Read El hombre que se esfumó Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Repasó mentalmente todo lo que sabía de Alf Matsson. No era demasiado, y se preguntó si realmente había mucho más que saber. Recordó el comentario de Kollberg: «una persona excepcionalmente aburrida». ¿Por qué querría desaparecer un hombre como Alf Matsson? Eso, en el caso de que hubiese desaparecido por voluntad propia. ¿Una mujer? No tenía mucho sentido pensar que por algo semejante fuera a sacrificar un empleo bien pagado, que además le gustaba. Aún estaba casado, cierto, pero era completamente libre de hacer lo que le viniera en gana. Tenía un hogar, trabajo, dinero y amigos. Resultaba difícil hallar una razón plausible que le hubiera movido a dejar todo eso voluntariamente.
Martin Beck sacó la copia del expediente personal del Departamento de Seguridad. Alf Matsson se había convertido en objeto de interés para la policía sólo porque hacía muchos y frecuentes viajes a lugares de la Europa del Este.
«Tras el Telón de Acero», había dicho el pelirrojo. Bueno, aquel hombre era periodista y si prefería aceptar misiones en la Europa del Este, eso, en sí, no tenía nada de raro. Y aun suponiendo que hubiese algo sobre su conciencia, ¿por qué desaparecer? El Departamento de Seguridad había archivado el caso tras una investigación de rutina. «Un nuevo caso Wallenberg», había comentado el hombre de Asuntos Exteriores: «Quitado de en medio por los comunistas».
«Ves demasiadas películas de James Bond», habría dicho Kollberg, de estar allí.
Martin Beck dobló la copia y la metió en su cartera de mano. Miró por la ventanilla. Ahora había oscurecido del todo; pero brillaban las estrellas, y allá abajo se veían los puntos luminosos de pueblos y ciudades, e hileras de luz allí donde las carreteras estaban iluminadas.
Cabía la posibilidad de que Matsson se hubiese puesto a beber, olvidándose de la revista y de todo, y que, una vez sobrio, arrepentido y sin un céntimo, se viese obligado a dar señales de vida. Pero tampoco parecía muy convincente. Es verdad que abusaba del alcohol de vez en cuando, pero no se abandonaba a la bebida ni tampoco solía dejar colgado su trabajo.
Quizá se hubiera suicidado, o sufrido un accidente. Tal vez hubiera caído al Danubio, ahogándose. O a lo mejor le robaron y mataron. ¿Era esto último más probable? Difícilmente. Martin Beck había leído en alguna parte que, de todas las capitales del mundo, Budapest era la que tenía el promedio más bajo de delincuencia.
Quizá en ese instante estuviera sentado en el comedor de su hotel, cenando, y Martin Beck podría tomar el avión al día siguiente para regresar y seguir sus vacaciones.
Los pilotos se encendieron.
No smoking. Please, fasten seatbelts.
Luego lo repitieron en ruso.
Cuando el avión dejó de rodar, Martin Beck tomó la cartera de mano y recorrió a pie el corto trecho que le separaba del edificio del aeropuerto. Corría un aire suave y cálido, aunque ya era tarde.
Tuvo que esperar largo rato hasta que apareció su única maleta, pero las formalidades del pasaporte y aduana fueron despachadas con rapidez.
Atravesó un enorme vestíbulo, con tiendas a lo largo de las paredes, y luego bajó la escalera que conducía fuera del edificio. El aeropuerto parecía estar muy lejos de la ciudad, pues no se divisaban más luces que las del propio recinto. De pie, observó cómo dos ancianas tomaban el único taxi que había en la parada frente a la escalera.
Pasó bastante tiempo hasta la llegada del siguiente taxi, y mientras éste le conducía por barrios periféricos y oscuras zonas industriales, Martin Beck sintió hambre. No sabía nada del hotel en el que iba a alojarse, aparte de su nombre y el hecho de que Alf Matsson había estado allí antes de desaparecer, pero esperaba poder comer algo allí.
El taxi entró en lo que parecía ser el centro de la ciudad, atravesando anchas avenidas y grandes plazas abiertas. No había mucha gente fuera y la mayor parte de las calles estaban vacías y más bien oscuras. Durante un rato recorrieron una ancha vía comercial, con escaparates iluminados, para luego continuar por calles más estrechas y peor iluminadas. Martin Beck no tenía la menor idea de en qué parte de la ciudad se hallaba, pero se pasó todo el tiempo intentando descubrir el río.
El taxi se detuvo ante la entrada iluminada del hotel. Martin Beck se inclinó hacia delante y, antes de pagar al conductor, leyó la cifra que marcaba en rojo el taxímetro. Le pareció caro, más de cien en la moneda del país. Había olvidado lo que valía un florín en su propia moneda pero comprendió que no podía ser mucho.
