Read El hombre que se esfumó Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Martin Beck apagó el cigarrillo. No estaba asustado lo más mínimo pero sentía gran curiosidad por saber qué iba a pasar.
El Skoda verde se detuvo a tres escasos metros de él, con el motor en punto muerto y la rueda delantera derecha pegada al bordillo. El conductor encendió los faros y todo quedó inundado en luz, pero sólo por unos segundos, luego se apagó. La puerta del coche se abrió y un hombre salió a la acera.
Martin Beck lo había visto lo bastante a menudo para reconocerlo enseguida, pese al efecto cegador de la luz. El hombre alto de pelo negro peinado hacia atrás. No llevaba nada en las manos. Dio un paso hacia adelante.
El motor del coche ronroneaba lentamente. De pronto percibió algo. No una sombra, ni siquiera un sonido, sólo un pequeño movimiento en el aire, justo detrás de él. Tan débil que sólo la quietud de la noche lo hizo perceptible.
Martin Beck se dio cuenta de que ya no se hallaba sólo junto al muro, que el único objetivo del coche había sido desviar su atención mientras alguien se aproximaba sigilosamente desde el muelle, abajo, subiendo por el muro de piedra, detrás de él.
Y en el mismo segundo también se dio cuenta, con total claridad, de que no se trataba de una vigilancia, ni de un juego, sino de algo muy serio. Peor que eso. Era la muerte que esta vez venía en su busca y no casualmente, sino de una manera fría, calculada y premeditada.
Martin Beck era un mal luchador pero tenía una notable capacidad de reacción. En el momento exacto en que sintió la ligera corriente de aire, encogió la cabeza entre los hombros, puso el pie derecho sobre el borde del muro, buscó apoyo, giró la parte superior del cuerpo y se echó hacia atrás, todo en un mismo instante, como un relámpago. El brazo que se disponía ya a rodear su garganta, apretó duramente su nariz y cejas antes de resbalar por encima de su frente.
Sintió un resuello cálido de asombro contra su mejilla y percibió el rápido fulgor de la hoja de un cuchillo que se alejaba de él tras fallar el blanco. Cayó hacia atrás sobre el muelle, golpeando el hombro izquierdo contra el pavimento de piedra y rodó sobre sí mismo para darse tiempo y, si fuera posible, recobrar el equilibrio y ponerse de pie. Sobre el muro vio dos figuras, recortadas contra el cielo estrellado. Luego sólo quedó una y mientras él seguía con una rodilla sobre el pavimento de piedra, el hombre del cuchillo se abalanzó de nuevo sobre él. Su brazo izquierdo estaba temporalmente paralizado a consecuencia de la caída en el muelle, pero durante un par de segundos la iluminación le favorecía: él, sumido en la oscuridad; el otro, perfilándose contra el fondo. Su atacante falló y acto seguido Martin Beck logró agarrarle la muñeca derecha. No logró engancharle bien; además, la muñeca era excepcionalmente gruesa. Pero siguió aferrado a ella, consciente de que era su única oportunidad. Por una décima de segundo, ambos se incorporaron y Martin Beck notó que el hombre era más bajo que él, pero mucho más robusto. Aplicó mecánicamente una de las viejas y apolilladas técnicas de control aprendidas en la escuela de policía, logrando derribar a su adversario. Su único error fue que no se atrevió a soltar la mano que portaba el cuchillo, con lo que se vio arrastrado en la caída. Los dos rodaron por el suelo hasta llegar muy cerca del borde del muelle, donde empezaban los escalones que descendían hasta el agua. La parálisis de su brazo izquierdo había cesado, por lo que pudo agarrar la otra muñeca del hombre.
Pero su adversario era más fuerte y poco a poco logró colocarse por encima de él. Una fuerte patada en la cabeza le recordó que su inferioridad no sólo era física, sino también numérica. Ahora yacía de espaldas, tan cerca de la escalera que tocó el primer escalón con el pie. El hombre del cuchillo jadeaba pesadamente en su cara oliendo a sudor, loción de afeitado y pastillas para la garganta. De modo lento, pero implacable, fue soltándose la mano derecha.
