Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Por todas estas razones, George Smiley se puso el impermeable y se fue a la calle. Gustosamente, sin duda… porque en el fondo aún seguía siendo un agente. Esto lo admitían incluso sus detractores.
En el distrito del viejo Barnsbury, en el distrito londinense de Islington, el día que Smiley hizo al fin su discreta aparición allí, la lluvia se estaba tomando un descanso de media mañana. Los goteantes sombreretes de las chimeneas de los tejados de losa de las casitas victorianas se apiñaban como pájaros sucios entre las antenas de televisión. Tras ellos, sustentado por un andamiaje, se alzaba el perfil de una urbanización pública abandonada por falta de fondos.
—¿Señor…?
—Standfast —contestó cortésmente Smiley, debajo del paraguas.
Los hombres honrados se identifican mutuamente por instinto. El señor Peter Worthington no tuvo más que abrir la puerta de su casa y echar un vistazo a aquel individuo gordo y empapado de agua que estaba a la puerta (la cartera oficial negra, con EIIR
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grabado en la abultada solapa de plástico, el aire apocado y ligeramente astroso) para que su amable rostro alumbrase una expresión de amistosa bienvenida.
—Muy bien. Me parece excelente que haya venido usted. El Ministerio de Asuntos Exteriores está ahora en Downing Street, ¿no es así? ¿Qué hizo usted? Vino en metro desde Charing Cross, supongo… Pase, pase, tomaremos un té.
Era un individuo de la enseñanza privada que se había pasado a la enseñanza pública porque era más rentable. Tenía una voz medida, confortante y leal. Incluso su ropa, advirtió Smiley, mientras le seguía por el estrecho pasillo, parecía desprender una especie de aire de fidelidad. Peter Worthington podría tener sólo treinta y cuatro años, pero su grueso traje de mezclilla permanecería de moda (o pasado de ella) durante tanto tiempo como su propietario precisase. No había jardines. El estudio daba por atrás directamente a un patio de juegos de suelo de cemento. Una sólida reja protegía la ventana, y el patio estaba dividido en dos por una alta valla de alambre. Tras él se alzaba la escuela propiamente dicha, un barroco edificio eduardiano no muy distinto al Circus, salvo por el hecho de que podía verse el interior. En la planta baja, Smiley vio dibujos infantiles colgados de las paredes. Más arriba, tubos de ensayo en estanterías de madera. Era la hora del recreo y, en su mitad correspondiente, corrían tras un balón chicas en traje de gimnasia. Pero al otro lado de la alambrada había grupos silenciosos de muchachos, como piquetes a la puerta de una fábrica, negros y blancos separados. El estudio estaba inundado hasta la altura de la rodilla de cuadernos de ejercicios. Del frente de la chimenea colgaba un gráfico de los reyes y reinas de Inglaterra. Llenaban el cielo oscuros nubarrones que daban a la escuela un aire herrumbroso.
—Espero que no le importe el ruido —dijo Peter Worthington desde la cocina—. Yo ya no lo oigo, la verdad. ¿Azúcar?
—No, no. Nada de azúcar, gracias —dijo Smiley con una sonrisa confidencial.
—¿Controlando las calorías?
—Bueno, sí, un poquito, un poquito.
Smiley se estaba interpretando a sí mismo, pero exagerando un poco, como dicen en Sarratt. Un poco más campechano, un poco más preocupado: el honrado y amable funcionario que había llegado a su techo tope a la edad de cuarenta y se quedó siempre allí.
—¡Hay limón si quiere! —dijo desde la cocina Peter Worthington, con un inexperto traqueteo de platos.
—¡Oh, no, gracias! Con leche solo.
