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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (7 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Se levantó decididamente de la mesa, sobre la que se había sentado al habérsele adjudicado la única silla a Sir Walter, y se lanzó escalera arriba hasta llegar a la plataforma. Los otros subieron tras él, si bien Mr. Fisher en último lugar y dando evidentes muestras de desgana.

Sobre la mencionada plataforma, no obstante, les esperaba una decepción. A pesar de husmear concienzudamente en cada rincón y de llegar a examinar las zonas cercanas al techo como si fuese una mosca humana, Wilson tuvo que confesar, al cabo de media hora, que seguía sin tener ni una sola pista. Y durante todo aquel tiempo, el secretario personal de Sir Walter se vio atrapado cada vez más profundamente por un ataque de sueño de tal magnitud que, si bien le había permitido, aunque a duras penas, subir la escalera, parecía ahora haberle dejado sin las energías necesarias para bajarla.

—Vamos, Fisher —lo llamó a voces Sir Walter desde abajo una vez que los demás hubieron regresado al suelo—. Tenemos que decidir si derribaremos o no el lugar entero para ver cómo está construido.

—Bajo en un minuto —dijo el aludido desde la repisa situada sobre sus cabezas con una voz que sugería ligeramente un inarticulado bostezo.

—Pero bueno, ¿a qué está esperando? —preguntó Sir Walter, impaciente—. ¿Acaso ha visto algo ahí arriba?

—Bueno, sí, en cierto modo —contestó la voz vagamente—. De hecho, lo veo bastante claro ahora.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es? —preguntó Wilson con aspereza desde la mesa sobre la que se había vuelto a sentar y haciendo entrechocar sus talones incesantemente.

—Yo diría que es un hombre —dijo Horne Fisher.

Wilson saltó de la mesa como si alguien lo hubiera echado de allí de una patada.

—¿Qué quiere decir? —gritó—. ¿Cómo es posible que vea usted un hombre?

—Puedo verlo a través de la ventana —contestó el secretario con desgana—. Ahora mismo está atravesando el páramo. Y viene directamente hacia aquí, por lo que resulta evidente que se dispone a hacernos una visita. Y teniendo en cuenta de quién parece tratarse quizás resulte más cortés esperarle en la puerta para recibirle en cuanto llegue.

Dicho lo cual el secretario bajó la escalera sin prisa alguna.

—¿De quién se trata? —inquirió Wilson con expresión asombrada.

—Bueno, creo que se trata de ese hombre al que ustedes llaman el Príncipe Michael —dijo Mr. Fisher como restándole importancia—. De hecho, estoy seguro de que es él. Lo he visto en las fotos que la policía tiene en su poder.

Hubo un silencio de ultratumba durante el cual todo lo que había en el cerebro de Sir Walter, por lo general un hombre bastante juicioso, pareció ponerse a dar vueltas como un molinillo de viento.

—Pero, ¡demonios! —dijo por fin—, aun suponiendo que su propia explosión hubiese podido lanzarlo a media milla de distancia sin pasar por ninguna de las ventanas y dejarlo lo bastante vivo como para poder pasear por el campo, incluso entonces, ¿por qué diablos iba él a venir en esta dirección? Por lo general el asesino no regresa tan pronto a la escena del crimen.

—Lo que ocurre es que él ni siquiera sabe que ésta es la escena del crimen —contestó Horne Fisher.

—¿Qué demonios quiere decir? Le atribuye usted un despiste de lo más singular.

—Puede ser, pero lo cierto es que ésta no es la escena del crimen —dijo Fisher antes de acercarse a mirar por la ventana.

Hubo un nuevo silencio, pasado el cual Sir Walter dijo con tranquilidad:

—¿Qué tipo de idea se le ha metido ahora en la cabeza, Fisher? ¿Acaso ha encontrado alguna nueva teoría que explique cómo este tipo se escapó del cerco que hemos tendido a su alrededor?

—En realidad él nunca escapó —contestó el aludido desde la ventana sin girarse—. Nunca escapó del cerco porque nunca estuvo en su interior. Ni siquiera se hallaba en el interior de esta torre. O, al menos, no cuando nosotros la estábamos rodeando.