Martin Beck comprendió que todo había terminado, o al menos que estaba muy próximo a terminar. Creyó ver relámpagos cruzándose en una bruma palpitante y su corazón pareció ensancharse más y más, como un tumor púrpura a punto de reventar. Sentía como si le martillearan la cabeza. Le pareció oír rugidos terribles, tiros, gritos penetrantes y vio que el mundo se ahogaba en un flujo de blanca luz cegadora que borraba todas las formas y toda vida. Su último pensamiento consciente fue que iba a morir allí, en el muelle de una ciudad extranjera, como probablemente le había sucedido a Alf Matsson, y sin saber por qué.
Con un último esfuerzo reflejo, Martin Beck agarró con ambas manos la muñeca derecha del otro mientras hacía contrapeso con el pie y volteó sobre el borde del muelle, arrastrando al otro consigo. Su cabeza dio contra el segundo escalón y perdió el conocimiento.
Tras un lapso de tiempo que se le antojó ilimitado, y que en cualquier caso debió de ser muy largo, Martin Beck abrió los ojos. Todo estaba bañado en una luz blanca. Yacía de espaldas, con la cabeza y la oreja derecha vueltas contra el pavimento de piedra. Lo primero que vio fue un par de zapatos negros bien lustrados, que casi llenaban su campo perceptivo. Volvió la cabeza y alzó la mirada.
Szluka, con traje gris y aquel ridículo sombrero de cazador en la cabeza, se inclinó sobre él y le dijo:
—Buenas noches.
Martin Beck se apoyó en el codo. La luz intensa venía de dos coches de la policía, uno en el muelle y el otro junto a la pared de piedra en la calle de arriba.
A unos tres metros de distancia de Szluka había un policía con gorra de visera, botas negras de cuero y uniforme azul gris claro. Llevaba una porra negra en la mano derecha y miraba pensativamente a la persona que yacía a sus pies. El caído era Tetz Radeberger, el hombre que jugueteaba con el elástico del bañador de Ari Boeck en la casa de Ujpest. Ahora estaba de espaldas, profundamente inconsciente, con sangre en la frente y en el pelo rubio.
—¿Dónde está el otro? —preguntó Martin Beck.
—Herido. Por precaución, se entiende. En la pantorrilla.
En las casas se habían abierto algunas ventanas y la gente miraba hacia el muelle.
—Quédese quieto —dijo Szluka—. La ambulancia llegará pronto.
—No es necesario —repuso Martin Beck empezando a levantarse.
Habían pasado exactamente tres minutos y quince segundos desde que, sentado sobre el muro de piedra, había percibido aquella ligera corriente de aire en la nuca.
El coche era un Warszawa azul y blanco, modelo 1962. Tenía una luz azul intermitente sobre el techo y la sirena aullaba discreta y melancólicamente a lo largo de las vacías calles nocturnas. La palabra
RENDÖRSEG,
escrita con mayúsculas en la banda blanca cruzaba horizontalmente la puerta delantera.
Significaba « policía ».
Martin Beck estaba en el asiento de atrás. A su lado iba un policía de uniforme. Szluka se había sentado en el asiento delantero, a la derecha del conductor.
—Lo hizo usted muy bien —dijo Szluka—. Esos dos jóvenes son muy peligrosos.
—¿Quién puso a Radeberger fuera de combate?
—Está sentado al lado de usted —le informó Szluka. Martin Beck volvió la cabeza. El policía tenía un fino bigote negro y ojos castaños de mirada simpática.
—Sólo habla húngaro —explicó Szluka.
—¿Cómo se llama?
—Foti.
Martin Beck alargó su mano.
—Gracias, Foti —dijo.
—Tuvo que darle fuerte —explicó Szluka—. No había tiempo que perder.
