El hombre que se esfumó (12 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El hombre que se esfumó
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—¿También espera usted el barco?

—Sí —contestó él—; pero probablemente vamos en direcciones diferentes.

—Yo no tengo nada especial que hacer. Estaba pensando en irme a casa, claro.

—¿Ha estado usted nadando?

(El arte de la deducción.)

—Sí, por supuesto. ¿Por qué me lo pregunta?

(Ésta sí que es una buena pregunta.)

—¿Dónde se ha dejado usted hoy a su
boyfriend?

(¿Y a mí qué me importa? ¡Bah! Es sólo una técnica de interrogatorio.)

—¿Tetz? Se ha ido. Y, además, no es mi novio.

—¡Ah! ¿No?

(Sumamente espiritual.)

—Es sólo un conocido. A veces se aloja en la pensión. Es un buen chico.

Ella se encogió de hombros y se quedó mirando los pies. Seguían siendo cortos y anchos, con dedos rectos.

(Martin Beck, el incorruptible, más interesado en la medida del zapato de una mujer que en el color de sus pezones.)

—¡Bueno! Y ahora va usted a casa, ¿no?

(La táctica del desgaste.)

—Bueno, eso pensé. No tengo nada particular que hacer. Y usted, ¿qué va a hacer?

—No lo sé.

(Al fin, una verdad.)

—¿Ha ido usted a la colina Gellért a ver las vistas? ¿Desde el monumento conmemorativo de la Liberación?

—No.

—Desde allí se ve toda la ciudad, como puesta en una bandeja.

—¿Ah, sí?

—¿Quiere que subamos? Quizá sople un poco de brisa arriba.

—¿Por qué no? —dijo Martin Beck.

(Nunca viene mal echar un vistazo.)

—Entonces tomaremos el barco que viene ahora. Es el que usted tendría que haber cogido, en cualquier caso.

El barco se llamaba
Ifjugárda,
y probablemente había sido construido según el mismo patrón que el vapor en el que viajó el día anterior. Pero los ventiladores eran diferentes y la chimenea se inclinaba ligeramente hacia popa.

Se pusieron junto a la barandilla. El barco se deslizaba rápidamente corriente abajo, en dirección al puente Margarita. Justo debajo del arco, ella le preguntó:

—A propósito, ¿cómo te llamas?

—Martin.

—Yo me llamo Ari. Pero ya lo sabías, ¿verdad? ¡Vete tú a saber cómo!

Él no respondió a eso, pero al cabo de un rato preguntó:

—¿Qué significa este nombre de
Ifjugárda?

—«El joven guardia.»

El panorama que se veía desde el Monumento a la Liberación cumplía lo que la chica había prometido, y con creces. Incluso soplaba una ligera brisa.

Habían ido en barco hasta la última escala, frente al famoso hotel Gellért, luego caminaron un rato por una calle que llevaba el nombre de Béla Bártok y finalmente subieron a un autobús que los condujo hasta la cima de la colina, despacio y jadeando.

Estaban ahora en el parapeto de la ciudadela, sobre el monumento. A sus pies se extendía la ciudad, con centenares de miles de ventanas ardiendo bajo los últimos rayos del sol de la tarde. Estaban tan cerca el uno del otro que, cuando ella se volvió, él sintió un ligero roce. Por primera vez en cinco días, se sorprendió a sí mismo pensando en algo distinto de Alf Matsson.

—Allí está el museo en el que trabajo —dijo—. Permanece cerrado durante el verano.

—¿Ah, sí?

—El resto del tiempo, lo paso en la universidad.

Bajaron a pie, por sinuosos senderos cuesta abajo hasta la orilla del río.

Luego cruzaron andando el puente nuevo y vinieron a parar cerca del hotel donde se hospedaba él. El sol se había puesto tras las colinas por el noroeste y un suave y cálido crepúsculo había descendido sobre el río.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Ari Boeck.

Lo tenía ligeramente cogido del brazo y balanceaba alegremente el cuerpo mientras paseaban por el muelle.

—Podríamos hablar de Alf Matsson —sugirió Martin Beck.

La mujer le dirigió una rápida mirada de reproche, pero enseguida sonrió y dijo:

—¿Por qué no? ¿Cómo es? ¿A mí me caería bien, si lo conociera?

—No creo.

—¿Por qué le buscas? ¿Sois muy buenos amigos?

—Conocidos.

En este momento, estaba casi convencido de que ella decía la verdad y de que la vaga idea que le llevó a la casa de Ujpest había sido una pista falsa. Pero no hay mal que por bien no venga. Pensó Martin Beck.

Ahora se apoyaba un poco en su brazo y avanzaba en zigzag, de modo que su cuerpo oscilaba como en torno a un eje vertical, de un lado a otro. Pasaron de largo el hotel y llegaron hasta el vapor de rueda grande e iluminado que él había visto por el río la noche anterior. Justo en ese momento, la gente comenzaba a subir a bordo.

—¿Qué clase de barco es ése? —preguntó él.