Se volvió y apoyó la espalda contra la ventana. A pesar de encontrarse a contraluz y de conservar su habitual aire de indiferencia, casi pudieron percibir que su rostro, envuelto en sombras, se hallaba ligeramente pálido.

—Comencé a sospechar algo cuando nos encontrábamos todavía a cierta distancia de la torre —dijo—. ¿Vieron ustedes esa especie de destello o parpadeo que emitió la vela justo antes de apagarse? Nada más verlo tuve la certeza de que en realidad se trataba del último suspiro que da la llama cuando una vela se apaga por sí sola. Y luego, cuando entré en esta estancia, vi eso.

Señaló a la mesa. Al hacerlo, la respiración de Sir Walter se detuvo en seco tras proferir una especie de maldición contra su propia ceguera mental. La vela del candelabro mostraba señales evidentes de haber ido extinguiéndose por sí misma hasta consumirse por completo, dejando a la mayoría de los presentes, al menos mentalmente hablando, sumidos en la oscuridad.

—Después tenemos una especie de acertijo matemático —continuó Fisher recostándose con desgana contra la ventana y mirando las paredes desnudas como si trazara sobre ellas diagramas imaginarios—. No es tarea fácil para un hombre que se encuentra en mitad de un triángulo enfrentarse a la vez a las tres caras de éste, pero resulta más sencillo para un hombre que se encuentre en el tercer ángulo enfrentarse a los otros dos a un mismo tiempo, en especial si éstos son la base de un triángulo isósceles. Y perdónenme si todo esto suena a lección de geometría, pero…

—Me temo que no disponemos de tiempo para ello —dijo Wilson con frialdad—. Si es cierto que nuestro hombre regresa hacia aquí, tengo que dar las órdenes oportunas inmediatamente.

—No obstante, creo que continuaré con mi exposición, si no le importa —dijo Fisher contemplando fijamente el techo con insolente serenidad.

—Me veo obligado a pedirle, Mr. Fisher, que me deje llevar la investigación a mi manera —dijo Wilson, tajante—. Yo soy ahora el oficial al cargo.

—Sí —señaló Horne Fisher suavemente pero haciendo gala de un tono que dejó helado al otro—. Así es. Pero, ¿por qué?

Sir Walter observaba la escena con atención, pues nunca antes había visto a su apático y joven amigo comportarse de aquella manera. Fisher miraba a Wilson con los párpados completamente abiertos, y los ojos que asomaban entre ellos parecían haberse despojado de un velo, tal y como hacen los ojos de las águilas.

—¿Por qué es usted ahora el oficial al cargo? —preguntó—. ¿Por qué puede usted ahora llevar la investigación a su manera? ¿Cómo ha llegado a suceder, me pregunto yo, que sus oficiales superiores no se encuentren aquí para interferir en cualquier cosa que usted se proponga hacer?

Nadie habló, y nadie podrá nunca decir cuánto tiempo hubieran tardado en pronunciarse las primeras palabras porque entonces un ruido proveniente del exterior les interrumpió. Se trataba del sonido hueco y pesado de un golpe dado sobre la puerta de la torre, golpe que, para los agitados espíritus de todos los presentes, resonó de manera extraña, como si se tratase de la llamada del destino.

La puerta de madera de la torre se movió sobre sus oxidados goznes bajo la mano que la había golpeado. Luego, el Príncipe Michael en persona entró en la habitación. Nadie tuvo la menor duda acerca de su identidad. Sus livianas ropas, aunque desgastadas a causa de sus numerosas aventuras, conservaban su refinado y casi afectado corte. Lucía una puntiaguda perilla, quizá una lejana reminiscencia de Luis Napoleón a pesar de ser mucho más alto y elegante que su prototipo. Antes de que nadie pudiese pronunciar palabra, había impuesto silencio a todo el mundo con un leve pero cálido ademán de hospitalidad.

—Caballeros —dijo—, éste es ahora un lugar humilde, pero sean ustedes cordialmente bienvenidos.

