—¡Es usted un loco peligroso! — barbotó Paul-. ¡Un jodido enfermo! Me voy a encargar personalmente de que le caiga el máximo. ¡Se pudrirá en la cárcel, torturador de mierda!
Sin dignarse responder, Schiffer sacó de la guantera un viejo plano de la ciudad y arrancó varias hojas para limpiarse la sangre de la chaqueta.
—No hay otra forma de tratar con esa escoria.
—Nosotros somos policías.
—Marius es basura. Controla a sus putas de aquí haciendo que mutilen a sus hijos allí, en su país. Un brazo, una pierna… Eso calma a las mamás turcas.
—Nosotros somos la ley.
Paul empezaba a recobrar el aliento y la calma. Su campo de visión se había aclarado: el muro de la iglesia, negro y sin vanos; las gárgolas, erguidas sobre sus cabezas como sendas horcas, y la incesante lluvia que saeteaba la oscuridad.
Schiffer hizo un rebujo con las hojas manchadas de sangre, bajó la ventanilla, las tiró y escupió fuera.
—Es demasiado tarde para deshacerte de mí.
—Si cree que responder de mis actos me asusta… Usted no me conoce. Acabará en chirona, aunque tenga que compartir celda con usted.
Schiffer encendió la luz del techo, abrió la carpeta del turco, que tenía sobre las rodillas, y sacó las fichas de las tres obreras: simples hojas volantes impresas en láser y grapadas a sendas polaroid. Arrancó las fotos y las repartió sobre el salpicadero, como si fueran cartas del tarot.
Luego se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Qué ves?
Paul no se inmutó. El resplandor de las farolas hacía brillar las fotografías encima del volante. Llevaba dos meses buscando aquellos rostros. Los había imaginado, dibujado, borrado y recomenzado cientos de veces. Ahora que los tenía enfrente sentía un miedo de novato.
Schiffer lo agarró del cuello y lo obligó a inclinarse hacia ellos.
—¿Qué ves? — repitió con voz ronca.
Paul abrió los ojos de par en par. Tres mujeres de rasgos suaves lo miraban directamente con expresión de sorpresa, sin duda debida al flash. Tres rostros llenos enmarcados en melenas pelirrojas.
—¿Qué te llama la atención? — insistió el Cifra. Paul dudó:
—Se parecen, ¿no?
—¿Cómo que se parecen? — repitió Schiffer y se echó a reír-. ¡Querrás decir que son la misma!
Paul se volvió hacia él. No estaba seguro de comprender.
—¿Qué quiere decir?
—Que tenías razón. El asesino busca un solo y único rostro. Un rostro que ama y odia al mismo tiempo. Un rostro que lo obsesiona, que le provoca pulsiones contradictorias. Podemos hacer mil conjeturas sobre sus motivos. pero ahora sabernos que persigue un objetivo. — La cólera de Paul se transformó en sensación de triunfo. Así que sus intuiciones eran acertadas… Obreras ilegales, rasgos idénticos… ¿Habría acertado también en lo de las estatuas antiguas?-. Estas caras son un paso adelante del copón, créeme. Porque nos proporcionan una información esencial. El asesino conoce este barrio como la palma de su mano.
—Eso ya lo sabíamos.
—Suponíamos que era turco, no que conociera hasta el último taller y el último sótano. ¿Te das cuenta de la paciencia y el tesón necesarios para dar con chicas que se parecen hasta este punto? Ese cabrón tiene acceso a todas partes.
—De acuerdo -dijo Paul con voz más tranquila-. Reconozco que sin usted jamás habría conseguido estas fotos. Así que le voy a ahorrar la comisaría. Lo llevaré directamente a Longéres, sin pasar por los calabozos.
Paul hizo girar la llave de contacto, pero Schiffer le agarró el brazo.
—Estás cometiendo un error, muchacho. Ahora me necesitas más que nunca.
—Por lo que a usted respecta, este asunto está cerrado.
El Cifra cogió una de las fichas y la agitó a la luz de la lámpara.
—No solo tenemos sus rostros y su identidad. También tenemos los datos de los talleres donde trabajaban. Y eso es sólido.
Paul apartó la mano de la llave.
—Sus compañeras podrían haber visto algo…
—Recuerda lo que dijo el forense. Tenían el estómago vacío. Volvían del trabajo. Hay que interrogar a las obreras que tomaban el mismo camino todas las noches. Y a los dueños de los talleres. Y para eso me necesitas a mí, muchacho.
Schiffer no tuvo que insistir: Paul llevaba tres meses chocando contra el mismo muro. No le costaba imaginarse continuando la investigación en solitario y no consiguiendo absolutamente nada.
—Le concedo otro día -dijo al fin-. Visitaremos los talleres. Interrogaremos a las compañeras, los vecinos, la pareja, si la tenían. Luego, de vuelta al asilo. Y se lo advierto: a la menor mierda, le pego un tiro. Esta vez no dudaré.
Schiffer soltó una risa forzada, pero Paul comprendió que tenía miedo. Ahora los dos estaban asustados. Iba a arrancar, pero cambió de opinión. Tenía que saberlo.
—Lo de Marius… ¿A qué ha venido esa salvajada?