—Suerte que estabais a mano —comentó Martin Beck.
—Nosotros solemos estar a mano —replicó Szluka—. Excepto en las películas.
—Tienen su guarida en Ujpest —dijo Martin Beck—. En una pensión de Venetianer út.
—Ya lo sabemos.
Szluka permaneció callado un momento. Luego le preguntó:
—¿Cómo entró en contacto con ellos?
—A través de una mujer llamada Boek. Matsson preguntó por su dirección. Y ella había estado en Estocolmo, compitiendo como nadadora. Podía haber una conexión. Por eso la busqué.
—Y ¿qué le dijo ella?
—Que estaba estudiando en la universidad y trabajando en un museo. Y que nunca había oído hablar de Matsson.
Llegaron a la comisaría de policía de Deák Ferenc Tér. El coche entró de un giro en un patio de cemento, donde se detuvo. Martin Beck acompañó a Szluka hasta su despacho. Era muy espacioso y una pared estaba cubierta con un gran plano de Budapest, pero por lo demás le recordaba a su propio despacho en Estocolmo. Szluka colgó de una percha su sombrero de cazador y señaló una silla. Abrió la boca, pero antes de que tuviera tiempo de decir nada, sonó el teléfono. Fue a su escritorio y contestó. Martin Beck creyó percibir un torrente de palabras, que se prolongó durante un rato. De vez en cuando, Szluka replicaba con monosílabos. Pasado un tiempo miró su reloj, prorrumpió en una rápida e irritada arenga y colgó el receptor.
—Mi mujer —explicó.
Se dirigió al mapa y estudió la parte norte de la ciudad, dando la espalda a su visitante.
—Ser policía —se lamentó Szluka— no es una profesión. Ni una vocación. Es una maldición.
Al cabo de un rato, se volvió y añadió:
—No lo he dicho en serio, claro está. Pero a veces lo pienso. ¿Está cansado?
—Sí.
—Entonces ya lo sabe.
Entró un policía de uniforme y dejó sobre la mesa una bandeja con dos tazas de café. Bebieron. Szluka miró su reloj.
—En estos momentos estamos registrando la casa. El informe nos llegará pronto.
—¿Cómo se las arreglaron para estar allí? —preguntó Martin Beck.
Szluka replicó con la misma frase que dijo en el coche patrulla:
—Nosotros solemos estar a mano. Luego sonrió y añadió:
—Fue por lo que usted comentó, de que le seguían. Naturalmente, no éramos nosotros. ¿Por qué habríamos de hacerlo?
Martin Beck se frotó la nariz, con un poco de remordimiento de conciencia.
—La gente se imagina tantas cosas —exclamó Szluka—. Pero, claro, usted es policía y los policías raramente se las imaginan. Así que empezamos a vigilar al hombre que le estaba siguiendo.
Backtailing,
como dicen los norteamericanos, si mal no recuerdo. Esta tarde nuestro hombre vio que dos tipos iban detrás de usted. Le pareció raro y dio la alarma. Así de sencillo.
Martin Beck asintió. Szluka se lo quedó mirando pensativamente.
—Aun así, todo ocurrió tan rápido que por poco no llegamos a tiempo.
Terminó su café y dejó la taza con cuidado en la mesa.
—Backtailing
—repitió, como si saborease la palabra—. ¿Ha estado usted alguna vez en América?
—No.
—Yo tampoco.
—Trabajé con ellos en un caso, hace dos años. Con un tal Kafka.
—Eso suena a checo.
—Se trataba de una turista americana, asesinada en Suecia. Muy fea, la historia. Y una investigación complicada.
Szluka permaneció silencioso un momento. Luego preguntó de pronto:
—¿Y cómo salió todo?
—Bien —contestó Martin Beck.
—Sobre la policía norteamericana sólo sé lo que he leído. Tienen una organización peculiar. Difícil de comprender.
Martin Beck asintió.