En el gastado suelo del estudio había pruebas de que existía otro niño más pequeño: piezas de un juego de arquitectura y un cuaderno con PA garrapateado interminablemente. De la lámpara colgaba una estrella de Navidad de cartón. En las paredes parduscas, Reyes Magos y trineos y algodón. Volvió Peter Worthington con una bandeja de té. Peter era grande y tosco, tenía el pelo castaño de punta y prematuramente cano. Pese a tanto trajín, las tazas no estaban demasiado limpias.
—Ha sido usted muy inteligente al venir en mi tiempo libre —dijo, indicando con un gesto los cuadernos de ejercicios—. Si es que puedo decir eso, con tanto cuaderno por corregir.
—Creo que a ustedes se les menosprecia mucho —dijo Smiley, moviendo la cabeza suavemente—. Tengo amigos en la profesión. Se levantan a media noche, sólo para corregir los ejercicios, o eso me dicen, y no tengo motivo para dudarlo.
—Son los concienzudos.
—Estoy seguro de que usted puede incluirse en esa categoría.
Peter Worthington sonrió, súbitamente complacido.
—Me temo que sí. Puestos a hacer algo, hacerlo bien —añadió, ayudando a Smiley a quitarse el impermeable.
—Ojalá fueran más los que piensan así, ojalá.
—Debería haber sido usted profesor —dijo Peter Worthington, y los dos se echaron a reír.
—¿Y qué hace usted con su chico? —dijo Smiley, sentándose.
—¿Ian? Oh, va con su abuela. Mi madre, no la de ella —añadió mientras servía.
Le pasó a Smiley una taza.
—¿Usted es casado? —le preguntó.
—Sí, sí lo soy, y estoy muy satisfecho, si he de serie sincero.
—¿Hijos?
Smiley negó con un gesto, permitiéndose además un pequeño frunce de desilusión.
—Por desgracia no —dijo.
—Eso es lo malo —dijo Peter Worthington, muy razonablemente.
—Sí, estoy seguro —dijo Smiley—. De todos modos, nos hubiese gustado la experiencia. Se aprecia más a nuestra edad.
—Dijo usted por teléfono que había noticias de Elizabeth —dijo Peter Worthington—. Me he alegrado muchísimo al saberlo, la verdad.
—Bueno, no es nada como para emocionarse —dijo cautamente Smiley.
—Pero esperanzador. Hay que tener esperanza.
Smiley se inclinó hacia la cartera de plástico negra de funcionario y abrió el débil cierre.
—En fin, no sé si podrá usted ayudarme —dijo—. No es que quiera ocultarle nada, la verdad, pero nos gusta estar seguros. Soy un hombre meticuloso, no me importa confesarlo. Hacemos exactamente igual con nuestros fallecidos extranjeros. Nunca nos comprometemos hasta no estar
absolutamente seguros.
Nombres, apellidos, dirección completa, fecha de nacimiento si podemos conseguirla; lo investigamos todo. Sólo para estar seguros. No la
causa,
por supuesto, nosotros no nos ocupamos de la
causa, eso
compete a las autoridades locales.
—Siga, siga —dijo cordialmente Peter Worthington. Advirtiendo la exageración del tono, Smiley alzó la vista, pero el honrado rostro de Peter Worthington estaba vuelto y Peter parecía estudiar un montón de viejos atriles de cuadernos de música que había apilados en un rincón.
Smiley se lamió el pulgar y abrió laboriosamente una carpeta, se la colocó sobre el regazo y pasó varias páginas. Era la ficha del Ministerio de Asuntos Exteriores, rotulada «Persona desaparecida», que Lacon había conseguido sacarle a Enderby con un pretexto.
—¿Sería mucho pedir que repasáramos los datos desde el principio? Sólo los importantes, claro, y sólo lo que usted quiera decirme, eso por descontado, claro. Vea usted, mi mayor quebradero de cabeza es que en realidad no soy la persona que hace normalmente este trabajo. Mi colega Wendower, al que ya conoce usted, está enfermo, desgraciadamente… y, bueno, en fin, no siempre somos partidarios de ponerlo
todo
sobre el papel, ¿comprende? Es un compañero magnífico, pero a mí me parece un poco
escueto
en sus informes. No es que sea perezoso, ni mucho menos, pero siempre le falta el aspecto humano del asunto.
