Read El hombre que se esfumó Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
—¿Ah, no?
—Con respecto a ese Alf Matsson...
El hombre bajó la voz y miró a su alrededor. El vestíbulo estaba vacío a excepción de un africano que dormía en el rincón del otro extremo.
—Sí, ¿han tenido noticias de él?
—No, ninguna. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que aterrizó en Ferihegyi, el aeropuerto de aquí, la tarde del día 22. Pasó la noche en una especie de albergue juvenil llamado Ifjuság, en la parte de Buda. A la mañana siguiente se trasladó aquí. Cosa de media hora más tarde, salió y se llevó consigo la llave de su habitación. Desde entonces, nadie lo ha visto.
—¿Qué dice la policía?
—Nada.
—¿Nada?
—Los que he contactado no parecen interesados. Oficialmente hablando, esa actitud es comprensible. Matsson tenía un visado válido y se registró como residente en este hotel. La policía no tiene razones para preocuparse por él hasta que deje el país, mientras no supere el período de su permiso de residencia.
—¿No puede haber salido del país?
—Completamente impensable. Aunque lograra cruzar la frontera ilegalmente, ¿a dónde iría? ¿Sin pasaporte? De todos modos hemos hecho averiguaciones en las embajadas de Praga, Belgrado, Bucarest y Viena. Incluso en Moscú, por si acaso. Nadie sabe nada.
—El redactor jefe de Matsson creía recordar que venía a hacer dos cosas. Una entrevista con Laszlo Papp, el boxeador, y un artículo sobre el Museo Judío.
—No ha estado en ninguno de los dos sitios. Hemos hecho algunas pesquisas. Al director del museo, un tal doctor Sos, le escribió una carta desde Suecia; pero luego no se presentó. También hemos hablado con la madre de Papp. Nunca ha oído mencionar el nombre de Matsson, y el propio Papp ni siquiera está en la ciudad.
—¿Sigue su equipaje en la habitación de este hotel?
—Sus efectos personales permanecen en el hotel, pero no en su cuarto.
Había reservado habitación sólo por tres noches. La dirección del hotel la retuvo a petición nuestra, y luego trasladó su equipaje a la oficina. Allí, tras el mostrador de recepción. Dicho sea de paso, ni siquiera llegó a abrirlo. Nosotros pagamos la factura.
El hombre guardó silencio durante un rato, como si estuviera pensando en algo. Luego añadió, con solemnidad:
—Ni que decir tiene que vamos a reclamarle esa cantidad a su jefe.
—O a sus herederos.
—Sí, si las cosas llegaran a tal extremo.
—¿Dónde está su pasaporte?
—Lo tengo yo —contestó el de la embajada.
Abrió la cremallera de su fino portafolios, sacó el pasaporte y se lo entregó, a la vez que extraía su estilográfica de un bolsillo interior.
—Aquí tiene. ¿Quiere hacer el favor de firmar el recibo, por favor?
Martin Beck firmó. El hombre guardó la pluma y el recibo.
—Muy bien, ¿hay algo más? Sí, claro, la factura del hotel. No tiene usted que preocuparse. Hemos recibido instrucciones de cubrir sus gastos. Aunque lo considero poco ortodoxo. Naturalmente, usted debería haber recibido dietas según el procedimiento habitual. Bueno, si necesita dinero en efectivo, puede retirarlo en la embajada.
—Gracias.
—Creo que ya está todo. Puede registrar sus objetos personales cuando quiera. Ya están sobre aviso.
El hombre se levantó.
—Por cierto, ocupa usted la misma habitación que Matsson —comentó de pasada—. Es la 105, ¿verdad? Si no hubiéramos insistido en que la habitación siguiera a nombre de Matsson, sin duda habría tenido que alojarse en otro hotel. Estamos en plena temporada.
Antes de separarse, Martin Beck le preguntó:
—¿Qué opina usted de todo esto? ¿Adónde cree que habrá ido?
El hombre de la embajada se le quedó mirando sin expresión.
—En caso de tener opinión al respecto, preferiría guardármela.
Un momento después añadió:
—Este asunto es muy desagradable.
Martin Beck subió a su habitación. Ya la habían limpiado. Miró a su alrededor. O sea que Alf Matsson se había alojado aquí. Pero durante una hora, como máximo. Esperar pistas de sus actividades en tan breve período sería, desde luego, pedir demasiado. ¿Qué había hecho Alf Matsson durante aquella hora? ¿Se asomó a la ventana, a mirar los barcos? Quizá. ¿Vio algo o a alguien que le hizo abandonar el hotel con tal premura que incluso olvidó entregar la llave? Posiblemente. Pero, en tal caso, ¿qué había sido? Imposible saberlo. Si lo hubiesen atropellado en la calle, les habrían avisado enseguida. Si hubiera pensado en saltar al río, tendría que haber esperado a que anocheciera. Si hubiese tratado de curarse la resaca con aguardiente de albaricoque y hubiera pillado, como resultado, otra borrachera devastadora, habría tenido dieciséis días para recobrar la sobriedad. Mucho tiempo, demasiado. Además, él no solía beber mientras estaba cumpliendo una misión. Era el tipo de periodista moderno, según se decía en alguna parte del informe de la Tercera Sección: rápido, eficiente y directo. La clase de persona que primero hace su trabajo y luego se divierte.