Wilson, que fue el primero en recuperarse, dio un paso hacia el recién llegado.

—Michael O’Neill, le arresto en el nombre del rey por el asesinato de Francis Morton y James Nolan. Es mi deber advertirle que…

—No, no, Mr. Wilson —gritó de repente Fisher—, no cometerá usted un tercer asesinato.

Sir Walter Carey se levantó súbitamente de su silla, la cual cayó con estrépito a sus espaldas.

—¿Qué significa todo esto? —gritó con aire autoritario.

—Significa —dijo Fisher— que este hombre, Hooker Wilson, nada más asomarse por esa ventana, mató a sus dos compañeros, que acababan de asomarse por las otras dos ventanas, disparándoles a través de la habitación vacía. Eso es lo que significa. Y por si desean ustedes convencerse, cuenten ustedes cuántas veces se supone que ha disparado y luego cuenten los disparos que aún le quedan en el revólver.

Wilson, quien había permanecido sentado sobre la mesa, extendió bruscamente su mano en dirección al arma, que yacía a su lado. Pero el siguiente movimiento resultó el más inesperado de todos, ya que el Príncipe, que se hallaba de pie en el umbral, pasó súbitamente de conservar la dignidad de una estatua a adoptar la rapidez de un acróbata y arrancó el revólver de la mano del detective.

—¡Perro! —gritó—. Así que no eres más que uno de esos ingleses supuestamente honestos por culpa de los cuales yo no soy más que un pobre irlandés desahuciado. Así que has venido a matarme sin importarte lo más mínimo derramar la sangre de tus propios hermanos. De haber caído ellos en una reyerta en medio del campo se le llamaría igualmente asesinato, pero aún se te podría perdonar tu pecado. Pero a mí, que soy inocente, se me iba a matar con ceremonias. Hubiese tenido que soportar largos discursos y todo el desdén de jueces armados de paciencia que observarían mi desesperación y escucharían mi vano alegato de inocencia sin prestarle la menor atención. Sí, eso es lo que yo llamo un verdadero asesinato. Pero no importa. En ocasiones, matar a alguien puede no ser considerado un verdadero asesinato. Queda tan sólo una bala en esta pistola, y yo sé muy bien adonde va a ir a parar.

Wilson intentó parapetarse tras la mesa pero, mientras lo hacía, se retorció de dolor. Michael le había atravesado el cuerpo con una bala. El cuerpo del policía se desplomó pesadamente contra la mesa como si fuese un trasto viejo.

Mientras los policías se apresuraban a levantarlo, Sir Walter permaneció en pie sin articular palabra. Fue entonces Horne Fisher, con un extraño y fatigado ademán, quien recogió el testigo de la conversación.

—Acaba usted de ponerse en una situación verdaderamente complicada —dijo—. Tenía usted toda la razón del mundo y ahora se ha equivocado por completo.

El rostro del Príncipe se puso como el mármol durante un momento. Luego brilló en sus ojos una luz muy distinta a la de la desesperación. Se echó súbitamente a reír y arrojó al suelo la pistola todavía humeante.

—Sé que he cometido un error —dijo—. He cometido un crimen que podrá muy justamente suponer la perdición tanto para mí como para mis descendientes. Horne Fisher no pareció del todo satisfecho con aquella muestra tan súbita de arrepentimiento. Mientras mantenía su mirada fija en el hombre, se limitó a preguntar en voz baja:

—¿A qué crimen se refiere?

—A colaborar con la justicia inglesa —respondió el Príncipe Michael—. He vengado a los oficiales de su rey. He hecho el trabajo de su verdugo. Por todo ello, en verdad, merezco que me cuelguen.

Y se volvió hacia los policías con un ademán con el que, más que entregarse, parecía más bien ordenarles que le arrestasen.

