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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (6 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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—Es un alma en pena. Abundan en el páramo.

Su rostro alargado y de grandes facciones estaba tan pálido como la luna, por lo que fue fácil recordar que era el único irlandés que se hallaba en la habitación.

—Bueno, yo conozco a esa alma en pena —dijo Wilson alegremente—. Sí, yo, tan ignorante como me creen ustedes en relación con todo este tipo de cosas. Yo mismo he estado hablando con esa alma en pena hace una hora, después de lo cual la envié hasta la torre y le dije que gritara de esa manera si llegaba a vislumbrar a nuestro amigo escribiendo su discurso.

—No estará usted refiriéndose a esa chica, Bridget Royce, ¿verdad? —preguntó Morton frunciendo sus pétreas cejas—. ¿Ha llevado su declaración de testigo hasta ese extremo?

—Sí —dijo Wilson—. Según ustedes mismos me han dicho antes, conozco muy poco de sus historias locales. Pero me doy perfecta cuenta de que una mujer enfadada es siempre una mujer enfadada en todas partes.

Nolan, sin embargo, parecía aún receloso y de mal humor.

—No me gusta nada ese ruido. Y tampoco me gusta nada este asunto —dijo—. Si de verdad se trata del fin del Príncipe Michael puede que sea también el fin de otras muchas cosas. Cuando se lo propone, con tal de escapar es capaz de abrirse paso entre sus perseguidores aunque tenga que dejar el suelo sembrado de cadáveres.

—¿Es ésa la verdadera razón de su devota inquietud? —preguntó Wilson mofándose ligeramente.

El pálido rostro del irlandés se oscureció de cólera.

—Me he enfrentado a tantos asesinos en County Clare como usted ha tenido la oportunidad de combatir en Clapham Junction, Mr. Cockney —dijo.

—Silencio, por favor —intervino Morton ásperamente—. Wilson, no tiene usted ningún tipo de derecho a poner en duda la conducta de un superior suyo. Espero que se muestre usted tan valeroso y digno de confianza como él ha demostrado ser siempre.

El pálido rostro del pelirrojo pareció empalidecer un poco más pero permaneció tranquilo y en silencio, por lo que Sir Walter se acercó a Nolan con afectada cortesía y le dijo:

—¿Qué tal si salimos ahora y acabamos con esto de una vez?

El alba se había retirado dejando un abismo blanco entre las grandes nubes grises y el gran páramo gris, más allá del cual la torre se destacaba contra el mar y el amanecer. Algo en la forma sencilla y primitiva de ésta sugería vagamente el albor de los primeros días de la Tierra, de alguna era prehistórica en la que incluso los colores apenas estaban del todo creados, cuando no había más que la blanca luz del sol entre las nubes y el suelo. Estos matices apagados se hallaban sólo aliviados por un punto dorado: el brillo de la vela encendida en la ventana de la torre solitaria, que continuaba ardiendo a la creciente luz del día. Mientras el grupo de detectives, seguido por un cordón de policías, se iba abriendo en cuarto creciente para cercenar toda posible vía de escape, la luz de la torre destelló, como si se hubiese movido por un momento, para luego extinguirse. Comprendieron que el hombre que se hallaba allí dentro había advertido la luz del día y había apagado la vela de un soplo.

—Tiene que haber otras ventanas, ¿verdad? —dijo Morton—. Y también una puerta, por supuesto, en algún lugar al torcer la esquina… Claro que una torre redonda no tiene esquinas.

—Otro ejemplo de mi modesto planteamiento —observó Wilson calladamente—. Esa torre tan extraña fue la primera cosa en la que me fijé cuando vine por aquí, por lo que puedo decirle algo más acerca de ella o, al menos, de su exterior. Hay cuatro ventanas en total. Una se halla algo más allá de ésa, si bien queda fuera de la vista. Ambas están en el piso bajo, al igual que la tercera ventana, que queda al otro lado, formando las tres una especie de triángulo. En cuanto a la cuarta, se encuentra justo sobre la tercera, por lo que imagino que da a un piso superior.

—Se trata tan sólo de una especie de altillo al que se accede por una escalera —dijo Nolan—. Yo solía jugar en el lugar cuando era niño. En realidad esa torre no es más que un simple cascarón vacío —y su rostro se entristeció al decir aquello y pensar, quizás, en la tragedia de su país y en la parte que a él le tocaba jugar en ella.

—El tipo debe de tener por lo menos una mesa y una silla —dijo Wilson—, pero sin duda se habrá apropiado de ellos cogiéndolos de alguna cabaña. Si se me permite hacer una sugerencia, señor, creo que lo mejor sería aproximarnos a las cinco entradas al mismo tiempo, por así decirlo. Uno de nosotros debería cubrir la puerta y los demás uno cada ventana. McBride llevará una escalera para alcanzar la ventana superior.

Mr. Horne Fisher, el lánguido secretario, se volvió a su distinguido pariente y habló por primera vez.

