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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

El imperio de los lobos (15 page)

BOOK: El imperio de los lobos
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Anna tuvo otra idea. Echó a correr hacia la iglesia ortodoxa, que estaba a unos cuantos portales de donde se encontraba. Llegó a la verja, atravesó el patio de gravilla y subió los peldaños que conducían al atrio. Empujó la vieja puerta de madera barnizada y penetró en la tiniebla del templo.

La nave parecía sumida en la oscuridad más absoluta, pero lo que en realidad le oscurecía la visión eran las palpitaciones de sus sienes. Poco a poco empezó a distinguir oros mates, iconos rosáceos, cobrizos respaldos de asiento que parecían otras tantas llamas mortecinas.

Siguió avanzando con sigilo y descubriendo tenues resplandores, que creaban una atmósfera de discreción y recogimiento. Cada objeto disputaba a los demás las escasas gotas de luz destiladas por las vidrieras, los cirios y las lámparas de hierro forjado. Hasta las figuras de los frescos parecían querer escapar de las tinieblas para beber un poco de claridad. Todo el lugar estaba nimbado de una luz plateada, un claroscuro tornasolado en el que el día y la noche libraban una guerra sorda.

Anna había recobrado el aliento, pero el pecho le seguía ardiendo y tenía el cuerpo y la ropa empapados de sudor. Se detuvo, se recostó en una columna y saboreó la frescura de la piedra. Poco a poco, su corazón recuperó el pulso normal. Cada detalle de lo que la rodeaba parecía poseer virtudes calmantes: las vacilantes llamas de los cirios, los rostros de Cristo, alargados y relucientes como cera fundida, el cobre de las lámparas, suspendidas en la penumbra como frutos lunares.

—¿Se encuentra bien?

Anna se volvió y se encontró frente a Boris Godunov en persona. Un pope gigantesco de larga barba blanca, que le cubría la pechera del negro hábito como un plastrón. Anna no pudo evitar preguntarse de qué cuadro se habría escapado.

—¿Está usted bien? — repitió el sacerdote con voz de barítono.

Anna lanzó una mirada a la puerta.

—¿Tienen ustedes cripta? — preguntó a modo de respuesta.

—¿Cómo dice?

—Una cripta -repitió Anna separando las sílabas-. Un subterráneo para ceremonias fúnebres.

Esta vez, el religioso parecía haber comprendido. Adoptó una expresión acorde con las circunstancias y ocultó las manos en las mangas del hábito.

—¿A quién entierras, hija mía?

—A mí.

22

Cuando entró el, el servicio de urgencias del hospital de Saint-Antoine, comprendió que la esperaba una nueva prueba. Una prueba de fuerza frente a la enfermedad y la locura.

El resplandor de los fluorescentes de la sala de espera se reflejaba en el alicatado blanco de las paredes y anulaba la claridad procedente del exterior. Podrían haber sido las ocho de la mañana tanto como las once de la noche. El calor no hacía más que acentuar la sensación de encierro. Una fuerza inerte, opresiva, se abatía sobre los cuerpos como una masa plúmbea saturada de olores a antiséptico. Allí dentro se tenía la sensación de estar en una zona de tránsito situada entre la vida y la muerte, ajena a la sucesión de las horas y los días.

En los asientos sujetos a la pared se alineaba un alucinante muestrario de la humanidad enferma. Un hombre con el cráneo rapado ocultaba el rostro entre las manos y no paraba de rascarse los antebrazos, de los que caía un polvo amarillento; su vecino, un mendigo en silla de ruedas, insultaba a las enfermeras con voz ronca y suplicaba que le metieran las tripas en su sitio; un poco más allá, una vieja que permanecía de pie, murmurando frases ininteligibles, no paraba de quitarse la bata de papel y enseñar un cuerpo grisde pliegues elefantiásicos, ceñido con pañales de bebé. Únicamente había un personaje que parecía normal. Estaba sentado cerca de una ventana y solo ofrecía el perfil; pero, cuando se volvió, Anna vio que tenía la otra mitad del rostro cubierta de astillas de cristal y costras de sangre.

Aquella corte de los milagros no la asustaba; ni siquiera la impresionaba. Por el contrarío, aquel búnker parecía el lugar ideal para pasar inadvertida.

Cuatro horas antes, había arrastrado al pope al fondo de la cripta de la iglesia ortodoxa. Le había explicado que era de origen ruso y devota practicante; que padecía una enfermedad grave y quería que la inhumaran en aquel lugar sagrado. El sacerdote se había mostrado escéptico, pero la había escuchado durante más de media hora, dándole así involuntario amparo mientras los hombres de los brazaletes rojos peinaban el barrio.

Cuando volvió a salir a la luz del día, el camino estaba despejado. La sangre de la herida había coagulado. Podía recorrer las calles, con el brazo oculto en el kimono, sin llamar demasiado la atención. Mientras avanzaba al trote, bendecía a Kenzo y las fantasías de la moda, que permitían llevar un bata de estar por casa y dar la impresión de ir a la última.