Tal fue la historia que Horne Fisher le contó a Harold March, el periodista, muchos años más tarde, en un pequeño pero lujoso restaurante cercano a Piccadilly. Había invitado a cenar a March algún tiempo después del suceso que llamaba «El rostro en la diana», y la conversación había derivado en primer lugar hacia dicho misterio y luego hacia recuerdos más lejanos de la vida de Fisher y hacia la forma en que se había visto arrastrado a enfrentarse a problemas como el del Príncipe Michael. Horne Fisher era ahora quince años mayor que entonces. Su pelo ralo se había convertido en una prematura calvicie frontal y sus manos largas y delgadas colgaban con menos afectación pero con más cansancio. Y se había decidido a contar la historia de aquella aventura de juventud en Irlanda porque había sido su primer contacto con el crimen y su descubrimiento de lo oscura y terriblemente que puede llegar a estar enredado el crimen con la ley.

—Hooker Wilson fue el primer criminal que conocí en mi vida, y era policía —explicó Fisher haciendo girar su vaso de vino—. En realidad mi vida entera ha sido un confuso entramado de ese tipo de cosas. Wilson era un hombre de auténtico talento (e incluso genio), digno de estudio tanto en su faceta de detective como en la de criminal. Su cara pálida y su pelo rojo resultaban en él de lo más simbólico, pues era uno de esos tipos que son capaces de aparentar frialdad aunque la ambición los esté consumiendo por dentro. Aun así, a pesar de saber autocontrolar sus emociones a la perfección, llegó un momento en que no pudo frenar su ambición. Se tragó el desdén de sus superiores en aquella primera pelea, si bien en su interior ardía de resentimiento. Y cuando de repente vio aquellas dos cabezas oscuras recortándose contra la luz del amanecer, nítidamente enmarcadas en sendas ventanas, no pudo dejar pasar la oportunidad no sólo de vengarse, sino también de eliminar los dos obstáculos que se interponían en su promoción. Era un buen tirador y contaba con callarlos a ambos, si bien la menor prueba contra él hubiera resultado decisiva en cualquier caso. No en vano, se escapó por los pelos en el caso de Nolan, quien vivió lo suficiente para decir «Wilson» y señalar en su dirección. Nosotros pensamos que estaba pidiendo ayuda para su compañero, pero en realidad lo que estaba haciendo era denunciar a su asesino. Después de aquello fue sencillo tirar por tierra la escalera que se levantaba por encima de él (puesto que en lo alto de una escalera un hombre no puede apreciar con claridad qué está debajo y qué está detrás de ésta) y tirarse él mismo al suelo simulando ser una víctima más de la catástrofe.

»Pero entremezclada con su ambición asesina había también una ciega confianza no sólo en su propio talento, sino también en sus propias teorías. Creía realmente en lo que denominaba un ojo renovador y en verdad deseaba una oportunidad para utilizar los métodos nuevos de los que hablaba. Había algo realmente excepcional en su manera de enfocar las cosas, pero ese algo falló donde tales cosas suelen fallar, porque el ojo renovador no puede ver lo que no se ve. Resulta acertado en el caso de la escalera y el espantapájaros, pero no cuando hablamos de la vida y el alma, y él cometió un gran error al considerar lo que un hombre como el Príncipe Michael haría al oír gritar a una mujer. Todo el engreimiento y la vanagloria de Michael le hicieron salir corriendo nada más oír el grito. Un tipo como él hubiera sido capaz de entrar en el mismísimo Scotland Yard sólo para recoger el guante de una dama. Puede usted llamarlo hacerse el interesante o lo que usted desee, pero el caso es que eso es exactamente lo que él hubiera hecho. Lo que ocurrió cuando él se encontró con ella en medio del páramo ya es otra historia, una que puede que nunca lleguemos a conocer, si bien, por algunos relatos que he oído desde entonces, ella y él deben haber hecho las paces. Wilson se equivocó en ese detalle, pero así y todo había algo de verdad en su idea de que un recién llegado ve más cosas que los demás y de que el hombre del lugar se halla demasiado habituado a lo que le rodea como para fijarse en ellas. Tenía igualmente razón acerca de algunas otras cosas. Por ponerle a usted un ejemplo, y sin ir más lejos, tenía razón acerca de mí.

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