—Y mucho que hacer —añadió Szluka—. Tienen tantos asesinatos en Nueva York en una semana como nosotros en todo el país durante un año.
Un oficial uniformado, con dos estrellas en cada hombrera, entró en la habitación. Comentó algo con Szluka, saludó militarmente a Martin Beck y se marchó. Mientras la puerta permanecía abierta, Ari Boeck cruzó el pasillo, acompañada de una guardiana. Llevaba el mismo vestido blanco y las mismas sandalias que el día anterior pero se había puesto un chal sobre los hombros.
Echó una mirada vacía y evasiva a Martin Beck.
—Nada de importancia en Ujpest —informó Szluka—. Ahora estamos desmontando el coche. Cuando Radeberger vuelva en sí y el otro esté curado, los interrogaremos. Hay muchas cosas que aún no comprendemos. Se calló, indeciso.
—Pero se aclararán pronto.
Sonó el teléfono, que le tuvo ocupado un rato. Martin Beck no entendió nada de la conversación exceptuando, de vez en cuando, las palabras
Svéd
y
Svédország
que sabía significaban sueco y Suecia. Szluka colgó y dijo:
—Esto tiene que estar relacionado con su compatriota Matsson.
—Sí, claro.
—Por cierto, la chica le mintió. Ni estudia en la universidad ni trabaja en un museo. Al parecer, no hace nada. Fue expulsada del equipo de natación por mala conducta.
—Debe de haber alguna relación.
—Sí, ¿pero dónde? Bueno, ya veremos.
Szluka se encogió de hombros. Martin Beck se volvió en la silla intentando desentumecer su cuerpo magullado. Le dolían los hombros y los brazos, y el estado de su cabeza dejaba mucho que desear. Se sentía muy cansado y le costaba trabajo pensar. Aun así, no quería regresar al hotel y acostarse.
El teléfono volvió a sonar. Szluka escuchaba con el ceño fruncido, luego su mirada se aclaró.
—Las cosas empiezan a moverse —dijo—. Hemos encontrado algo. Y uno de ellos, el alto, ya está aquí. A propósito, se llama Fröbe. Ahora veremos. ¿Quiere venir?
Martin Beck hizo ademán de levantarse.
—Aunque quizá debería descansar un rato.
—No, gracias —contestó Martin Beck.
Szluka se sentó tras el escritorio, las manos ligeramente entrelazadas. Junto a su codo derecho había un pasaporte de tapas verdes. En la silla de enfrente, el hombre alto tenía manchas oscuras bajo los ojos.
Martin Beck sabía que no había dormido mucho en las últimas veinticuatro horas. El hombre estaba sentado muy erguido en la silla, mirándose las manos.
Szluka hizo un ademán a la taquígrafa y empezó.
El hombre alzó la vista y miró a Szluka.
Sz: ¿Su nombre?
F: Theodor Fröbe.
Sz: ¿Cuándo nació usted?
F: El veintiuno de abril de 1936, en Hannover.
Sz: ¿Así que usted es ciudadano de Alemania Occidental? ¿Dónde vive?
F: En Hamburgo, Hermannstrasse, doce.
Sz: ¿Cuál es su profesión?
F: Guía turístico. Mejor dicho, empleado de una agencia de viajes.
Sz: ¿Dónde está empleado?
F: En la agencia de viajes Winkler.
Sz: ¿Dónde vive en Budapest?
F: En una pensión en Ujpest. Venetianer út, seis.
Sz: Y ¿por qué está en Budapest?
F: Represento a la agencia de viajes y me ocupo de los grupos que llegan y salen de Budapest.
Sz: Esta noche, a primera hora, usted y un hombre llamado Tetz Radeberger fueron sorprendidos en el acto de atacar a un hombre en Groza Peter Rakpart. Iban los dos armados y su intención de herir o matar al hombre resultaba evidente. ¿Conoce usted a este hombre?
F: No.
Sz: ¿Lo había visto antes?