Un hombre ya mayor con bigote gris, uniforme verde y gorra de visera, abrió la puerta del taxi y se hizo cargo de su maleta. Martin Beck lo siguió, atravesando la puerta giratoria. El vestíbulo era espacioso, de techos altos, y el mostrador de recepción formaba ángulo en el rincón del ala izquierda del vestíbulo. El portero de noche hablaba inglés. Martin Beck le entregó su pasaporte y le preguntó si podía cenar. El portero le señaló una puerta de cristales, al fondo del vestíbulo, y le indicó que el comedor estaba abierto hasta medianoche. Luego le dio la llave al ascensorista, que tomó la maleta de Martin Beck y marchó delante de él hasta el ascensor. Éste fue subiendo trabajosamente, entre chirridos, hasta alcanzar el primer piso. El ascensorista le pareció al menos tan viejo como el ascensor y Martin Beck trató en vano de aliviarle del peso de la maleta. Recorrieron un largo pasillo, doblaron a la izquierda dos veces y, finalmente, el anciano abrió con llave una enorme puerta doble y metió dentro la maleta.
La habitación tendría, como mínimo, cuatro metros de altura y le parecía muy grande. El mobiliario, de caoba, era oscuro y enorme. Martin Beck abrió la puerta del baño. Había una bañera espaciosa, con grifos grandes y anticuados y una ducha. Se tumbó en la cama. La encontró cómoda, pero chirriaba espantosamente.
Las ventanas eran altas, con postigos en el interior. Delante del hueco de la ventana colgaban pesadas cortinas blancas de encaje. Abrió los postigos de una de las ventanas y miró hacia fuera. Debajo había un farol de gas, que daba una luz entre verde y amarilla. Más allá se veían luces. Le llevó su tiempo darse cuenta de que, entre él y esas luces, pasaba el río.
Abrió la ventana y se asomó. Debajo había una balaustrada de piedra con grandes macetas de flores; por dentro, mesas y sillas. La luz caía a raudales sobre la terraza y se oía una pequeña orquesta que tocaba un vals de Strauss.
Entre el hotel y el río había una calle con árboles y farolas de gas, vías de tranvía y un ancho muelle con bancos y grandes macetones con flores. Dos puentes, uno a la derecha y otro a la izquierda, salvaban el río.
Dejó la ventana abierta y bajó a cenar. Al abrir la puerta acristalada del vestíbulo, entró en un salón con sillones profundos, mesas bajas y espejos en una pared. Dos escalones llevaban al comedor, en el extremo opuesto se hallaba instalada la pequeña orquesta que había oído desde su habitación.
El comedor era colosal, con dos enormes pilares de caoba y un balcón corrido a gran altura sobre tres de las paredes, bajo el techo. Tres camareros, con chaquetas de color burdeos y solapas negras, permanecían de pie tras la puerta.
Se inclinaron y lo saludaron a coro, mientras que un cuarto se adelantó y lo condujo hasta una mesa junto a la ventana y la orquesta.
Martin Beck miró la carta durante un buen rato hasta encontrar la columna escrita en alemán, y empezó a leer. Pasado un rato, un camarero encanecido con fisonomía de boxeador bonachón se inclinó hacia él y le dijo:
—
Very gut fischsuppe, gentleman.
Martin Beck se decidió enseguida por la sopa de pescado.
—¿Barack?
—sugirió el camarero.
—¿Qué es eso? —replicó Martin Beck, primero en alemán, luego en inglés.
—Very gut aperitif
—contestó el camarero.
Martin Beck se bebió el aperitivo llamado Barack. El Barack palinka, explicó el camarero, era un aguardiente húngaro de albaricoque.
Se tomó la sopa de pescado, rojiza, muy cargada de pimentón y realmente muy rica.
Comió un filete de ternera con patatas en una salsa fuerte de pimentón y bebió cerveza checa.
Acabado el café, muy cargado, y otro Barack adicional, sintió sueño y se fue directamente a su habitación.
Cerró la ventana, echó los postigos y se acostó. La cama chirriaba. Un chirrido amistoso, pensó, y se quedó dormido.
Le despertó un alarido ronco e interminable. Mientras intentaba orientarse, parpadeando en la penumbra, el ruido se repitió dos veces. Se volvió de lado y tomó de la mesita de noche su reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez. La enorme cama chirriaba solemnemente. Martin Beck pensó que acaso alguna vez habría chirriado con la misma majestuosidad bajo el peso de Conrad von Hötzendorff. La luz del día se filtraba a través de los postigos. En la habitación hacía ya mucho calor.
Se levantó, se dirigió al cuarto de baño y tosió durante un rato, cosa que solía hacer por las mañanas. Se bebió un trago de agua mineral, se puso la bata, alzó los postigos y abrió la ventana. El contraste entre la penumbra de la habitación y la luz del sol, clara, intensa, resultaba casi abrumador. Igual que las vistas.
