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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (24 page)

BOOK: El honorable colegial
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El caso se ha asentado ya un poco, así que quizá fuese razonable fijar una fecha. Dadnos la orden de salida y haremos circular el documento con tiempo suficiente.

—¿Una
orden de salida?
¿Asentado? ¿Dónde aprendiste a hablar?

El secretario particular de Lacon era una voz grosera llamado Pym. Guillam no le había visto nunca, pero le odiaba del modo más irracional.

—Yo sólo puedo decírselo —advirtió Pym—. Puedo decírselo y ver lo que dice él y telefonearos otra vez. Anda muy mal de tiempo este mes.

—Sólo es un valsecito, en realidad —dijo Guillam, y colgó furioso.

Espera, imbécil, y verás lo que es bueno, pensó.

Cuando Londres está dando a luz, dice la tradición, lo único que puede hacer el agente de campo es pasear por la sala de espera. Pilotos comerciales, periodistas, espías: Jerry estaba otra vez hundido en la maldita inercia.

—Estamos en naftalina —proclamó Craw—. La consigna es bien hecho y a esperar.

Hablaban cada dos días, como mínimo, conversación en el Limbo por dos teléfonos neutrales, normalmente de un vestíbulo de hotel a otro. Disfrazaban su lenguaje con una mezcla de código de Sarratt y jerga periodística.

—Están viendo tu artículo los jefes —decía Craw—. Cuando lleguen a una conclusión, ya lo comunicarán, a su debido tiempo. Entretanto, tápalo y déjalo como está. Es una orden.

Jerry no tenía ni idea de cómo hablaba Craw con Londres, y le daba igual, siempre que fuese un método seguro. Suponía que habría un funcionario nombrado sumariamente de la inmensa e intocable fraternidad de los servicios secretos oficiales que estaba haciendo de enlace: pero eso a él le daba lo mismo.

—Tu tarea es fabricar material para el tebeo y tener en reserva alguna copia para poder hacerle señas con ella al hermano Stubbs cuando llegue la próxima crisis —le dijo Craw—. Nada más. ¿Entendido?

Basándose en sus correteos con Frost, Jerry fabricó un artículo sobre los efectos de la evacuación militar norteamericana en la vida nocturna de Wanchai: «¿Qué fue de Susie Wong desde que dejaron de venir infantes de marina norteamericanos cansados de la guerra, con las carteras llenas, buscando diversión y descanso?» Se fabricó una «entrevista al amanecer» con una chica de bar noticia y desconsolada que se veía obligada a aceptar clientes japoneses; mandó por vía aérea el trabajo y consiguió enviar por télex desde el despacho de Luke el número de la hoja de ruta, tal como le había ordenado Stubbs. Jerry no era, en modo alguno, un mal periodista, pero, así como la presión hacía salir lo mejor de él, la inercia sacaba lo peor. Asombrado por la aceptación inmediata e incluso cordial de Stubbs (Luke lo calificó de «héroegrama», cuando comunicó por teléfono el texto desde el despacho) miró a su alrededor buscando otros picos que escalar. Un par de juicios por corrupción sensacionales estaban atrayendo mucho público, actuando la colección habitual de policías no muy estimados, pero después de echarles un vistazo, Jerry sacó la conclusión de que no tenían talla suficiente para viajar. Inglaterra disponía últimamente de casos propios. Recibió orden de perseguir una historia sacada a flote por un tebeo rival sobre el supuesto embarazo de Miss Hong Kong, pero se le adelantó una denuncia de calumnia. Asistió a una aburrida conferencia de Prensa del Gobierno, dada por el propio Shallow Throat, que era también, por su parte, el insulso desecho de un periódico de Irlanda del Norte; perdió una mañana investigando artículos de éxito en el pasado que pudiesen aguantar un recalentado. E impulsado por el rumor de cortes económicos en el Ejército, pasó una tarde de gira por una guarnición gurkha conducido por un comandante de relaciones públicas que aparentaba dieciocho años. Y no, el comandante no sabía, gracias, en respuesta a la alegre indagación de Jerry, cómo solventarían sus hombres sus necesidades sexuales cuando sus familias fueran enviadas a su tierra natal, el Nepal. Los soldados podrían visitar sus aldeas natales una vez cada tres años, aproximadamente, pensaba. Y parecía creer que eso era más que suficiente para cualquiera. Estirando los datos hasta que parecía como si los gurkhas fuesen ya una comunidad de viudos militares, «duchas frías en un clima cálido para mercenarios británicos», Jerry consiguió triunfalmente un artículo de interior. Archivó un par de artículos más para un momento de apuro, se dedicó a pasar las noches en el club y por dentro se devanaba los sesos esperando que el Circus diese a luz de una vez.