—He sido siempre absolutamente sincero. Siempre —dijo Peter Worthington un tanto impaciente a los atriles de música—. Soy partidario de la sinceridad.
—Y por
nuestra
parte, se lo aseguro, nosotros en el Ministerio sabemos respetar una confidencia.
Cayó sobre ellos una súbita calma. A Smiley no se le había ocurrido hasta aquel momento que los gritos de los niños pudieran ser sedantes; sin embargo, cuando cesaron y el patio quedó vacío, tuvo una sensación de dislocamiento que tardó un momento en superar.
—Ha terminado el recreo —dijo Peter Worthington con una sonrisa.
—¿Cómo dice?
—El recreo. Bollos y leche. Para eso paga usted sus impuestos.
—Bien, en primer lugar, no hay duda de acuerdo con las notas de mi colega Wendower, no es nada contra él, se lo aseguro, de que la señora Worthington se fue sin que la moviese a ello ninguna clase de presión… Espere un momento, déjeme que le explique lo que quiero decir con eso, por favor. Ella se fue voluntariamente. Se fue sola. Nadie la persuadió engañosamente, nadie la tentó, y no fue, en ningún sentido, víctima de ninguna presión anormal. Presión que, por ejemplo, digamos, pudiera en su momento ser objeto de una acción legal ante los tribunales, que iniciase usted o iniciaran otros contra un tercero al que no se ha nombrado hasta ahora…
Como muy bien sabía Smiley, la verbosidad crea en los que deben soportarla una urgencia casi insoportable de hablar. Si no interrumpen directamente, responden, al final, con redoblada energía: y dada su profesión de maestro, Peter Worthington no era, en modo alguno, un oyente nato.
—Se fue sola, absolutamente sola, y mi opinión sincera es, fue y ha sido siempre, que era libre de hacerlo. Si no se hubiese ido sola, si hubiesen estado involucradas otras personas, hombres, todos somos humanos, bien lo sabe Dios, no habría habido ninguna diferencia. ¿Responde esto del todo a su pregunta? Los niños tienen derecho a ambos padres —concluyó, estableciendo una máxima.
Smiley escribía diligentemente, pero con mucha lentitud. Peter Worthington se tamborileó la rodilla con los dedos, chasqueó luego los nudillos, uno a uno, en una impaciente y rápida salva.
—¿Podría decirme usted ahora, señor Worthington, si han dictado ya una orden de custodia…?
—Nosotros siempre supimos que ella se iría. Estaba sobrentendido. Yo era su ancla. Ella me llamaba «mi ancla». O eso o «maestro». No me importaba. No lo decía con mala intención. Era simplemente que no podía soportar decir
Peter.
Ella me quería como un
concepto,
no como una imagen, quizás, un cuerpo, una mente, una persona, ni siquiera como a un compañero. Como un concepto, un elemento necesario para su plenitud humana, personal. Sentía una verdadera ansia de complacer, me doy cuenta de ello. Era parte de su inseguridad, anhelaba que la admirasen. Si hacía un cumplido, era porque quería otro a cambio.
—Entiendo —dijo Smiley, y volvió a escribir, como si suscribiese materialmente este punto de vista.
—Quiero decir que nadie podía tener a una chica como Elizabeth por esposa y esperar tenerla toda para sí. No era natural. He llegado a aceptarlo. Hasta el pequeño Ian tenía que llamarla Elizabeth. También lo entiendo. Ella no podía soportar las cadenas de «mami». Un niño corriendo detrás de ella llamándola «mami». No podía soportarlo. Era demasiado. Y, en fin, también lo entiendo. Me imagino que a usted puede resultarle difícil, ya que no tiene hijos, entender que una mujer, sea cual sea su carácter, una madre, bien atendida y amada y cuidada, que no tiene que ganarse la vida, abandone a su propio hijo y no le haya mandado ni una postal siquiera. Eso quizás le extrañe, puede que hasta le disguste. Bueno, mi punto de vista es muy distinto, la verdad. Aunque admito que al principio fue duro.