El Danubio discurría ante él con curso pausado y regular, de norte a sur, no muy azul, pero sí amplio y majestuoso, muy bello. Al otro lado del río se elevaban dos colinas de suave pendiente, coronadas por un monumento y una fortaleza amurallada. Las casas trepaban vacilantes por las laderas de las colinas y más allá se vislumbraban nuevas colinas, sembradas de chalés. Ahí estaba, pues, la famosa Buda, en el corazón mismo de la cultura centroeuropea. Martin Beck dejó vagar su mirada por la vista panorámica, escuchando distraídamente el rumor de la historia. Allí fundaron los romanos su poderoso asentamiento de Aquincum, desde allí la artillería de los Habsburgo bombardeó Pest hasta reducirla a ruinas durante la guerra de Liberación de 1849, y allí también los fascistas de la Cruz y la Flecha de Szálasi y las tropas de las SS del teniente guerrillero Pfeffer-Wildenbruch resistieron durante un mes entero hacia finales del invierno de 1945, con un heroísmo absurdo y destructivo (los viejos fascistas que había conocido en Suecia aún hablaban de ello con orgullo).
Más abajo vio un pequeño vapor de ruedas blanco, atracado en el muelle, con la bandera checoslovaca roja, blanca y azul, desplomada bajo el calor, y turistas tomando el sol en las tumbonas de cubierta. Lo que le había despertado era un remolcador yugoslavo, que avanzaba lentamente río arriba. Era grande y viejo, con dos altas chimeneas asimétricamente inclinadas, y arrastraba seis barcazas sobrecargadas. En la última había una cuerda tendida entre la caseta del timonel y la grúa baja de carga entre los escotillones. Una joven con un pañuelo en la cabeza y mono de trabajo recogía despreocupadamente la colada de una cesta y tendía con meticulosidad prendas infantiles, impasible ante la belleza de las márgenes del río. A la izquierda, un largo puente, airoso y esbelto, se combaba sobre el río. Parecía conducir directamente a la colina del monumento, que representaba en bronce a una mujer alta con una hoja de palmera sobre la cabeza. El puente era un hervidero de coches, autobuses, tranvías y peatones. A la derecha, hacia el norte, el remolcador había alcanzado el siguiente puente. De nuevo lanzó tres roncos alaridos para anunciar el número de barcazas que arrastraba, abatió sus chimeneas hacia proa y popa y se deslizó bajo el arco del puente. Justo enfrente de la ventana un vapor muy pequeño giró hacia la orilla, avanzó más de cincuenta metros de través a la corriente y completó la maniobra con perfección milimétrica, atracando en el pontón de un malecón. Desembarcó una cantidad disparatada de gente, y subió a bordo un número igual de grande.
El aire resultaba seco y cálido. El sol estaba alto. Martin Beck se asomó por la ventana, dejando que su mirada vagase de norte a sur, mientras consideraba algunos datos extraídos de los folletos que había leído en el avión.
«Budapest es la capital de la República Popular de Hungría. Se considera que fue fundada en 1873, cuando las tres ciudades de Buda, Pest y Obuda se unieron en una sola; pero las excavaciones han descubierto la existencia de asentimientos de varios miles de años de antigüedad, y Aquincum, la capital de la provincia romana de Panonia, estuvo situada en este lugar. Hoy la ciudad tiene casi dos millones de habitantes y está dividida en veintitrés distritos.»
Indudablemente, una ciudad muy grande. Le vino a la cabeza la frase célebre del legendario Gustaf Lidberg, cuando desembarcó en Nueva York en 1890, a la caza de Skog, el falsificador de moneda: «En este hormiguero está el señor ¿Quién?, dirección: ¿Dónde?».
Es cierto que, incluso entonces, Nueva York era más grande pero, por otra parte, el detective jefe Lidberg tenía un ilimitado tiempo a su disposición. Y él disponía sólo de una semana.
Martin Beck dejó la historia y el tráfico del río a sus respectivos destinos y fue a darse una ducha. Se puso unos pantalones de tergal color gris claro, una camisa suelta y sandalias. Mientras observaba en el espejo del armario cuán poco convencional resultaba su ropa de trabajo, las puertas de caoba se abrieron de repente, lenta y fatídicamente, con un crujido, como en las primeras películas de Arne Mattsson. Cuando el teléfono empezó a sonar, con timbrazos breves pero porfiados, su ritmo cardíaco no estaba todavía del todo controlado.
—Un caballero quiere verle. Le espera en el vestíbulo. Un caballero sueco.
—¿Es el señor Matsson?
—Sí, seguro que sí —respondió alegremente la recepcionista.
Por supuesto que sí, pensó Martin Beck mientras bajaba las escaleras. En tal caso, esta extraña misión tendría un final muy digno.
No se trataba de Alf Matsson, sino de un joven de la embajada, correctamente vestido con traje oscuro, zapatos negros, camisa blanca y corbata de seda gris claro. El hombre recorrió con la mirada a Martin Beck. Había curiosidad en sus ojos, pero sólo un asomo, no más.
—Como usted comprenderá, estamos enterados de la naturaleza de su misión. Quizá deberíamos hablar del asunto.
Se sentaron en el vestíbulo y hablaron del caso.
—Hay hoteles mejores que éste —dijo el hombre de la embajada.
—¿De veras?
—Sí, más modernos. De más categoría. Con piscina.
—¿Ah, sí?
—La sala de fiestas tampoco es nada del otro mundo.