—Por el amor de Dios —protestaba a Craw—. Ese tipo es prácticamente propiedad pública.

—Da igual —dijo con firmeza Craw.

Así que Jerry dijo «sí, señor». Y un par de días después, por puro aburrimiento, inició su propia investigación, totalmente informal, sobre la vida y amores del señor Drake Ko, Orden del Imperio Británico, directivo del Royal Jockey Club de Hong Kong, millonario y ciudadano por encima de toda sospecha. Nada espectacular, nada, según las normas de Jerry, que fuese desobediencia; pues no hay un agente de campo nato que no sobrepase, una u otra vez, los límites de su misión. Empezó tanteando, como si se tratase de expediciones furtivas a una caja de galletas. Casualmente, había estado pensando en la posibilidad de proponer a Stubbs una serie en tres partes sobre los super—ricos de Hong Kong. Curioseando en las estanterías de referencia del club de corresponsales extranjeros un día, antes de comer, sacó inconscientemente una hoja del libro de Smiley y apareció Ko, Drake, en la edición en curso de
Quién es quién en Hong Kong:
casado, un hijo muerto en 1968; estudiante de Derecho durante un tiempo en Gray’s Inn, Londres, pero sin éxito, al parecer, pues no había referencia alguna a su licenciatura. Seguía la enumeración de sus veintitantas presidencias. Aficiones: carreras de caballos, cruceros y jade. En fin, ¿y quién no? Luego, las obras de caridad que financiaba, incluyendo una iglesia anabaptista, un templo chiu—chow de los espíritus y el hospital infantil gratuito Drake Ko. Todas las posibilidades están cubiertas, reflexionó divertido Jerry. La fotografía mostraba la habitual alma bella de veinte años y mirada suave, rico en méritos y en bienes, y que era, por lo demás, irreconocible. El hijo muerto se llamaba Nelson. Jerry advirtió: Drake y Nelson, almirantes británicos. No podía apartar de su pensamiento que el padre se llamase por el nombre del primer marino inglés que entró en el mar de China y el hijo por el del héroe de Trafalgar.

Jerry tuvo muchísimas menos dificultades que Peter Guillam para establecer la conexión entre China Airsea, de Hong Kong e Indocharter, S. A., de Vientiane, y le hizo gracia lo que decía el prospecto de China Airsea, según el cual la empresa se dedicaba a una «amplia gama de actividades de transporte y comercio en el marco del Sudeste asiático», entre las que figuraban arroz, pesca, artículos domésticos, teca, inmobiliarias y comercio marítimo.

Un día que andaba incordiando en el despacho de Luke, dio un paso más audaz: un levísimo accidente le puso delante de la nariz el nombre de Drake Ko. Es cierto que él había buscado Ko en el fichero. Lo mismo que había buscado doce o veinte nombres de otros chinos ricos de la Colonia. Lo mismo que había preguntado a la empleada china quiénes pensaba ella sinceramente que eran los millonarios chinos más exóticos para incluirlos en su artículo. Y aunque Drake pudiera no haber sido uno de los candidatos indiscutibles, le llevó muy poco tiempo sacarle su nombre y, en consecuencia, los documentos. Había algo realmente halagador, como le había dicho ya a Craw, por no decir fantástico, en lo de perseguir por aquellos métodos a un hombre tan públicamente notorio. Los agentes secretos soviéticos, según la limitada experiencia de Jerry con el género, solían aparecer en versiones más modestas. Ko, en comparación, parecía ampliado.

