Read El hombre que se esfumó Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Le dio los nombres de tres periodistas, desconocidos para él. Martin Beck los apuntó en un recibo de taxi que encontró en su bolsillo. Ella lo miró y dijo:
—Creía que los policías llevaban siempre pequeños cuadernos de notas con tapa negra en los que apuntaban todo. Pero quizás eso ocurra sólo en las novelas y las películas.
Martin Beck se levantó.
—Si tiene alguna noticia de él, tenga la amabilidad de llamarme —dijo ella.
—Por supuesto —respondió Martin Beck.
Ya en el vestíbulo, le preguntó:
—¿Dónde dijo usted que vivía ahora?
—En Fleminggatan, número 34. Pero no se lo he dicho.
—¿Tiene usted llave?
—Pues no. Ni siquiera he estado allí.
Sobre la puerta había un pedazo de cartón en el que estaba escrito MATSSON con rotulador. La cerradura era ordinaria y Martin no tuvo ningún problema en abrirla. Consciente de hacer algo contrario a las normas, entró en el piso. Sobre la alfombrilla había correspondencia —propaganda, una postal desde Madrid firmada por alguien llamado Bibban, una revista inglesa de coches de carreras y una factura de luz por un importe de 28,45 coronas.
El piso constaba de dos grandes habitaciones, una cocina, vestíbulo y retrete. No tenía baño, pero sí dos grandes armarios empotrados. Se respiraba un aire denso y enrarecido.
En la habitación más grande, que daba a la calle, había una cama, una mesilla de noche, estanterías, una mesita baja circular con superficie de cristal, un par de sillones, un escritorio y dos sillas. Sobre la mesilla de noche había un tocadiscos y en el estante de abajo un montón de elepés. Martin Beck leyó en inglés sobre la tapa superior:
Blue Monk.
No le dijo nada. Sobre el escritorio había una pila de folios, un diario con fecha del 20 de julio, una factura de taxi por un importe de seis cincuenta, fechada el 18 de julio, un diccionario alemán-sueco, una lupa y una hoja de multicopista con propaganda de un club juvenil.
Había teléfono, listines telefónicos y dos ceniceros. En los cajones vio revistas viejas, fotografías de revistas, recibos, algunas cartas y tarjetas, y cierto número de copias de originales en papel carbón.
En la habitación posterior no había ningún mueble, salvo un estrecho diván con una colcha roja y descolorida, una silla y un taburete que servía de mesita de noche. No había cortinas.
Martin Beck abrió las puertas de ambos armarios. En uno de ellos había una bolsa de lavandería casi vacía y sobre los estantes, camisas, jerseys y ropa interior. Algunas de estas prendas tenían todavía intactas las cintas de papel de la lavandería. De las perchas del otro armario colgaban dos americanas de lana, un traje de franela marrón oscuro, tres pares de pantalones y un abrigo de invierno. Tres perchas estaban vacías. En el suelo había un par de recios zapatos color marrón oscuro, con suelas de goma, otro par negro más fino, un par de botas y otro de chanclos altos. En la parte alta de uno de los armarios, una gran maleta. En la del otro, nada.
Martin Beck se dirigió a la cocina. No había platos sucios en el fregadero; pero en el escurreplatos vio dos vasos y una jarra. En la despensa sólo había un par botellas de vino vacías y dos latas de conserva. Martin Beck pensó en su propia despensa, que había limpiado tan a conciencia y completamente en vano.
Recorrió el piso una vez más. La cama estaba hecha, los ceniceros vacíos y no había pasaporte, ni dinero, ni talonarios de banco ni nada de valor en el escritorio. En conjunto, nada indicaba que Alf Matsson hubiera pasado por el piso tras salir para Budapest, dos semanas atrás.
Martin Beck salió de la casa de Alf Matsson y esperó un momento en la desierta parada de taxis de Fleminggatan. Pero, como solía ocurrir a la hora del almuerzo, no había taxis libres y tuvo que tomar un tranvía en la parada de Sankt Eriksgatan.
Pasaba de la una cuando entró en el comedor del Tennstopet. Todas las mesas estaban ocupadas y las atareadas camareras ni se fijaron en él. No había maître a la vista. Se dirigió al bar, situado al otro lado del vestíbulo de entrada.
Un hombre gordo con chaqueta de pana recogió sus papeles y se levantó de una mesa redonda en el rincón cercano a la puerta. Martin Beck ocupó su lugar.
También aquí todas las mesas se hallaban ocupadas pero algunos de los clientes habían pedido ya la cuenta. Pidió al maître un sándwich y le preguntó si alguno de los tres periodistas se encontraba en el local.
—El redactor Molin está allí sentado. A los otros no los he visto hoy. Probablemente vendrán más tarde.
Martin Beck siguió la mirada del maître hasta una mesa ante la que cinco hombres de mediana edad conversaban sentados delante de grandes jarras de cerveza.
—¿Cuál de esos caballeros es el señor Molin?
—El señor de la barba —señaló el maître, y se marchó.
Confundido, Martin Beck miró a los cinco hombres. Tres de ellos tenían barba.