—Se llama
Szabadság,
quiere decir «libertad». Hace un crucero a la luz de la luna, río arriba, luego da la vuelta a la isla Margit y vuelve. Tarda cosa de una hora. Cuesta muy poco. ¿Embarcamos?

Subieron a bordo y poco después el barco zarpó, chapoteando pacíficamente en la oscura corriente. Hasta el momento no se ha logrado construir una embarcación de tracción a máquina que se mueva tan plácidamente como un vapor de ruedas.

Subieron por encima de la caja de la rueda y vieron deslizarse las riberas.

Ella se apoyó en él, levemente, y Martin Beck percibió sin duda algo que antes ya había advertido: no llevaba sujetador bajo el vestido.

Una pequeña orquesta tocaba en la cubierta de popa. Algunas personas bailaban.

—¿Quieres bailar? —preguntó ella.

—No —contestó Martin Beck.

—Bueno, a mí tampoco me divierte.

Un momento después ella dijo:

—Pero puedo, llegado el caso.

—También yo —repuso Martin Beck.

El barco pasó la isla Margit y Ujpest para luego dar la vuelta y deslizarse de nuevo rumbo al sur silenciosamente, siguiendo la corriente. Permanecieron un momento tras la chimenea, mirando por los tragaluces. El motor latía con pulso plácido, brillaban las tuberías de cobre y llegaba hasta ellos una cálida corriente de aire con olor a aceite, dándoles en la cara.

—¿Has estado antes en este barco? —preguntó él.

—Sí, muchas veces. Es lo mejor que se puede hacer en esta ciudad una tarde de calor.

No sabía muy bien ni quién era ni qué pensar de ella. Y esto le irritaba, aparte de todo lo demás.

El barco pasó frente al colosal edificio del Parlamento (donde ahora una pequeña estrella roja brillaba discretamente sobre la cúpula central), luego abatió la inclinada chimenea para pasar bajo el puente de los grandes leones de piedra y volvió a atracar en el mismo sitio desde donde habían partido.

Al cruzar la pasarela, Martin Beck recorrió el muelle con la mirada. Bajo el farol, junto a la taquilla de venta de billetes, estaba el hombre alto del pelo negro peinado hacia atrás. Llevaba de nuevo su traje azul y los miraba fijamente. Un momento después el hombre se volvió y, con pasos rápidos, desapareció tras el pabellón de espera. La mujer siguió la mirada de Martin Beck y de repente, pero con cautela, puso su mano izquierda en la derecha de él.

—¿Has visto a ese hombre? —preguntó él.

—Sí —contestó ella.

—¿Sabes quién es?

Ella negó con la cabeza.

—No. ¿Y tú?

—Aún no.

Por raro que parezca, Martin Beck sintió hambre. No había almorzado y la hora de la cena pasaría pronto.

—¿Quieres cenar conmigo?

—¿Dónde?

—En el hotel.

—¿Puedo entrar con estas ropas?

—¡Seguro!

Luego casi añadió: «Ahora no estamos en Suecia».

Aún había mucha gente en el comedor y a lo largo de la balaustrada, frente a los ventanales abiertos. Enjambres de insectos pululaban alrededor de los faroles.

—Son pequeños mosquitos —explicó ella—. No pican. Cuando desaparecen, es que el verano ha terminado. ¿Sabías eso?

La comida era excelente, como siempre, y también el vino. Ella debía de tener hambre, pues comió con sano y juvenil desparpajo. Luego se quedó muy quieta, escuchando la música. Fumaron mientras tomaban café y bebieron una especie de licor de cerezas, que también sabía a chocolate. Al apagar el cigarrillo en el cenicero, ella rozó como por casualidad la mano derecha de él con las puntas de los dedos. Momentos más tarde repitió la maniobra y poco después él sintió el pie de ella tocando su tobillo por debajo de la mesa: se había quitado la sandalia.

Al cabo de un rato, retiró el pie y la mano y se fue al baño de señoras.

Pensativamente, Martin Beck se frotó el nacimiento del pelo con los dedos de la mano derecha. Luego se inclinó sobre la mesa y tomó la bolsa de red que estaba a su lado, sobre la silla. Metió la mano en ella, sacó el traje de baño y lo examinó. Estaba completamente seco, incluso en las costuras y a lo largo del elástico. Tan seco que difícilmente podía haber estado en contacto con el agua en las últimas veinticuatro horas. Volvió a plegarlo y meterlo en la bolsa, dejó ésta cuidadosamente en la silla. Se mordió los nudillos, pensativo. Obviamente, esto no tenía porqué significar nada. Por lo demás, él seguía comportándose como un idiota.

Ella volvió y se sentó, sonriéndole. Cruzó las piernas, encendió otro cigarrillo y se dispuso a escuchar la melodía vienesa.

—¡Qué bien se está aquí! —exclamó.

Él asintió.

El comedor empezó a vaciarse y los camareros se reunían en grupos a charlar. Los músicos dieron fin al concierto interpretando
Donauwelle.
Ella miró el reloj.

—Debo irme a casa.

Se puso a pensar qué hacer. Un piso más arriba había un pequeño bar, tipo sala de fiestas, con música de jazz. Aborrecía tanto esa clase de lugares que sólo el deber más acuciante podía forzarle a entrar en ellos. Pero... ¿no era éste el caso?