Durante más de dos horas había vagado de esa guisa, bajo la lluvia, sin dirección, entre la multitud de los Campos Elíseos, esforzándose en no pensar, en no asomarse a los abismos que cercaban su mente. Estaba libre. Estaba viva.

No era poco.

A mediodía había cogido el metro en la place de la Concorde. La línea uno en dirección Château de Vincennes. Sentada en un extremo del vagón, había decidido buscar una confirmación antes de plantearse una hipotética huida. Tras enumerar mentalmente los hospitales que se encontraban a lo largo de aquella línea, se había decidido por Saint-Antoine, que estaba muy cerca de la estación de la Bastilla.

Llevaba veinte minutos en la sala de espera, cuando vio aparecer a un médico. El hombre dejó un sobre de radiografías sobre un mostrador desierto y se inclinó sobre él para abrir un cajón.

Anna lo abordó sin vacilar.

—Necesito que me vea ahora mismo.

—Espere su turno -le contestó el facultativo sin dignarse volver la cabeza-. Ya la llamará la enfermera.

—Se lo ruego -insistió Anna agarrándolo del brazo- Tengo que hacerme una radiografía.

El médico se volvió con expresión cansada, pero cambió de actitud apenas la vio.

—¿Ha pasado por admisión?

—No.

—¿No ha enseñado la tarjeta sanitaria?

—No tengo.

El médico la miró de los pies a la cabeza. Era un joven alto y muy moreno, enfundado en una bata blanca y calzado con zuecos con suela de corcho. Con la piel bronceada y la camisa abierta sobre un torso velludo y una cadena de oro, parecía un ligón de comedia italiana. La contemplaba sin rebozo con una sonrisa de castigador en las comisuras de los labios.

—¿Es por el brazo? — le preguntó señalando el kimono desgarrado y la sangre coagulada.

—No. Me… me duele la cara. Tengo que hacerme una radiografía.

El médico frunció el ceño y se rascó el vello del pecho, la dura crin del semental.

—¿Se ha caído?

—No. Debe de ser una neuralgia facial. No lo sé.

—O una simple sinusitis. — El joven le guiñó un ojo-. Ahora mismo tenemos un montón. — Lanzó una mirada a la sala y sus ocupantes: el yonqui, el borracho, la abuela… La tropa de costumbre. Suspiró. Parecía más que dispuesto a concederse una pequeña tregua en compañía de Anna. Le dedicó una prolongada sonrisa, estilo Costa Azul, y, con voz cálida, le susurro-: Vamos a pasarla por el escáner. Una panorámica. — Y, cogiéndole la manga desgarrada, añadió-: Pero antes hay que vendarla.

Una hora más tarde, Anna paseaba por el pórtico de piedra que rodea los jardines del hospital. El médico le había dado permiso para esperar allí los resultados del examen.

El tiempo había cambiado. Las flechas del sol atravesaban la llovizna y la transformaban en una bruma de una claridad plateada e irreal. Anna observaba con atención el tamborileo de las gotas sobre las hojas de los árboles, el espejeo de los charcos, los delgados riachuelos que serpenteaban por la gravilla y entre las raíces de los arbustos. Aquel pasatiempo le permitía mantener la mente en blanco y el pánico a raya. Sobre todo, nada de preguntas. Todavía no.

Anna oyó crujir unos zuecos a su derecha. El médico se acercaba por el pórtico, radiografías en mano. La sonrisa se había esfumado de su rostro.

—Debería haberme contado lo de su accidente.

Anna se puso rígida.

—¿Mi accidente?

—¿Qué fue? Un accidente de coche, ¿verdad? — Anna retrocedió horrorizada. El médico meneó la cabeza con incredulidad-. Es asombroso lo que puede llegar a hacer la cirugía estética. Viéndola, jamás habría adivinado…

Anna le arrancó la radiografía de las manos.

La imagen mostraba un cráneo fisurado, soldado, remendado en todas direcciones. Unas líneas negras señalaban la presencia de injertos a la altura de la frente y los pómulos; las fracturas en torno al orificio nasal evidenciaban una reconstrucción completa de la nariz; unos tornillos sujetaban sendas prótesis en las articulaciones de los maxilares y los temporales.

Anna dejó escapar una risa nerviosa, una mezcla de risa y sollozo, antes de alejarse por el pórtico.

La radiografía se agitaba en su mano como una llama azul.

CUATRO
23

Llevaban dos días pateándose el barrio turco.

Paul Nerteaux no comprendía la estrategia de Schiffer. Deberían haberse presentado en casa de Marek Cesiuz, alias Marius, responsable de la Iskele, principal red de inmigrantes ilegales turcos, el mismo domingo por la noche. Deberían haberle dado cuatro meneos y haberle sacado las fichas de las tres víctimas.

En lugar de eso, el Cifra había preferido reanudar la relación con «su» barrio. Refrescar sus marcas, decía él. Hacía dos días que husmeaba, tanteaba, observaba su antiguo territorio sin interrogar absolutamente a nadie. Por suerte, la persistente lluvia les había permitido pasar inadvertidos dentro de su cafetera, ver sin ser vistos.

