El segundo día habían penetrado en el territorio turco propiamente dicho. La zona estaba delimitada por los boulevards Bonne-Nouvelle y Saint-Denis al sur, por la rue du Faubourg-Poissonniére al oeste z por la rue du FaubourgSaint-Martin al este. La punta que dibujan la rue La Fayette y el boulevard Magenta coronaba el norte del barrio. Su espina dorsal era el boulevard Strasbourg, que subía en línea recta hasta la estación del Este y lanzaba sus ramificaciones nerviosas a ambos lados: la rue des Petites-Ecuries, la del Château d'Eau… El corazón del barrio latía en el fondo de la estación de metro Strasbourg-Saint-Denis, que irrigaba aquel fragmento de Oriente.
Desde el punto de vista arquitectónico, la zona no ofrecía ninguna particularidad: edificios grises, vetustos, restaurados en algún caso y decrépitos en muchos más, que parecían haber vivido mil vidas. Todos tenían idéntico aprovechamiento: la planta baja y el primer piso estaban ocupados por tiendas; el segundo y el tercero, talleres; los superiores, hasta las buhardillas, servían como viviendas: pisos superpoblados, divididos en dos, en tres, en cuatro, que desplegaban su superficie como pequeños papeles.
En las calles reinaba una atmósfera de transitoriedad, una sensación de paso. Eran muchos los comercios que parecían condenados al movimiento, al nomadismo, a una existencia precaria, siempre a salto de mata. Había puestos de bocadillos, para comer a pie de acera; agencias de viajes, para llegar o marcharse; oficinas de cambio, para comprar euros; copisterías móviles para fotocopiar los documentos de identidad… Por no hablar de las innumerables agencias inmobiliarias y sus carteles: SE TRASPASA, EN VENTA…
Paul percibía en todos aquellos indicios la pujanza de un éxodo permanente, de una riada humana con una fuente lejana que fluía sin descanso ni orden hacia aquellas calles. No obstante, aquel barrio tenía otra razón de ser: la confección de ropa. Los turcos no controlaban el sector, en manos de los judíos del Sentier, pero se habían convertido en un eslabón esencial de la cadena durante las grande, migraciones de los años cincuenta. Aprovisionaban a los mayorista gracias a sus centenares de talleres y obreros a domicilio; miles de manos trabajaban miles de horas, casi podían hacer la competencia a los chinos. En cualquier caso, los turcos tenían la ventaja de su antigüedad y de una posición social una pizca más legal.
Los dos policías se habían internado en aquellas calles atestadas, agitadas, ensordecedoras. Al ritmo que les marcaban repartidores, camiones abiertos, sacos, fardos, vestidos que pasaban de mano en mano… El Cifra siguió haciendo de cicerone. Se sabía los nombres, los propietarios, las especialidades. Recordaba a los turcos que habían sido sus informadores, los comerciantes a los que «tenía cogidos» por tal o cual motivo, los hosteleros que estaban en deuda con él. La lista parecía infinita. Al principio, Paul intentó tomar notas; pero acabó desistiendo y se limitó a escuchar las explicaciones de Schiffer mientras observaba la agitación que los rodeaba y se dejaba impregnar por los gritos, los bocinazos, los olores de la contaminación y todo lo que componía la vida del barrio.
Por fin, el martes a mediodía, cruzaron la última frontera y llegaron al centro neurálgico del barrio. El compacto bloque conocido corno «pequeña Turquía», que se extendía por la rue des las Petites-Ecuries, el patio y el pasaje del mismo nombre, la rue d'Enghien, la del Echiquier y la del Faubourg-Saint-Denis. Unas pocas hectáreas en las que la mayoría de los edificios, de las buhardillas, de las covachas estaban ocupadas exclusivamente por turcos.
En esa ocasión, Schiffer procedió a un auténtico descifrado y le proporcionó los códigos y las claves de aquella ciudad única. Le reveló la razón de ser de cada portal, de cada edificio, de cada ventana. Aquel patio trasero daba a un almacén que en realidad era una mezquita; aquel local vacío, al fondo de aquel patio, era un centro de reunión de extrema izquierda… Schiffer encendió todas las linternas de Paul y desentrañó todos los enigmas que lo paralizaban desde hacía semanas. Como el misterio de aquellos fulanos rubios vestidos de negro, permanentemente apostados en el patio de las Petites-Ecuries:
—Lazes -le explicó el Cifra-, oriundos del mar Negro, al noroeste de Turquía. Guerreros, pendencieros. Mustafá Kemal reclutaba su guardia personal entra ellos. Su leyenda viene de lejos. En la mitología griega, eran los guardianes del vellocino de oro, en Cólquida.
O el de aquel bar oscuro, en la rue des Petites-Ecuries, presidido Por la fotografía de un orondo bigotudo:
—El cuartel general de los kurdos. El de la foto es Apo. Tonton. Abdullah Oçalan, el jefe del. PKK, actualmente en prisión. — A continuación, el Cifra se había embarcado en un encendido panegírico, casi un himno nacional-: El mayor pueblo sin país. Veinticinco millones en total, doce de los cuales están en Turquía. Musulmanes, como los propios turcos. Bigotudos, como los turcos. Jefes de talleres de confección, como los turcos. El problema es que no son turcos. Y que nada ni nadie podrá asimilarlos.