—Debo decir que me confieso más que partidario de la escuela
cockney
de psicología —dijo con voz apenas audible.

Los demás parecieron sentir idéntica impresión, si bien cada cual de diferente manera, mientras el grupo comenzaba a disgregarse de la forma indicada. Morton se dirigió a la ventana situada justo frente a ellos, donde aparentemente el proscrito acababa de apagar la vela de un soplo; Nolan, algo más lejos hacia el oeste, a la siguiente ventana; y Wilson, seguido de McBride, que cargaba con la escalera, dio un rodeo para llegar a las dos ventanas de la parte trasera. Sir Walter Carey, por su parte, seguido de su secretario, fue hacia la única puerta con la intención de exigir la entrada de manera más acorde con la situación.

—Supongo que irá armado —aventuró Sir Walter con indiferencia.

—Por lo que de él dicen —respondió Horne Fisher—, puede hacer más con un candil que la mayoría de los hombres con una pistola. No obstante, es casi seguro que lleve consigo un arma.

Justo al mismo tiempo que terminaba de hablar respondió también a la pregunta el estallido de un trueno. Morton, que acababa de colocarse frente a la ventana más cercana con los anchos hombros bloqueando el vano, resultó por un instante iluminado desde dentro por algo parecido a una llamarada de fuego rojo que fue seguida de un enorme aluvión de ecos. Sus cuadrados hombros parecieron cambiar de forma, tras lo cual la robusta figura se derrumbó entre las altas y tupidas hierbas que crecían al pie de la torre mientras una humareda salía flotando por la ventana formando una nubecilla. Los dos hombres, que se hallaban algo detrás de él, se dirigieron apresuradamente hacia allí, pero para cuando lo levantaron Morton ya estaba muerto.

Sir Walter se enderezó y gritó algo que se perdió en medio de un nuevo estrépito. Posiblemente la policía estuviese ya vengando a su compañero desde el otro lado. Fisher echó entonces a correr rodeando la torre en dirección a la próxima ventana. Un instante después un nuevo grito de asombro, esta vez proferido por él mismo, atrajo a su jefe al mismo lugar. Nolan, el policía irlandés, también había caído. Se encontraba extendido sobre la hierba cuan largo era, cubierto de sangre. Aunque aún estaba vivo cuando llegaron a su lado, tenía la muerte reflejada en su rostro, y sólo fue capaz de hacer un último ademán en señal de que todo estaba acabado mientras, con una palabra entrecortada y un heroico esfuerzo, les indicaba con la mano hacia donde sus otros compañeros asaltaban en aquel momento la cara trasera de la torre. Conmocionados por tan rápidos y repetidos golpes, los dos hombres obedecieron a duras penas la señal y, tras reemprender el camino hacia las otras ventanas, encontraron una escena igualmente sobrecogedora, si bien menos fatal y trágica. Los otros dos agentes no estaban ni muertos ni mortalmente heridos, pero McBride yacía con una pierna rota y la escalera tirada encima, posición en la que evidentemente había quedado tras ser empujado desde la ventana superior de la torre. En cuanto a Wilson, se encontraba tumbado boca abajo, muy quieto, como aturdido, con su cabeza roja entre el follaje gris y plateado. La inmovilidad, no obstante, resultó en él tan sólo momentánea, pues comenzaba a ponerse en pie cuando los demás terminaban de rodear la torre.

—Dios mío, ha sido como una explosión —gritó Sir Walter, lo cual, de hecho, era la única forma posible de llamar a aquella vitalidad sobrenatural con la que un hombre había sido capaz de repartir muerte y destrucción al mismo tiempo por los tres lados de aquel pequeño triángulo.

Wilson, que ya se había puesto en pie, se abalanzó de nuevo sobre la ventana revólver en mano. Disparó dos veces a través del vano y desapareció por entre el humo de su propia pistola, pero el ruido sordo de sus pies y el choque de una silla al caer les indicaron a los otros que el intrépido londinense se las había arreglado finalmente para saltar al interior de la habitación. Después siguió un silencio, tras el cual Sir Walter, encaminándose a la ventana a través del humo que comenzaba ya a aclararse, atisbo el interior de la vieja torre. A excepción de Wilson, quien observaba atentamente a su alrededor, allí no había nadie.

El interior de la torre era una sencilla habitación amueblada tan sólo con una silla de madera y una mesa en la que, además de la vela, había varias plumas, tinta y papel. A media altura de la pared se veía una rudimentaria plataforma de madera situada por debajo de la ventana superior: un pequeño desván que mas bien parecía una estantería grande. Sólo se podía acceder a él por una escalera, y parecía hallarse tan vacío como las propias paredes desnudas. Wilson completó su inspección del lugar y luego procedió a examinar los objetos de la mesa. Silenciosamente, señaló con un delgado dedo índice la página por la que se hallaba abierto el cuaderno. Quien había estado escribiendo había dejado de hacerlo repentinamente, dejando incluso a medias la última palabra.