.....
Sz: ¡Contésteme!
F: No.
Sz: ¿Sabe usted quién es?
F: No.
Sz: No lo conoce, no lo había visto nunca antes, y no sabe quién es. ¿Por qué lo atacó?
.....
Sz: ¡Explique por qué lo atacó!
F: Necesitábamos dinero, y...
Sz: ¿Y?
F: Lo vimos allí en el muelle, y...
Sz: Está mintiendo. Le ruego que no me mienta. No le va a servir de nada. El ataque fue planeado y ustedes iban armados. Además, es mentira que no lo había visto antes. Llevan siguiéndolo durante dos días. ¿Por qué? ¡Contésteme!
F: Creíamos que era otra persona.
Sz: ¿Que era quién?
F: Alguien que... que...
Sz: ¿Qué?
F: Que nos debía dinero.
Sz: ¿Y por eso lo siguieron y atacaron?
F: Sí.
Sz: Ya se lo he advertido una vez. Es muy poco inteligente mentirnos. Sé exactamente cuándo miente. ¿Conoce a un sueco llamado Alf Matsson?
F: No.
Sz: Sus amigos, Radeberger y Boeck, ya nos han dicho que usted lo conocía.
F: Lo conocía un poco. No me acordaba de que se llamara así.
Sz: ¿Cuándo vio usted por última vez a Alf Matsson?
F: Creo que fue en mayo.
Sz: ¿Dónde lo vio?
F: Aquí en Budapest.
Sz: ¿Y no lo ha visto desde entonces?
F: No.
Sz: Hace tres días este hombre estuvo en la pensión donde usted se aloja, preguntando por Alf Matsson. Desde entonces lo han seguido y esta noche trataron de matarlo. ¿Por qué?
F: ¡Matarlo, no!
Sz: ¿Por qué?
F: ¡No hemos intentado matarlo!
Sz: Pero le atacaron, ¿no? Y usted iba armado con un cuchillo.
F: Sí, pero fue un error. No le ha ocurrido nada, ¿verdad? No ha resultado herido, ¿no es cierto? Usted no tiene derecho a interrogarme de esta manera.
Sz: ¿Cuánto tiempo hace que conoce a Alf Matsson?
F: Cosa de un año. No lo recuerdo exactamente.
Sz: ¿Cómo se conocieron?
F: En casa de una amiga común, aquí, en Budapest.
Sz: ¿Cómo se llama la amiga?
F: Ari Boeck.
Sz: ¿Se vio con él varias veces desde entonces?
F: Algunas veces, no muchas.
Sz: ¿Se vieron siempre aquí en Budapest?
F: También en Praga y en Varsovia.
Sz: ¿Y en Bratislava?
F: Sí.
Sz: ¿Y en Constanza?
.....
Sz: ¿A que sí?
F: Sí.
Sz: ¿Y por qué? ¿Cómo es que se encontraban en todas estas ciudades en las que no vivía ninguno de ustedes dos?
F: Yo viajo mucho. Es mi trabajo. Y él viajaba mucho también. Daba la casualidad de que nos encontrábamos allí.
Sz: ¿Por qué se reunían allí?
F: Simplemente nos veíamos. Éramos buenos amigos.
Sz: Ahora está usted diciendo que ha estado encontrándose con él en cinco ciudades diferentes en el último año porque eran buenos amigos. Hace un rato dijo que lo conocía sólo un poco. ¿Por qué no quiere reconocer que lo conocía?
F: Estaba nervioso porque estoy sentado aquí, y me interrogan. Y estoy muy cansado. Además, me duele la pierna.
Sz: ¿Ah, sí? Se encuentra usted muy cansado. ¿Estaba Tetz Radeberger cuando se veía con Alf Matsson en esos sitios?
F: Sí, trabajamos para la misma agencia y viajamos juntos.
Sz: ¿Por qué cree que tampoco Radeberger quiso reconocer al principio que conocía a Alf Matsson? ¿Acaso estaba también él muy cansado?
