó el arqueólogo.

—Oh —contestó Fisher tranquilamente—, yo diría más bien que está pintado con algo que tiene el color de la plata.

Hubo un pesado silencio, pero al fin Harold March dijo:

—Entonces, ¿dónde está la auténtica reliquia?

—Donde ha estado durante los últimos cinco años —respondió Horne Fisher—. En posesión de un millonario chiflado de Nebraska llamado Vandam.

Harold March miró el mantel con el ceño fruncido. Luego, tras una nueva pausa, dijo:

—Creo que entiendo su idea de cómo ocurrió todo realmente. Según usted, Morris se limitó a hacer un agujero en el suelo de madera del piso superior y, literalmente, pescar la moneda con un imán atado al extremo de una cuerda. Un truco como ese parece cosa de locos, pero supongo que él estaba furioso hasta la locura, en gran medida por el fastidio que suponía para él tener que vigilar algo que sabía que era un engaño aunque no pudiese probarlo. Entonces surgió una oportunidad de probarlo, al menos para sí mismo, y pudo pasar lo que él llamaría «un buen rato» con todo ello. Sí, ahora creo ver con claridad muchos detalles. Pero es todo el conjunto del caso lo que me intriga. ¿Cómo llegó todo a ser como fue?

Fisher, impasible, le miró a través de los párpados entrecerrados.

—Se tomó todo tipo de precauciones —dijo—. El Duque en persona llevó la reliquia y la guardó bajo llave en la vitrina con sus propias manos.

March guardó silencio, pero Twyford dijo balbuceando:

—No le entiendo. Me pone usted los pelos de punta. ¿Por qué no se explica con más claridad?

—Oh, muy bien —respondió Fisher dando un suspiro—. La pura verdad es, desde luego, que se trata de un asunto muy grave. Y tan malo o más es que alguien se entere de un asunto grave. Pero eso ocurre continuamente, y en cierta manera uno apenas puede culpar a quien le ocurre. Por lo común, la clase de gente a la que pertenece el Duque suele quedarse prendada de la primera princesita extranjera que conoce, quien resulta ser tan altanera, estirada y caprichosa como una muñequita de porcelana, y con eso ya se han montado su propia aventura amorosa. En este caso en concreto se trató de una aventura bastante intensa.

»Si se hubiera tratado de algún asunto morganático medianamente aceptable yo no lo censuraría, pero este pobre diablo debe de ser verdaderamente estúpido para despilfarrar toneladas de dinero en una mujer así. Al final todo se enredó hasta convertirse en un auténtico chantaje. Pero ya es algo que el pobre idiota no le sacara el dinero a los pobres contribuyentes de este país. Sólo pudo sacárselo a ese yanqui. Así son las cosas.

—Bueno, me alegro de que mi sobrino no tuviese nada que ver con todo aquello —dijo el reverendo Thomas Twyford—. Y si el gran mundo es así, espero que nunca tenga nada que ver con él.

—Nadie sabe mejor que yo —dijo Horne Fisher— que uno puede llegar a tener demasiado que ver con él.

Summers Minor nunca tuvo, de hecho, nada que ver con ese mundo, y resulta algo de lo más tranquilizador que tampoco tuviese en realidad nada que ver con la historia en cuestión o con cualquier otra historia de características similares. En aquella ocasión, el chico pasó como una exhalación a través del entramado de esta historia de políticas torcidas y parodias disparatadas y salió por el extremo opuesto en persecución de sus irreprochables aficiones personales. Y es que, desde lo alto de la chimenea por la que había subido, alcanzó a ver un ómnibus nuevo con cuyo color y nombre nunca se había encontrado antes, por lo que se sintió igual que un naturalista o un botánico que se topasen con un pájaro desconocido o una flor sin clasificar. Y había quedado tan cautivado por aquel descubrimiento que no pudo evitar echar a correr tras él para poder viajar en esa especie de barco encantado.

EL POZO SIN FONDO

E
N cierto oasis que parece emerger como una isla verde en medio del mar de arenas rojas y amarillas que se extiende, más allá de Europa, hacia Oriente, pueden encontrarse fascinantes contrastes que han acabado convirtiéndose en lo más destacado del lugar desde que los diferentes tratados internacionales lo han ido convirtiendo en una avanzadilla más de la ocupación británica.

El lugar goza además de cierta fama entre los arqueólogos por algo que a duras penas puede llamarse monumento, pues no es más que un simple agujero en el suelo. Se trata en concreto de un sumidero redondo, muy similar a un pozo, que probablemente formara parte de algunas grandiosas obras de irrigación de fecha remota y discutida y que quizá sea más antiguo que cualquier otra cosa en toda aquella antigua tierra. Una franja verde de palmeras y chumberas se extiende alrededor de la negra boca del pozo, del cual, no obstante, no queda ya nada de la sillería de su parte superior a excepción de dos voluminosas y erosionadas piedras que se levantan como si fuesen los pilares de una entrada que no condujese a ninguna parte. En ellas, algunos de los más notables arqueólogos creen poder vislumbrar en ciertos momentos del ocaso o de la salida de la luna tenues figuras o facciones de ancestrales monstruos babilónicos, mientras los arqueólogos más racionalistas, a esas horas más terrenales en que reina la luz del día, no ven otra cosa que dos rocas informes.