Desagradable. Muy desagradable. Sumamente desagradable.
Puñeteramente desagradable. Jodidamente desagradable. Una vergüenza.
Martin Beck se tumbó en la cama. Chirrió poderosamente. Ya se había olvidado de Conrad von Hötzendorff pero ¿habría chirriado bajo Alf Matsson?
Sin duda. ¿Hay alguien capaz de entrar en una habitación de hotel sin probar inmediatamente la cama? Así que Matsson había estado tumbado allí, contemplando el techo, cuatro metros por encima. Luego se largó, sin abrir las maletas ni entregar su llave. Y desapareció. ¿Había sonado el teléfono? ¿Con algún mensaje sorprendente?
Martín Beck desplegó su plano de Budapest y lo estudió un buen rato.
Luego sintió la necesidad imperiosa de hacer algo, así que se levantó, se metió el plano y el pasaporte en el bolsillo y bajó a inspeccionar el equipaje.
El conserje era un hombre mayor, obeso, amable, digno, un modelo de orden.
No, nadie había telefoneado a Mr. Matsson mientras estuvo en el hotel. Luego, cuando Mr. Matsson se marchó, hubo varias llamadas que se repitieron en días subsiguientes. ¿Era la misma persona la que había telefoneado? No, varias personas diferentes, la telefonista estaba segura de eso. ¿Hombres? Tanto hombres como mujeres, por lo menos una mujer. Las personas que habían telefoneado, ¿dejaron recados o números de teléfono? No, no dejaron recados. Tampoco dieron sus números de teléfono. Después recibieron llamadas de Estocolmo y de la embajada sueca. En esa ocasión sí que dejaron mensajes y números de teléfono. Aún estaban allí. ¿El señor Beck quería verlos? No, el señor Beck no quería verlos.
Efectivamente, el equipaje se hallaba en una habitación tras el mostrador de recepción. Fue muy fácil inspeccionarlo. Una máquina de escribir portátil marca Erika y una maleta de piel de cerdo color marrón amarillento rodeada de una correa. En el tarjetero de cuero que colgaba del asa había una tarjeta de visita en la que se leía: Alf Matsson, periodista, Fleminggatan 34, Estocolmo K. La llave estaba en la cerradura.
Martin Beck sacó la máquina de escribir de su estuche y la estuvo examinando un buen rato. Tras llegar a la conclusión de que era una máquina portátil marca Erika, se ocupó de la maleta.
La maleta había sido hecha con orden y esmero; pero, aun así, tuvo la sensación de que alguien con mucha práctica la había registrado, volviendo a colocar después todas las cosas en su sitio. Contenía una camisa a cuadros, una camisa suelta marrón, una camisa blanca de popelín con la etiqueta de la lavandería aún puesta, unos pantalones color azul claro recién planchados, una especie de chaqueta de lana azul, tres pañuelos, cuatro pares de calcetines, dos pares de calzoncillos de colores, una camiseta de las llamadas de malla, y un par de zapatos de ante color marrón claro. Todo estaba limpio. Además, un neceser, un paquete de cuartillas, un borrador de escritura a máquina, una afeitadora eléctrica, una novela y una cartera de plástico azul oscuro, de la clase que las agencias de viaje suelen regalar y que no son lo bastante grandes para guardar billetes. En el neceser había loción de afeitar, una pastilla de jabón sin abrir, un tubo de pasta de dientes abierto, un cepillo de dientes, una botella de elixir dentífrico, un tubo de aspirinas y un paquete de preservativos. En la cartera de plástico azul oscuro había quinientos dólares en billetes y seis billetes suecos de cien coronas. Una suma asombrosa para gastos de viaje, pero Alf Matsson parecía acostumbrado a vivir a lo grande.
Martín Beck volvió a dejarlo todo del modo más ordenado y pulcro posible y regresó al mostrador de recepción. Ya era mediodía y hora de salir. Si bien no sabía qué iba a hacer, por lo menos podía hacerlo al aire libre, por ejemplo, al sol, en el muelle. Sacó del bolsillo la llave de su habitación y se quedó mirándola. Parecía tan antigua, recia y venerable como el propio hotel. La dejó en el mostrador. Enseguida, el conserje alargó la mano para guardarla.
—¿Esta llave es un duplicado, verdad?
—No comprendo —respondió el conserje.
—Tengo entendido que el huésped anterior se llevó la llave.
—Cierto, pero nos la devolvieron al día siguiente.
—¿La devolvieron? ¿Quién?
—La policía,
sir.
—¿La policía? ¿Qué policía?
El conserje se encogió de hombros, aturdido.
—Pues la policía normal, claro. ¿Quién, si no? Un policía entregó la llave al portero. Al señor Matsson debió de caérsele en algún sitio.
—¿Dónde?