Me recuerda al viejo Sambo, pensó Jerry. Era la primera vez que le asaltaba esta idea.

La exposición más detallada aparecía en una revista de papel satinado llamada
Golden Orient,
actualmente fuera de circulación. En una de sus últimas ediciones, un artículo ilustrado de ocho páginas titulado «Los caballeros rojos de Nanyang» que trataba del creciente número de chinos ultramarinos con provechosas relaciones mercantiles con la China roja, a los que se llamaba comúnmente gatos gordos. Nanyang, como sabía Jerry, significaba los reinos del sur de China, y para los chinos quería decir una especie de El dorado de paz y riqueza. El artículo dedicaba una página y una fotografía a cada una de las personalidades seleccionadas; la fotografía tenía como fondo, generalmente, las posesiones del personaje. El héroe de la entrevista de Hong Kong (había artículos de Bangkok, Manila y Singapur también) era esa «personalidad del deporte tan estimada, y directivo del Jockey Club», el señor Drake Ko, presidente, director y primer accionista de China Airsea, Ltd., y aparecía con su caballo
Lucky Nelson
al final de una temporada triunfal en Happy Valley. El nombre del caballo retuvo instantáneamente la atención occidental de Jerry. Le pareció macabro que un padre bautizase a un caballo con el nombre de su hijo muerto.

La fotografía revelaba bastante más que la insulsa foto del
Quién es quién.
Parecía alegre, exuberante incluso, y se diría que, pese al sombrero, completamente calvo. El sombrero era en realidad su detalle más interesante, pues Jerry, en su limitada experiencia, jamás había visto un chino que llevara puesta una cosa así. En realidad, no era un sombrero sino una boina, y la llevaba inclinada, lo cual le daba un aire intermedio entre soldado inglés y vendedor de cebollas francés. Pero, sobre todo, tenía una cualidad muy rara en un chino: sabía reírse de sí mismo. Parecía alto, llevaba impermeable y sus largas manos salían de las mangas como ramitas. Parecía que el caballo le gustaba de veras, y tenía un brazo cordialmente apoyado sobre su grupa. A la pregunta de por qué conservaba aún una flota de juncos cuando era criterio general que no resultaban rentables, respondía: «Mi gente son los hakka de chiu—chow. Respiramos agua, cultivamos el agua, dormimos sobre el agua. Las barcas son mi elemento.» Describía también muy complacido su viaje de Shanghai a Hong Kong en 1951. En aquella época, aún estaba abierta la frontera y no había impedimentos prácticos eficaces contra la emigración. Sin embargo, Ko decidió hacer el viaje en un junco de pesca, pese a los piratas y los bloqueos del mal tiempo; esto se consideraba como mínimo algo excéntrico.

«Soy un hombre muy perezoso —había dicho, según el artículo—. Si el viento me lleva gratis, ¿a qué caminar? Ahora tengo un yate de dieciocho metros de eslora, y me sigue gustando el mar.»

Famoso por su sentido del humor, decía el artículo.

Un buen agente debe saber ser ameno, dicen los instructores de Sarratt: eso era algo que Moscú Centro también entendía.

Como no había nadie mirando, Jerry se acercó al fichero y al cabo de unos minutos se había apoderado de una gruesa carpeta de recortes de Prensa, la mayoría de los cuales se referían a un escándalo financiero ocurrido en 1965 en el que Ko y el grupo de swatowneses habían jugado un oscuro papel. Como es lógico, la investigación de las autoridades de la Bolsa no aportó pruebas concluyentes y el caso se archivó. Al año siguiente, Ko obtuvo su Orden del Imperio Británico. «Si compras a alguien —solía decir el viejo Sambo—, cómprale del todo.»