F: No sé nada.
Sz: ¿Sabe dónde está ahora Alf Matsson?
F: No tengo la menor idea.
Sz: ¿Quiere que se lo diga yo?
F: Sí.
Sz: Pues no se lo voy a decir. ¿Cuánto tiempo lleva usted empleado en la agencia de viajes Winkler?
F: Seis años.
Sz: ¿Es un trabajo bien pagado?
F: No mucho. Pero tengo los gastos pagados cuando voy de viaje: alojamiento, comidas y desplazamientos.
Sz: El salario no es alto, ¿verdad?
F: No, pero me arreglo.
Sz: Eso parece. Tiene tanto que puede arreglárselas muy bien.
F: ¿Qué quiere decir con eso?
Sz: Que tiene mil quinientos dólares, ochocientas treinta libras esterlinas y diez mil marcos. Eso es mucho dinero. ¿Dónde lo consiguió?
F: Eso a usted no le importa.
Sz: Contésteme y no emplee ese tono de voz.
F: No es asunto suyo de dónde saco yo el dinero.
Sz: Es posible y hasta muy probable que no tenga usted ni la mitad del sentido común que yo le atribuía; pero incluso una capacidad mínima de comprensión debería permitirle darse cuenta de que lo más conveniente para usted es contestar a mis preguntas. Bueno, ¿dónde consiguió el dinero?
F: Hice trabajos extra y me lo he ganado en un largo período.
Sz: ¿Qué clase de trabajos?
F: Cosas diferentes.
Szluka se quedó mirando a Fröbe y abrió un cajón de su escritorio. Del cajón sacó un paquete envuelto en plástico. Tendría unos veinte centímetros de largo y unos diez de ancho y estaba envuelto con cinta adhesiva. Szluka dejó el paquete sobre el escritorio, entre él y Fröbe. Ni un instante dejó de mirar a Fröbe, cuya mirada vagaba errante, eludiendo el paquete. Szluka lo miró fijamente y Fröbe se secó el sudor que había aparecido en pequeñas gotitas alrededor de su nariz. Entonces Szluka añadió: Sz: ¡Vaya, vaya! Cosas diferentes. Como por ejemplo, contrabando y tráfico de hachís. Una ocupación muy provechosa, aunque no a la larga, Herr Fröbe.
F: No sé de qué me habla.
Sz: ¿No? ¿Y tampoco reconoce este paquetito?
F: No. ¿Por qué debería reconocerlo?
Sz: ¿Ni tampoco los quince paquetes similares que hemos encontrado escondidos en las puertas y la tapicería del coche de Radeberger?
.....
Sz: Hay mucho hachís en un paquetito como éste. No estamos acostumbrados a estas cosas aquí, de manera que no sé a qué precio se paga actualmente. Vendiendo esta pequeña remesa, ¿por cuánto habría multiplicado su capital?
F: Sigo sin comprender de qué está usted hablando.
Sz: Veo por su pasaporte que viaja a menudo a Turquía. Sólo este año ha estado siete veces.
F: Winkler organiza viajes a Turquía. Como guía de grupo tengo que ir allí muy a menudo.
Sz: Sí, y esto le viene de perlas, ¿verdad? En Turquía el hachís es relativamente barato y muy fácil de conseguir. ¿No es cierto, señor Fröbe?
.....
Sz: Si prefiere no decir nada, peor para usted. Ya tenemos bastantes pruebas, y hasta un testigo.
F: ¡Ese puto cabrón acabó por chivarse!
Sz: Exacto.
F: ¡El sueco hijo de puta!
Sz: Comprenderá ahora que no le sirve de nada prolongar esto. ¡Empiece a hablar ya, Fröbe! Quiero oír una confesión completa, con todos los detalles que pueda recordar, nombres, fechas y cifras. Puede empezar diciéndome cuándo empezó a introducir drogas de contrabando.