—No lo sé,
sir.
Martin Beck hizo una pregunta más.
—¿Alguien más ha registrado el equipaje del señor Matsson?
El conserje vaciló por un instante antes de contestar.
—No creo,
sir.
Martin Beck salió por la puerta giratoria. El hombre del bigote gris y la gorra con visera estaba de pie en la sombra, debajo del dosel, completamente inmóvil con las manos a la espalda, como un monumento viviente de Emil Jannings.
—¿Recuerda haber recibido una llave de habitación entregada por un policía hace dos semanas?
El anciano se le quedó mirando inquisitivamente.
—Claro.
—¿Era un policía uniformado?
—Sí, sí... Un coche patrulla se detuvo aquí y uno de los policías bajó y entregó la llave.
—¿Qué dijo?
El hombre pensó.
—Dijo: «Objetos perdidos». Creo que nada más.
Martin Beck dio media vuelta y se alejó caminando. A los tres pasos se dio cuenta de que no le había dado propina. Retrocedió y colocó unas cuantas monedas en la mano del hombre, de las de metal ligero que le resultaban poco familiares. El portero se llevó la mano a la gorra, retocó la visera con la punta de dos dedos y dijo:
—Gracias, pero no es necesario.
—Habla usted un alemán excelente —le dijo Martin Beck—. Mucho mejor que yo, desde luego.
—Lo aprendí en el frente del Isonzo en 1916.
Tras doblar la esquina, sacó el plano y lo examinó. Siguió caminando, con el plano aún en la mano, descendiendo hacia el muelle. Un gran vapor de ruedas, blanco, con dos chimeneas, se abría camino río arriba. Lo miró sin experimentar alegría.
En todo esto algo iba mal. Algo que, definitivamente, no era como debía ser.
Pero aún no sabía qué.
Era domingo y hacía calor. Una ligera calima temblaba sobre la ladera de las colinas. El muelle estaba lleno de gente que paseaba o se sentaba a tomar el sol en los escalones que bajaban hasta el río. Personas vestidas con ropas veraniegas se apretujaban en los pequeños vapores y lanchas a motor que iban y venían por el río, de camino hacia las zonas de baño y ocio. En la parada de barcos se formaban largas colas.
Martin Beck había olvidado que era domingo, y al principio le sorprendió ver tal marea de gente. Siguió la corriente de paseantes a lo largo del muelle, contemplando el animado tráfico fluvial. Había pensado empezar el día con un paseo cruzando el puente hasta la isla Margit, en medio del río, pero cambió de idea cuando imaginó la muchedumbre de ciudadanos de Budapest que seguramente pasaba allí el domingo.
Se sintió ligeramente irritado por el bullicio y el espectáculo de toda aquella gente, disfrutando de su domingo libre, despertó en él un afán de actividad.
Decidió visitar el hotel en el que Alf Matsson pasó su primera y quizás única noche en Budapest, un albergue juvenil en la ribera de Buda, según dijo el hombre de la embajada.
Se abrió paso entre la muchedumbre y subió a la calle que pasaba por encima del muelle. Al abrigo de la sombra de una casa, se puso a estudiar el plano. Estuvo buscando un buen rato; pero no pudo encontrar un hotel llamado Ifjuság, y por último prescindió del plano y echó a andar hacia el puente que cruzaba a la isla y, desde ella, a Buda. Miró a su alrededor en busca de un agente de policía, pero no encontró ninguno. En la cabecera del puente había una parada de taxis con un coche libre.
El conductor sólo hablaba húngaro y no entendió ni una palabra hasta que Martin Beck le enseñó el papel con el nombre del albergue.
Cruzaron el puente, dejando atrás la isla verde, donde se entreveía un enorme surtidor entre los árboles. Luego pasaron por una calle comercial, subieron por calles estrechas y empinadas hasta llegar a una plaza con cuadros de césped y un monumento modernista en bronce, que representaba a un hombre y una mujer sentados, mirándose fijamente.
El taxi paró allí y Martin Beck pagó, probablemente demasiado porque el taxista se desvivió dándole las gracias en su incomprensible idioma.
El albergue era un edificio de escasa altura, que se extendía a un lado de la plaza. Ésta era más bien un ensanchamiento de la calle, con arriates y zonas de aparcamiento. La casa parecía ser de construcción reciente, en contraste con las otras que rodeaban la plaza. La arquitectura era moderna y toda la fachada estaba cubierta de balcones. Una escalera ancha y breve conducía hasta la entrada.
La puerta de cristales daba a un vestíbulo alargado y luminoso, con un puesto de venta de recuerdos cerrado, puertas de ascensores, tresillos y un mostrador de recepción, detrás del cual no había nadie. En la entrada tampoco se veía un alma.
Junto al vestíbulo había un gran salón con sillones y mesas bajas, y grandes ventanales en la pared opuesta. Esta habitación también estaba desierta.
Martin Beck se acercó a la pared de los ventanales y miró hacia el exterior. Sobre el césped, chicos y chicas jóvenes tomaban el sol en bañador.