Llegó la camarera con el sándwich y la cerveza. Martin Beck aprovechó la ocasión para preguntarle:
—¿Sabe cuál de aquellos caballeros es el señor Molin?
—Claro, el de la barba.
Advirtió su mirada de desánimo y aclaró:
—El que está junto a la ventana.
Martin Beck se comió despacio el sándwich. El hombre llamado Molin pidió otra jarra de cerveza. Martin Beck aguardó. El lugar empezó a vaciarse. Al cabo de un rato Molin terminó su cerveza y le sirvieron otra. Martin Beck acabó su sándwich, pidió café y esperó.
Finalmente, el hombre de la barba se levantó de su sitio junto a la ventana y se dirigió hacia la entrada. Cuando pasaba por su lado, Martin Beck le dijo:
—¿El señor Molin?
El hombre se detuvo.
—Un momento —dijo y continuó su marcha.
Un instante después regresó, respiró pesadamente por encima de Martin Beck y preguntó:
—¿Nos conocemos?
—No, aún no. Tal vez quiera sentarse un momento y tomar una cerveza conmigo. Hay algo que deseo preguntarle.
Se dio cuenta de que sus palabras no sonaban demasiado bien. Olían a policía a mil leguas. De todos modos, dieron resultado. Molin se sentó. Tenía el pelo rubio, ondulado y peinado hacia adelante, sobre la frente. Lucía una barba rojiza y bien cuidada. Aparentaba tener unos treinta y cinco años y estaba bastante gordo. Llamó a una camarera.
—Oye, Stina, tráeme una ronda.
La camarera asintió. Luego miró a Martin Beck.
—Lo mismo.
Una ronda resultó ser una jarra bulbosa y mucho más grande que la cilíndrica, ya de por sí bastante grande, que él se había bebido con su sándwich. Molin tomó un buen trago y se limpió el bigote con el pañuelo.
—¡Bueno! ¿De qué quería usted hablarme? ¿De la mona y sus consecuencias?
—De Alf Matsson —dijo Martin Beck—. Ustedes son buenos amigos, ¿no?
Como aquello seguía sin sonar particularmente bien, trató de mejorarlo añadiendo:
—Compañeros, ¿verdad?
—¡Claro! ¿Qué tiene usted contra él? ¿Le debe dinero?
Molin miró con suspicacia y altivez a Martin Beck.
—En tal caso, ante todo debo advertir que yo no soy una agencia de cobros.
Estaba claro que tendría que cuidar lo que decía. Además aquel hombre era un periodista.
—No, nada de eso —replicó Martin Beck.
—Entonces, ¿para qué quiere a Affe?
—Affe y yo nos conocimos hace tiempo. Trabajamos en la misma... bueno, trabajamos juntos hace años. Me encontré con él por casualidad hace unas semanas y prometió hacerme un trabajo; pero no he vuelto a tener noticias suyas. Él habló mucho de usted, así que pensé que quizá sabría dónde está.
Algo exhausto por su esfuerzo oratorio, Martin Beck tomó un trago de cerveza. El otro hombre siguió su ejemplo.
—¡Anda! ¿Así que eres un viejo amigo de Affe? La verdad es que yo también he estado preguntándome dónde puede haberse metido. Supongo que se habrá quedado en Hungría. Desde luego no está en la ciudad. Si no, lo habríamos visto por aquí.
—¿En Hungría? ¿Qué hace allí?
—Está haciendo un curro para su revista. Pero ya debería estar de vuelta en casa. Cuando se marchó, dijo que iba a estar fuera sólo dos o tres días.
—¿Lo has visto antes de que se marchara?
—Sí, claro. La noche antes. Estuvimos aquí durante el día y luego fuimos a un par de sitios por la noche.
—¿Tú y él?
—Sí, y algunos de los otros. No recuerdo exactamente quién. Creo que Per Kronkvist y Stickan Lund. Nos emborrachamos, pero bien. Sí, Åke y Pia estaban también. Por cierto, ¿conoces a Åke?
Matin Beck reflexionó. Le pareció que no merecía la pena:
—¿Åke? No sé. ¿Qué Åke?
—Åke Gunnarsson —contestó Molin, volviéndose hacia la mesa en la que había estado sentado antes. Dos de los hombres se habían marchado durante su conversación. Los dos que quedaban permanecían sentados en silencio ante sus cervezas.
—Está sentado allí —señaló Molin—. Es el tipo de la barba.
Uno de los barbas se había ido, así que no quedaba duda de quién era Gunnarsson. El hombre parecía simpático.
—No —dijo Martin Beck—. Creo que no lo conozco. ¿Dónde trabaja?
Molin le dio el nombre de una publicación de la que Martin Beck no había oído hablar jamás, pero que sonaba a revista de automovilismo.
—Åke es un tío cojonudo. También bebió muchísimo aquella noche, si no recuerdo mal. Pero no suele emborracharse. Por más que beba...
—¿No has visto a Affe desde entonces?
—¡Joder! ¡Cuántas preguntas haces! ¿No vas a preguntarme también cómo me encuentro?
—¡Claro! ¿Cómo te encuentras?