Paul se moría de impaciencia, pero reconocía que en aquellos dos días había aprendido más cosas sobre la pequeña Turquía que en tres meses de investigación.

Jean-Louis Schiffer había empezado mostrándole las diásporas concomitantes. Habían ido al passage Brady, en el boulevard de Strasbourg, en el corazón del barrio indio. Bajo la larga cristalera, se alineaban tiendas minúsculas y abigarradas y restaurantes oscuros ocultos tras biombos. Los camareros arengaban a los viandantes, mientras mujeres ataviadas con saris dejaban hablar a sus ombligos, en un ambiente saturado de penetrantes olores a especias. Con aquel tiempo lluvioso v el aire de tormenta invadiéndolo todo y vivificando todos los olores, se tenía la sensación de estar en un bazar de Bombay, en pleno monzón.

Schiffer le había señalado los garitos que servían de lugar de encuentro a los indios, los bengalíes, los paquistaníes… Le había hablado de los jefes de cada confesión: hindúes, musulmanes, jaínies, sijs, budistas… En unos cuantos paseos, le había hecho una descripción pormenorizada de aquel concentrado de exotismo que, según él, no veía el momento de diluirse.

—Dentro de unos años -había rezongado- los guardias de circulación del Distrito Décimo serán sijs.

A continuación, se habían apostado frente a los comercios chinos de la roe du Faubourg-Saint-Martin. Tiendas de alimentación que parecían cuevas, saturadas de olor a ajo y jengibre; restaurantes cuyas cortinas se descorrían como estuches de terciopelo, establecimientos de comida para llevar, relucientes de vitrinas y mostradores cromados llenos de vistosas ensaladas y dorados rollitos. Desde lejos, Schiffer le había señalado a los principales responsables de la comunidad, comerciantes cuyo establecimiento no representaba ni el cinco por ciento de su auténtica actividad.

—Nunca te fíes de esos cabrones -había refunfuñado-. No hay uno sano. Su cabeza es como su comida. Llena de cosas cortadas en cuatro. Atiborradas de glutamato, para atontarte la cabeza.

Luego habían vuelto al boulevard Strasbourg, en el que los peluqueros antillanos y africanos se disputaban las aceras con los mayoristas de cosméticos y los vendedores de artículos de broma. Grupos de negros se protegían de la lluvia bajo los toldos de las tiendas y ofrecían un completo muestrario de las etnias que poblaban el bulevar. Baulés, mbochis y betés de Costa de Marfil, laris del Congo, ba congos y balubas del antiguo Zaire, bemelekés y ewondos de Camerún…

A Paul le intrigaban todos aquellos africanos siempre presentes, invariablemente ociosos. Sabía que la mayoría eran traficantes o camellos, pero no podía evitar sentir cierta simpatía hacia ellos. Su alegría de vivir, su honor y la animación tropical que eran capaces de imponer al mismo asfalto lo llenaban de asombro. Y las mujeres le fascinaban. Sus negras y vivas miradas parecían establecer una misteriosa complicidad con su lustrosa cabellera, recién alisada en Afro 2000 o Royal Coiffure. Eran hadas de madera quemada, máscaras de satén de grandes y negros ojos…

Schiffer le había hecho una descripción más realista y circunstanciada:

—Los camerunenses son los reyes de la falsificación, tanto de billetes como de tarjetas. A los congoleños les ha dado por los trapos: ropa robada, imitación de marcas, etc. A los de Costa de Marfil los llaman «los 36 15». Su especialidad son las falsas asociaciones benéficas. Siempre se les ocurre alguna forma nueva de sacarte dinero para los necesitados de Etiopía o los huérfanos de Angola. Bonito ejemplo de solidaridad. Pero los más peligrosos son los zaireños. Su imperio es la droga. Son los dueños del barrio. Los negros son los peores -había concluido el viejo policía-. Auténticos parásitos. Su única razón de ser es chuparnos la sangre.

Paul no replicaba las apreciaciones racistas del viejo policía. Había decidido hacer caso omiso a todo lo que no estuviera directamente relacionado con la investigación. Los resultados estaban por encima de cualquier otra consideración. Además, estaba haciendo progresos en los demás frentes. Había reclutado a dos investigadores del SARIJ para que siguieran la pista de las cámaras de alta presión, dos tenientes que ya habían visitado tres hospitales, donde solo habían obtenido respuestas negativas. Ahora investigaban a los obreros que excavaban el subsuelo de París, utilizando altas presiones para evitar que las capas freáticas inundaran el tajo. Al acabar la jornada, los obreros empleaban una cámara de descompresión. Las tinieblas, los subterráneos… Paul intuía que era una buena pista. Esperaba un informe de los tenientes ese mismo día.

Además, había encargado a un joven agente de la BAC, la Brigada Anticriminalidad, que le buscara más guías y catálogos arqueológicos sobre Turquía. El día anterior, el chico le había hecho la primera entrega a domicilio, en la rue du Chemin-Vert, en el Distrito Undécimo. Un paquete que aún no había podido examinar, pero que no tardaría en aliviar sus insomnios.

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