Schiffer también le había mostrado a los alevis, que se reunían en la rue d'Enghien.
—Los «cabezas rojas». Musulmanes de confesión chiíta, que practican el secreto de pertenencia. Hombres coriáceos donde los haya créeme. Rebeldes, a menudo izquierdistas. Y una comunidad muy cohesionada, bajo el signo de la iniciación y la amistad. Eligen un «hermano jurado», un «compañero iniciado», y avanzan codo con codo hacia Dios. Una auténtica fuerza de resistencia frente al Islam tradicional.
Cuando hablaba de aquel modo, Schiffer parecía sentir un soterrado respeto por aquellos pueblos a los que al mismo tiempo no cesaba de fustigar. En realidad, oscilaba entre el odio y la fascinación por el mundo turco. Paul había oído rumores de que había estado punto de casarse con una anatolia. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había acabado la historia? Los momentos en que Paul imaginaba una sublime intriga romántica entre Schiffer y Oriente solían ser los elegidos por el viejo policía para embarcarse en sus peores perorata racistas.
En esos momentos, los dos hombres estaban repantigados en su cafetera camuflada, el viejo Golf que la central de policía había tenido a bien proporcionar a Paul al comienzo de la investigación. Habían aparcado en la esquina de Petites-Ecuries con Faubourg-Saint-Denis, ante la cervecería Le Château d'Eau.
La penumbra se adensaba y se mezclaba con la lluvia para transformarlo todo en un lodazal, un légamo sin color. Paul consultó el reloj. Las ocho y media.
—¿Qué coño hacemos aquí, Schiffer? Hoy teníamos que hace, una visita a Marius y…
—Paciencia. El concierto está a punto de empezar.
—¿Qué concierto?
Schiffer se puso cómodo en el asiento y alisó los pliegues de su Barbour.
—Ya te lo expliqué. Marius tiene una sala de conciertos en el boulevard Strasbourg. Un antiguo cine porno. Esta noche hay concierto. Sus guardaespaldas se encargan del servicio de orden. — Schiffer, guiñó un ojo-. El momento ideal para abordarlo -dijo, y movió la cabeza en dirección al parabrisas-. Arranca y toma la rue du Château-d'Eau.
Paul contuvo su irritación y obedeció. Mentalmente, había concedido una sola oportunidad al Cifra. Si fracasaba con Marius lo devolvería al asilo de Longéres ipso facto. Pero al mismo tiempo se moría de ganas por verlo en acción.
—Aparca pasado el boulevard Strasbourg -le ordenó Schiffer-. Si la cosa se tuerce, utilizaremos una salida de emergencia que conozco.
Paul cruzó la arteria perpendicular, avanzó otra manzana y aparcó en la esquina con la rue Bouchardon.
—La cosa no se torcerá, Schiffer.
—Dame las fotos. — Paul dudó un instante, pero acabó entregándole el sobre con las fotografías de los cadáveres. El policía retirado sonrió y abrió la puerta-. Si me dejas hacer, todo irá como la seda.
Paul lo siguió fuera del coche, pensando: Una oportunidad, abuelo. No habrá más.
En la sala, la vibración era tan fuerte que anulaba cualquier otra sensación. Las ondas sonoras se te metían en las tripas, te arañaban los nervios y te bajaban a los pies para volver a subir por las vértebras haciéndolas temblar como láminas de vibráfono.
Paul encogió el cuello y dobló el cuerpo instintivamente como para protegerse de los golpes que le llovían encima, lo alcanzaban en el estómago, el pecho y las dos mejillas, y le hacían arder los tímpanos.
Luego entrecerró los párpados y trató de orientarse en la tiniebla saturada de humo, que perforaban los proyectores del escenario. Al cabo, consiguió distinguir el decorado. Balaustradas pintadas de dorado, columnas de estuco, arañas de cristal falso, pesados cortinajes de color carmín… Según Schiffer, aquello había sido un cine, pero recordaba más el ajado kitsch de un viejo cabaret, una especie de café concierto para operetas en las que fantasmas engominados se negarían a ceder el sitio a furibundos grupos heavy metal.
En el escenario, los músicos se agitaban como endemoniados y escupían sus «
fuckin'
» y sus «
killin'
» a troche y moche. Con el torso desnudo y reluciente de sudor, manejaban guitarras, micros y platos como si fueran armas de asalto mientras los espectadores de las primeras filas brincaban como posesos.
Paul se alejó del bar y bajó al patio de butacas. Mientras se abría paso entre la gente, sintió nacer en su interior una nostalgia familiar. Los conciertos de su juventud, el furioso pogo, los brincos al rabioso ritmo de los Clash; los cuatro acordes aprendidos con su guitarra de saldo, que había revendido cuando las cuerdas empezaron a recordarle los desgarrones ensangrentados del asiento del taxi de su padre…
De pronto advirtió que había perdido de vista a Schiffer. Giró sobre los talones y miró a los espectadores que permanecían en lo alto de la escalera, a unos pasos del bar. Adoptaban una actitud condescendiente y apenas se dignaban reaccionar al chumba-chumba del escenario con imperceptibles contoneos. Paul pasó revista a aquellos rostros envueltos en sombras y aureolados de luces de colores. Ni rastro de Schiffer.