—Mal. De puta pena. Tengo una resaca jodida.
La cara de Molin se ensombreció. Y como para borrar los últimos jirones de placer en su existencia, se bebió de un enorme trago el resto de su cerveza. Sacó su pañuelo, y con ojos melancólicos, se secó el bigote lleno de espuma.
—Debían servir la cerveza en tazas para bigotudos —comentó—. No hay buen servicio en estos tiempos.
Tras una breve pausa siguió:
—No, no he visto a Affe desde que se marchó. La última vez que lo vi estaba vertiendo su cubata sobre una chica en el bar de la Ópera. Se fue a Budapest a la mañana siguiente. ¡Pobre diablo! Cruzar media Europa con una resaca como ésa. Espero que no volara con SAS.
—¿Y no has vuelto a tener noticias de él?
—No solemos escribirnos cuando salimos fuera a hacer reportajes — contestó Molin con altivez—. ¿Para qué clase de revistucha trabajas? ¿El
Jesusito
? Bueno, ¿qué te parece otra ronda?
Al cabo de media hora y dos rondas más, Martin Beck logró escapar del señor Molin, tras haberle prestado diez coronas. Al marcharse, oyó tras él la voz de aquel hombre:
—Fia, tráeme otra ronda.
El avión era un Ilyushin 18 turborreactor de las CSA. Despegó describiendo un arco cerrado sobre Copenhague, Saltholm y un Öresund resplandeciente de sol.
Martin Beck se sentó junto a la ventanilla y vio debajo la isla de Ven, con los acantilados de Backafall, la iglesia y el pequeño puerto. Tuvo el tiempo justo de ver un remolcador dando la vuelta al malecón mientras el avión tomaba rumbo sur.
Le gustaba viajar pero esta vez el placer del viaje quedaba en su mayor parte ensombrecido por la desilusión de haber echado a perder sus vacaciones.
Además, su mujer no parecía comprender que sus posibilidades de elección no habían sido precisamente muy grandes. Había hablado con ella por teléfono la noche anterior, para intentar explicárselo, pero no tuvo mucho éxito.
—No te importamos un pimiento ni yo ni los niños —le dijo ella.
Y un momento después:
—Debe de haber otros policías además de ti. ¿Es que tienes que aceptar cualquier misión?
Trató de convencerla de que habría preferido ir a la isla, pero ella siguió mostrándose poco razonable. Es más, en algún momento evidenció incluso falta de lógica:
—Así que te vas a Budapest a divertirte, mientras que los niños y yo nos quedamos encerrados en esta isla.
—No voy a divertirme.
—Lo que tú digas.
Al final, ella colgó en mitad de una frase. Él sabía que acabaría calmándose pero no intentó volver a llamarla.
Ahora, a una altitud de 5.000 metros, abatió el respaldo de su asiento, encendió un cigarrillo y dejó que sus pensamientos sobre la isla y su familia se hundieran hasta el fondo de la mente.
Durante la escala en el aeropuerto de Schönefeld se bebió una cerveza en la sala de tránsito. Observó que la cerveza se llamaba Radeberger. Era excelente pero no creyó tener motivo para recordar su nombre. El camarero le dio conversación en alemán de Berlín. No lo entendió demasiado bien y se preguntó, sombrío, cómo iba a arreglárselas de aquí en adelante.
En una cesta junto a la entrada había algunos folletos en alemán. Tomó uno al azar, para leer algo durante la espera. Por lo visto, necesitaba practicar su alemán.
El folleto había sido publicado por el sindicato de periodistas de la RDA y trataba del Grupo Springer, una de las principales editoras de diarios y revistas de la Alemania Occidental, y de su jefe, Axel Springer, que había trabajado previamente como colaborador de Goebbels. Daba ejemplos de la amenazadora política fascista de la empresa y citaba a varios de sus colaboradores principales, que tenían también un pasado nazi.
Cuando anunciaron su vuelo, Martin Beck constató que había leído la práctica totalidad del folleto casi sin dificultad. Se lo metió en el bolsillo y subió al avión.
Tras una hora de vuelo, el avión aterrizó de nuevo, esta vez en Praga, una ciudad que Martin Beck siempre había querido visitar. Ahora tuvo que contentarse con echar un breve vistazo desde el aire a sus muchas torres y puentes, y al Moldava; la escala era demasiado breve para acercarse a la ciudad desde el aeropuerto.
Su homónimo pelirrojo de Asuntos Exteriores había deplorado que las conexiones entre Estocolmo y Budapest no fueran especialmente rápidas; pero Martin Beck no tenía nada en contra de las escalas, por más que de Berlín Este o Praga no pudiera ver otra cosa que salas de tránsito y pistas de aterrizaje.
Martin Beck no había estado nunca en Budapest, y cuando el avión despegó de nuevo, se leyó de cabo a rabo un par de folletos que le había dado el secretario pelirrojo. En uno, referente a la geografía de Hungría, leyó que Budapest tenía dos millones de habitantes. Se preguntó cómo iba a encontrar a Alf Matsson si había tenido a bien desaparecer en esta metrópoli.