En el despacho de Luke tenían un grupo de investigadores chinos, entre ellos un jovial cantonés llamado Jimmy que aparecía a menudo en el Club y al que se pagaba con salarios chinos por ser un oráculo en asuntos chinos. Jimmy decía que los swatowneses eran una gente aparte. «Como los escoceses o los judíos», duros, muy unidos entre sí y famosos por su frugalidad y su capacidad de ahorro; vivían cerca del mar para poder escapar por él cuando les persiguiesen o hubiese hambre o tuviesen deudas. Decía que sus mujeres eran muy estimadas por bellas, diligentes, frugales y lujuriosas.

—¿Está Su Señoría escribiendo otra novela? —preguntó afanosamente el enano, que salió de su oficina para averiguar qué buscaba Jerry. Jerry habría querido preguntar por qué un swatownés se había educado en Shanghai, pero le pareció más prudente desviar la atención hacia un tema menos delicado.

Al día siguiente, tomó prestado el destartalado coche de Luke. Armado con una cámara de treinta y cinco milímetros de modelo normal, se dirigió a Headland Road, un ghetto de millonarios situado entre Repulse Bay y Stanley, donde se puso a fisgonear ostentosamente desde fuera las villas, como hacen muchos turistas ociosos. Su cobertura seguía siendo aquel artículo para Stubbs, sobre los super—ricos de Hong Kong: ni siquiera entonces, ni aun ante sí mismo, habría admitido sin más que iba allí por causa de Drake.

—Está en Taipé de juerga —le había dicho sobre la marcha Craw en una de sus llamadas desde el Limbo—. No volverá hasta el jueves.

Jerry aceptó una vez más sin discusión las líneas de información de Craw.

No fotografió la casa llamada Seven Gates, pero lanzó hacia ella varias ojeadas prolongadas y bobaliconas. Vio una villa baja con tejado de teja bastante separada de la carretera, con una gran terraza por el lado del mar y una pérgola de columnas pintadas de blanco que se recortaban contra el azul horizonte. Craw le había dicho que Drake debía haber escogido el nombre por Shanghai, donde las antiguas murallas de la ciudad estaban interrumpidas por siete puertas: «Sentimentalismo, hijo mío. Nunca subestimes el poder del sentimentalismo en un ojirrasgado, y nunca confíes en él tampoco. Amén.» Vio pradillos, y entre ellos, lo cual le pareció muy curioso, un campo de croquet. Vio una magnífica colección de azaleas e hibiscos. Vio un junco reproducido de unos tres metros y medio de largo sobre un mar de hormigón, y vio un bar de jardín, redondo como un quiosco de música, con un toldo a rayas azules y blancas encima, y un círculo de sillas blancas vacías presidido por un criado de chaqueta blanca y pantalones y calcetines blancos. Era evidente que los Ko esperaban visita. Vio a otros criados lavando un Rolls Royce Phantom de color tabaco. El amplio garaje estaba abierto, y distinguió una furgoneta Chrysler de tipo indefinido y un Mercedes, negro, sin placas de matrícula, posiblemente retiradas para hacer alguna reparación. Pero procuró meticulosamente conceder igual atención a las otras casas de Headland Road y fotografió tres de ellas.

Continuando hacia la Bahía Deep Water se detuvo en la orilla mirando la pequeña flota de juncos y lanchas de los agentes de Bolsa que cabeceaban anclados en el picado mar, pero no pudo localizar al
Almirante Nelson,
el famoso yate de Ko; la ubicuidad del nombre de Nelson se estaba haciendo obsesiva. A punto ya de ceder, oyó un grito debajo y vio bajando por un rechinante pantalán a una vieja en un sampán que le hacía sonrientes muecas señalándose a sí misma con una amarillenta pata de pollo que había estado chupando con sos desdentadas encías. Jerry subió a bordo e indicó las embarcaciones y la vieja le llevó a hacer una gira por ellas, riendo y canturreando mientras remaba, sin sacar de la boca la pata de pollo. El
Almirante Nelson
era elegante y de línea baja. Tres criados más de pantalones blancos de dril fregaban diligentemente las cubiertas. Jerry intentó calcular el presupuesto mensual de Ko sólo para el servicio.

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