—¿Quieres flipar? — gritó una voz junto a su oído.
Paul se volvió hacia un rostro pálido que relucía bajo la visera de una gorra.
—¿Qué?
—Tengo unos
black bombay
cojonudos.
—¿Unos qué?
El _fulano se inclinó hacia Paul y lo agarró del hombro.
—
Black bombay
.
Bombay
holandeses. ¿De dónde has salido tú, colega?
Paul se sacudió la mano del camello y sacó el carnet.
—De aquí, ¿lo ves? Ábrete antes de que me arrepienta.
El camello desapareció como quien tiene prisa. Paul se quedó mirando la cartera con el distintivo de la policía y meditando en el abismo que separaba los conciertos de antaño de su personaje actual: un policía inflexible, un representante de la ley, un sabueso que hurgaba en la basura obstinadamente. Quién iba a decírselo cuando tenía veinte años…
Sintió un golpe en la espalda.
—¿Problemas? — le gritó Schiffer-. Guárdate eso. — Paul estaba empapado en sudor. Intentó tragar saliva, pero en vano. La sala daba vueltas a su alrededor; las luces de los reflectores desfiguraban los rostros, los contraían como si fueran hojas de papel de aluminio. El Cifra le dio otro golpe, más amistoso, en el brazo-. Ven. Marius está allí. Vamos a sorprenderlo en su agujero.
Los dos hombres empezaron a abrirse paso entre la masa de cuerpos apretados, agitados, saltarines… Un encrespado mar de hombros, codos y caderas oscilaba acompasadamente en salvaje respuesta al vendaval sonoro que soplaba desde el escenario. A base de codazos y rodillazos, Paul y Schiffer consiguieron alcanzar el pie del escenario.
Schiffer torció a la derecha bajo los agudos chirridos de las guitarras que brotaban de los altavoces. Paul lo seguía a trancas y barrancas. Lo vio hablando con un gorila, que asintió y le abrió una puerta falsa. A Paul apenas le dio tiempo a deslizarse tras él.
Aparecieron un pasillo estrecho y mal iluminado, con las paredes cubiertas de carteles de colores chillones. En casi todos, la media luna turca, asociada con el martillo comunista, formaba un elocuente símbolo político.
—Marius dirige un grupo de extrema izquierda que se reúne un local de la rue Jarry. Sus compinches fueron quienes atizaron el fuego en las prisiones turcas el año pasado.
Paul recordaba vagamente los motines en cuestión, pero no hizo preguntas. No estaba de humor geopolítico. Los dos hombres se pusieron en marcha. Los ecos sordos de la música repercutían en sus espaldas.
—Lo de los conciertos es otra -rezongó Schiffer sin detenerse-. ¡Un auténtico mercado cautivo!
—No entiendo.
—Marius también trafica. Éxtasis. Anfetas. Todo lo relacionado con el
speed
. — Paul chasqueó la lengua con desaprobación-. O el LSD. Los conciertos le sirven para aumentar la clientela. Gana en todos los terrenos.
—¿Sabe usted qué es un
black Bombay
? — le preguntó Paul obedeciendo a un impulso.
—El cóctel de moda en los últimos años. Éxtasis mezclado con heroína.¿Cómo era posible que un vejete de cincuenta y nueve años recién salido del asilo estuviera al tanto de las últimas tendencias en materia de éxtasis? Un misterio más-. Es ideal para hacerte bajar -añadió Schiffer-. Tras la excitación del
speed
, la heroína te devuelve la calma. Pasas suavemente de tener los ojos como platos a tener las pupilas como cabezas de alfiler.
—¿Como cabezas de alfiler?
—Sí, señor. La heroína da ganas de dormir. Los yonquis siempre están cabeceando. — Schiffer se detuvo en seco-. No lo entiendo ¿Es que nunca has trabajado en ningún asunto de drogas?
—Estuve cuatro años en represión de drogas. Eso no me convierte en un yonqui.
El Cifra le regaló la mejor de sus sonrisas.
—¿Cómo quieres combatir el mal si no lo has probado? ¿Cómo quieres comprender al enemigo si no conoces sus bazas? Hay que saber qué buscan los chavales en esa mierda. La fuerza de la droga es que esta buena. Joder, si no sabes ni eso, no tienes derecho ni a hablar de los yonquis.
Paul se reafirmó en su primera idea: Jean-Louis Schiffer era el padre de todos los policías. Mitad ángel, mitad demonio. Lo mejor y lo peor reunidos en un solo nombre.
No tuvo más remedio que tragarse la cólera. Su compañero había reanudado la marcha. Otro giro, y aparecieron dos gigantes con chaquetas de cuero a ambos lados de una puerta pintada de negro.