—¿Cómo vas a volver a casa? ¿En barco?

—No. El último ya se ha ido. Iré en tranvía. Además, es más rápido.

Él siguió pensando. La situación, en toda su simpleza, resultaba bastante complicada. Por qué, no lo sabía.

Decidió no hacer ni decir nada. Los músicos se fueron, inclinándose con displicencia. Ella volvió a mirar el reloj.

—Será mejor que me vaya —dijo.

El conserje de noche se inclinó en una reverencia en el vestíbulo. El portero, respetuoso, hizo girar las puertas.

Se detuvieron en la acera, solos en la cálida atmósfera de la noche. Ella dio un corto paso y se plantó ante él, con la pierna derecha entre las suyas. Se puso de puntillas y lo besó. Él notó claramente sus senos, vientre, sexo y muslos a través de la tela de su vestido. Ella apenas podía alcanzarle.

—¡Qué alto eres! —exclamó.

Hizo un pequeño y ágil movimiento y de nuevo se apoyó firmemente sobre el suelo, a unos centímetros de él.

—Gracias por hoy. Te veré pronto. Adiós.

Se alejó caminando, volvió su cabeza y lo saludó con la mano derecha. La bolsa de nailon se balanceaba junto a su pierna izquierda.

—¡Adiós! —le contestó Martin Beck.

Regresó al vestíbulo, recogió la llave y subió a su habitación. Hacía un calor tan sofocante que abrió la ventana enseguida. Se quitó la camisa y los zapatos, se dirigió al cuarto de baño y se mojó cara y pecho con agua fría. Se sintió más idiota que nunca.

—Debo de estar loco —se dijo—. ¡Suerte que nadie me ha visto!

En aquel momento alguien llamó ligeramente a la puerta. Bajó el pestillo y entró ella.

—Me he colado —dijo—. Nadie me ha visto.

Cerró de nuevo la puerta, deprisa y sin hacer ruido, y dio dos pasos dentro de la habitación. Dejó caer la bolsa en el suelo y se quitó las sandalias.

Él la miró fijamente. Sus ojos habían cambiado y parecían turbios, como si hubiera un velo sobre ellos. Ella se inclinó con los brazos cruzados, agarró con ambas manos el vestido por el dobladillo y lo levantó en un solo movimiento ágil. No llevaba nada debajo. Esto, en sí mismo, no tenía nada de sorprendente.

Por lo visto, tomaba el sol siempre con el mismo traje de baño porque en sus pechos y pubis se perfilaban zonas claramente delimitadas que, recortándose sobre el resto de la piel bronceada, aparentaban una blancura de yeso. Sus pechos eran suaves, blancos y redondeados, y sus pezones grandes, sonrosados y cilíndricos, como pequeñas balizas ancladas. La zona de su entrepierna, cubierta de vello negro profundo, quedaba también claramente delimitada: un triángulo inscrito que ocupaba un área considerable de la franja rectangular de piel blanca. El vello era crespo, espeso e hirsuto, como electrizado. En torno a sus pezones se extendían áreas circulares de un color moreno claro. Parecía una figurilla geométrica, policromada.

Los años deprimentes que pasó en la Brigada Antivicio le habían inmunizado contra una provocación de este estilo. Y aunque tal vez no se trataba realmente de una provocación, en el sentido estricto del término, consideró esta situación mucho más fácil de manejar que la que le había irritado en el comedor media hora antes. Sin darle tiempo siquiera para quitarse el vestido por encima de la cabeza, le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Un momento.

Ella bajó un poco el vestido y lo miró por encima del dobladillo, con velados ojos castaños que no captaban ni comprendían nada. Consiguió liberar el brazo izquierdo del vestido. Agarró la mano derecha de él y tiró lentamente de ella hasta su entrepierna. El sexo estaba hinchado y abierto; la secreción vaginal corrió por sus dedos.

—Tócalo —dijo ella, con una especie de impotencia más allá del bien o del mal.

Martin Beck logró soltar la mano, abrió la puerta que daba al pasillo del hotel y le dijo en su alemán de colegio:

—Por favor, vístete.

Ella permaneció inmóvil un momento, perpleja, como cuando él llamó a su puerta en Ujpest. Luego obedeció.

Él se puso la camisa y los zapatos, tomó la bolsa de plástico y condujo a la joven hasta el vestíbulo agarrándola ligeramente por el brazo.

—Llame a un taxi —dijo al portero de noche.

El taxi acudió casi enseguida. Él abrió la puerta; pero cuando se disponía a ayudarla a entrar, ella se soltó con vehemencia.

—Yo pagaré al conductor —dijo él.

Ella lo miró. Había desaparecido el velo que enturbiaba sus ojos. La paciente se había recobrado. Ahora, su mirada era a la vez clara y oscura, llena de odio.

—¡Y una mierda! —exclamó—. ¡Venga, vámonos!

Cerró de un portazo y el taxi se puso en marcha.

Martin Beck miró a su alrededor. Era ya mucho más de medianoche.

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