Como se puede comprobar, sin embargo, no todos los ingleses son arqueólogos. De hecho, muchos de los reunidos en tal lugar con objetivos oficiales y militares tenían pasatiempos que no eran precisamente la arqueología. Es más, resulta un hecho especialmente destacable que los ingleses recluidos en aquella especie de exilio oriental se las hayan ingeniado para construir un pequeño campo de golf entre la arena y la vegetación y hayan levantado, además, un confortable club social en un extremo de éste, justo frente al primitivo monumento antes descrito. No obstante, a la hora de jugar al golf ya no usaban como búnker dicho abismo de tiempos remotos, pues por experiencia sabían que resultaba insondable, y ni tan siquiera con fines prácticos se habían preocupado de averiguar su profundidad. Lo único que les importaba realmente era que cualquier pelota de golf que fuese a parar a él podía considerarse, literalmente, bola perdida. A pesar de ello, a menudo paseaban despreocupadamente por los alrededores del agujero durante esos descansos en que se dedicaban a charlar y a fumar. Y fue precisamente en uno de dichos descansos cuando uno de ellos, que acababa de abandonar el club, encontró a otro escrutando con cierto aire melancólico el interior del pozo.

Los dos ingleses vestían ropas ligeras y cubrían sus cabezas con cascos blancos confeccionados con palma y pañuelos que asomaban por debajo de éstos. No obstante, ahí quedaba básicamente cualquier parecido entre los dos. Cuando ambos pronunciaron casi al unísono la misma palabra, lo hicieron adoptando dos tonos de voz completamente diferentes.

—¿Ha oído usted la noticia? —preguntó el hombre recién llegado del club—. Impresionante.

—Impresionante —contestó el hombre que se hallaba junto al pozo.

El primer hombre había pronunciado la palabra justo como lo haría un joven al referirse a una mujer atractiva. En cuanto al segundo, lo había hecho como lo haría un viejo al hablar del clima, es decir, no exento de sinceridad pero ciertamente sin entusiasmo alguno.

El tono empleado resultó ser típico de cada uno de ellos. El primero, un tal Capitán Boyle, pertenecía al tipo de hombre osado y juvenil, moreno, y con una especie de ardor natural en el rostro que no casaba muy bien con el mundo oriental sino más bien con el tesón y la ambición propias de Occidente. El otro era un hombre más viejo y, ciertamente, alguien que llevaba allí más tiempo: un funcionario civil llamado Horne Fisher cuyos caídos párpados y fláccidos bigotes expresaban toda la paradoja del inglés que visita Oriente. Tenía demasiado calor como para mostrarse mínimamente activo.

Ninguno de los dos creyó necesario mencionar qué era lo que resultaba impresionante. De hecho, hubiese estado de más aclarar lo que todo el mundo sabía. La magnífica victoria sobre la temible alianza entre turcos y árabes en el norte, lograda por las tropas comandadas por Lord Hastings, ese veterano de tantas y tan renombradas victorias, había sido divulgada por la prensa a lo largo y ancho de todo el imperio, incluida, como no podía ser menos, aquella pequeña guarnición tan próxima al campo de batalla.

—Hoy día ninguna otra nación del mundo hubiera sido capaz de algo así —exclamó enérgicamente el Capitán Boyle.

Horne Fisher miraba todavía en silencio dentro del pozo. Un momento después contestó:

—Ciertamente, poseemos la facultad de corregir nuestros errores. Fue en eso en lo que fallaron los pobres prusianos. Sólo fueron capaces de cometer errores y perseverar en ellos. Verdaderamente, corregir los errores resulta un arte en el que nosotros somos unos verdaderos maestros.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle—. ¿A qué errores se refiere?

—Bueno, todo el mundo sabe que mordimos un pedazo más grande del que podíamos masticar —contestó Horne Fisher. Era característico de Mr. Fisher decir siempre que todo el mundo sabía cosas que en realidad sólo una persona de cada varios millones llegaba a oír—. Y, ciertamente, fue de lo más afortunado que Travers apareciese en el momento oportuno. Resulta extraño pensar cuántas veces la decisión correcta para nosotros la toma el segundo de a bordo, incluso cuando un gran hombre se encuentra al mando. Como Colborne en Waterloo.

—De cualquier manera, una victoria como ésta bien merece que se añada toda una provincia al imperio —dijo el otro.

—Bueno, supongo que los Zimmern habrán insistido en ello tanto como hicieron en aquel asunto del canal —dijo Fisher pensativamente—, aunque todo el mundo sabe que con añadir provincias no siempre se obtiene provecho hoy en día.

El Capitán Boyle frunció el ceño ligeramente confundido. Al ser consciente de no haber oído nunca hablar de los Zimmern, tuvo que limitarse a observar, imperturbable:

—Bueno, uno no debe contentarse siempre con ser, sin más, un pobre inglesito.

Horne Fisher sonrió. Tenía una agradable sonrisa.

—Cada uno de los hombres que se encuentran aquí es un pobre inglesito —dijo—. Y está deseoso de hallarse de regreso en su querida Inglaterra.

—Me temo que no sé de qué me está usted hablando —dijo el más joven con gran recelo—. Uno pensaría que en realidad no admira usted ni a Hastings ni a ningún otro.

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