Miraba hacia el patio alambrado. Hablaba sin pasión, sin sombra alguna de lástima de sí. Como si hablase de un alumno.
—Aquí procuramos enseñar libertad a la gente. Libertad dentro de un espíritu cívico. Les dejamos que desarrollen su personalidad individual. ¿Cómo podía yo decirle a
ella quién
era? Yo quería estar allí, nada más. Ser amigo de Elizabeth. Su parada larga; ésa era otra de las cosas que me decía. «Mi parada larga.» El caso es que ella no
necesitaba
irse. Podía haber hecho todo lo que quisiera aquí, a mi lado. Las mujeres necesitan un apoyo, sabe. Si no lo tienen…
—¿Y aún no ha recibido usted ni una noticia directa suya? —preguntó suavemente Smiley—: ¿Ni una carta, ni siquiera esa postal para Ian, nada?
—Ni una letra.
Smiley escribió.
—Señor Worthington, que usted sepa, ¿ha utilizado alguna vez su esposa otro nombre?
Por algún motivo, la pregunta amenazó con enojar muy patentemente a Peter Worthington. Hubo en su mirada un relampagueo furioso, como si reaccionase ante una impertinencia en clase, y su dedo saltó disparado para exigir silencio. Pero Smiley siguió a toda marcha.
—¿Su nombre de
soltera,
por ejemplo? O una abreviatura de su nombre de casada, que en un país que no sea de habla inglesa podría crearle problemas con los nativos…
—Nunca. Nunca,
jamás.
Tiene usted que comprender la psicología básica de la conducta humana. Ella era un caso de libro de texto. Estaba deseando librarse del apellido de su padre. Una de las principales razones por las que se casó conmigo fue para tener un
nuevo
padre y un
nuevo
apellido. ¿Por qué habría de dejarlo una vez conseguido? Pasaba igual con sus fabulaciones, las historias disparatadas que contaba; lo que quería era escapar de su medio. En cuanto lo hizo una vez conseguido, después de encontrarme
a mí,
y la estabilidad que yo represento, ya no necesitaba, naturalmente, ser otra persona.
Era
otra persona. Estaba realizada. Así que, ¿por qué irse?
Smiley se tomó de nuevo un ratito. Miró a Peter Worthington como si estuviese indeciso, miró la carpeta, volvió al último apartado, se colocó las gafas y lo leyó, y evidentemente no por primera vez, ni mucho menos.
—Señor Worthington, si nuestra información es correcta, y tenemos buenas razones para creerlo así, yo diría que nuestro cálculo es como mínimo seguro en un ochenta por ciento, respondo hasta
ahí,
en la actualidad su esposa utiliza el apellido
Worth.
Y, curiosamente, está utilizando un nombre alemán, L-I-E-S-E, que, según me han dicho, no se pronuncia Liza, sino Lisa. Yo había pensado que quizás usted pudiera confirmar o negar este punto, y también el de si está o no activamente relacionada con un negocio de relojería en el Extremo Oriente, cuyas ramificaciones se extienden a Hong Kong y a otros centros importantes. Parece ser que vive en la opulencia y que goza de prestigio social y se mueve en círculos muy encumbrados.
Al parecer, Peter Worthington captaba muy poco de todo esto. Se había acomodado en el suelo, pero parecía incapaz de asentar las rodillas. Chasqueó los dedos una vez más, miró impaciente los atriles de partituras musicales hacinados como esqueletos en un rincón del cuarto, e intentaba hablar antes ya de que Smiley hubiera terminado.