—Dije antes que fue como una explosión —dijo por fin Sir Walter Carey—, y en verdad que el propio sujeto parece haber echado a volar de repente. Pero lo ha hecho de tal manera que no ha llegado a tocar la torre. Se ha disuelto más bien como una pompa de jabón que como una bomba.

—Y se ha llevado cosas más valiosas que la torre en su camino —dijo Wilson con abatimiento.

Tuvo lugar un largo silencio, tras el cual Sir Walter dijo con seriedad:

—Bien, Mr. Wilson, yo no soy detective. Y estos desafortunados incidentes le han dejado a usted al cargo de ese aspecto del caso. Todos nosotros lamentamos lo que ha causado tal hecho, pero me gustaría decir que yo mismo tengo la más absoluta confianza en su capacidad para continuar el trabajo por el buen camino. ¿Qué le parece a usted que deberíamos hacer ahora?

Wilson pareció recobrarse de su abatimiento y agradeció las palabras que Sir Walter acababa de decir con unos modales más cálidos que los que hasta el momento le había mostrado a nadie. Hizo pasar a unos cuantos policías para que lo ayudaran a registrar el interior y dejó que el resto se dispersase por los alrededores en pequeños grupos de búsqueda.

—Creo —dijo— que lo primero que hay que hacer es asegurarse de que todo está en orden aquí dentro, ya que veo muy difícil que nuestro hombre haya podido salir de entre estas paredes. Supongo que el pobre Nolan hubiera llegado a afirmar que algo así sólo resulta posible por medios sobrenaturales, pero a mí no me hacen falta los espíritus cuando me enfrento a hechos materiales. Y los que tengo ante mí ahora mismo son una torre vacía, una escalera, una silla y una mesa.

—Los que creen en los espíritus —dijo Sir Walter con una sonrisa— verían una mesa como algo de gran utilidad.

—Más bien creo que la verían útil si se tratase de espíritus de los que se encuentran en las botellas
[*]
—repuso Wilson frunciendo sus pálidos labios—. Cuando la gente de por aquí se impregna de whisky irlandés hasta las cejas, son capaces de creer en cualquier cosa. Lo que hace falta en este país es un poco de educación.

Los pesados párpados de Horne Fisher se agitaron en un fallido intento por alzarse, como si deseasen expresar una perezosa protesta contra el tono desdeñoso que acababa de emplear el investigador.

—Los irlandeses creen demasiado en los espíritus como para creer en otra cosa —murmuró—. Saben demasiado acerca de ellos. Pero si desea usted creer en esas otras cosas, vaya y búsquelas en su querido Londres.

—No necesito encontrar nada en ningún sitio —dijo Wilson secamente—. Ya le digo que me enfrento a cosas mucho más sencillas que esa simplona fe suya: con una mesa, una silla y una escalera. Y para empezar, le voy a decir algo acerca de ellas. Las tres están hechas por completo de madera toscamente trabajada. Pero la mesa y la silla son bastante nuevas y, comparadas con lo demás, están muy limpias. La escalera se halla cubierta de polvo y tiene una telaraña sobre el último escalón. Eso quiere decir que nuestro hombre ha debido de coger la mesa y la silla de alguna cabaña hace muy poco tiempo, tal y como habíamos supuesto. Pero en cuanto a la escalera, lleva mucho tiempo en esta vieja y podrida pocilga. Es probable que sea parte de las reliquias originales que guarda este magnífico palacio de los antiguos reyes irlandeses.

Fisher lo miró una vez más por entre sus entrecerrados párpados pero, demasiado soñoliento para hablar, no dijo nada, por lo que Wilson pudo proseguir su exposición.

—Ahora bien, está claro que algo muy extraño acaba de suceder aquí. Y a mí me parece que las probabilidades son de diez contra uno a que ese algo está especialmente relacionado con este lugar. Probablemente vino aquí porque era el único lugar en el que podía llevar a cabo sus propósitos con comodidad. De otra manera, no parece un sitio muy acogedor. Claro que el sujeto lo conocía desde hacía mucho tiempo pues, según se dice, perteneció a su familia. Por tanto, juntando una cosa con otra, creo que todo apunta hacia una sola dirección: que la solución del misterio que aquí nos ocupa radica en la propia construcción de la torre.

—Su razonamiento me parece excelente —dijo Sir Walter, que escuchaba con gran atención—. Pero, ¿de qué puede tratarse?

—Ahora podrá usted comprobar lo que quiero decir con respecto a la escalera —continuó el detective—. Es el único mueble viejo que hay aquí, y también la primera cosa que detectó esta mirada
cockney
que tengo. Pero hay algo más. Ese desván de ahí arriba es una especie de trastero que no alberga ningún trasto viejo. Por lo que puedo ver, se encuentra tan vacío como todo lo demás y, tal y como están las cosas, no veo qué utilidad puede tener una escalera que conduzca hasta ahí arriba. A mí me parece que, ya que no encontramos nada inusual aquí abajo, puede que nos resulte de lo más provechoso echar un vistazo ahí arriba.

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