Schiffer observó las esculturas de las gárgolas, que se insinuaban en la oscuridad. Diablos encaramados en sus perchas: íncubos enseñando los dientes; demonios con alas de murciélago… El viejo policía guardó silencio durante unos instantes y luego murmuró:
—No había otra solución. Han decidido no decir nacía.
—¿Quiénes?
—Los turcos. ¡El barrio se ha vuelto mudo, joder! Habrá que arrancarles la verdad a pedazos.
—Pero ¿por qué lo hacen? — preguntó Paul con la voz rota- ¿Por qué no quieren ayudarnos?
El Cifra seguía contemplando los rostros de piedra. Su palidez competía con la de la lámpara cenital.
—¿Todavía no lo has comprendido? Protegen al asesino.
Entre sus brazos, ella había sido un río.
Una fuerza fluida, dúctil, desatada. Había pasado sobre las noches y los días como la corriente que acaricia las hierbas sumergidas, sin alterar su elasticidad y su languidez. Se había deslizado hacia sus manos atravesando el claroscuro de los bosques, los lechos de musgo, la sombra de los roquedos. Se había erguido frente a los calveros de luz que estallaban bajo sus párpados cuando sobrevenía el placer. Luego había vuelto a abandonarse con un movimiento lento, translúcida bajo sus manos…
A lo largo de los años, había habido estaciones distintas. Arrullos de agua, ligeros, cantarines. Crines de espuma agitadas por la cólera. Y vados, treguas durante las que no se tocaban. pero eran descansos deliciosos. Tenían la levedad de las cañas, la suavidad de los guijarros pulidos por el agua.
Cuando la corriente volvía a fluir y empujaba hacia las últimas riberas, sobre los suspiros y labios entreabiertos, siempre era para alcanzar mejor el placer único en el que todo era uno y el otro lo era todo.
—¿Lo comprende, doctora?
Mathilde Wilcrau dio un respingo. Miró hacia el sofá Knoll, que estaba a dos metros y era el único mueble de la habitación que no databa del siglo XVIII Había un hombre tumbado en él. Un paciente. Perdida en sus ensoñaciones, lo había olvidado por completo y no había escuchado una sola palabra de su historia.
—No, no lo comprendo -respondió tratando de disimular su desconcierto- Su formulación no es lo bastante precisa. Intente expresarlo con otras palabras por favor…
El hombre reanudó sus explicaciones con los ojos clavados en el techo y las manos entrelazadas sobre el pecho. Mathilde cogió una crema hidratante de un cajón procurando no hacer ruido. La frescura del producto sobre sus manos la devolvió a la realidad. Sus ausencias eran cada vez más frecuentes, cada vez más profundas. Había llevado la neutralidad del psicoanalista hasta sus últimas consecuencias: ya no estaba allí, literalmente. Antes escuchaba las palabras de sus pacientes con atención. Estaba pendiente de sus lapsus, sus vacilaciones, sus divagaciones. Piedrecillas blancas que le permitían remontar el curso de la neurosis, del trauma… Pero ¿ahora?
Guardó el tubo de crema y siguió repartiéndosela por los dedos. Nutrir. Refrescar. Aliviar. La voz del hombre ya no era más que un rumor que arrullaba su propia melancolía.
Sí: entre sus brazos, ella había sido un río. Pero los vados se habían multiplicado, las treguas habían sido cada vez más largas. Al principio, se había negado a preocuparse, a identificar en aquellas pausas los primeros signos de la degradación. Había cerrado los ojos con la sola fuerza de su esperanza, de su fe en el amor. Luego, un sabor a ceniza se posó en su lengua, un doloroso encorvamiento se apoderó de su cuerpo. Pronto, hasta sus venas parecían haberse secado y convertido en galerías minerales, sin vida. Se sentía vacía. Antes de que los corazones dieran nombre a la situación, los cuerpos ya habían hablado.
Luego, la ruptura se abrió paso hasta las conciencias y las palabras consumaron el movimiento: la separación se hizo oficial. Había comenzado la era de las formalidades; Hubo que presentarse ante el juez, calcular la pensión, organizar la mudanza. Ella estuvo irreprochable. Siempre alerta. Siempre responsable. Pero su cabeza ya no estaba allí. En cuanto podía, intentaba recordar, viajar por su interior, por su propia historia, asombrada de encontrar en su memoria tan pocas huellas, tan pocos vestigios del pasado. Todo su ser parecía un desierto abrasado, un emplazamiento arqueológico en el que solo unos cuantos surcos en la superficie de piedras demasiado blancas seguían evocando el ayer.
Se tranquilizó pensando en sus hijos. Ellos eran la encarnación de su destino, ellos serían su última fuente. Se agarró a aquella idea con todas sus fuerzas. Se olvidó de sí misma, se eclipsó ante sus últimos años de formación. Pero ellos también acabaron abandonándola. Su hijo se perdió en una ciudad extraña, minúscula e inmensa á la vez, formada únicamente por microchips y microprocesadores. Su hija, en cambio, se encontró a sí misma en los viajes y la etnología. Al menos, eso decía. Lo que tenía claro era que su camino estaba lejos de sus padres.
Así que a Mathilde no le quedó más remedio que interesarse por la única persona que quedaba a bordo: ella. Se dio todos los caprichos: vestidos, muebles, amantes… Hizo cruceros y escapadas a lugares con los que siempre había soñado. Pero fue en vano. Aquellas fantasías parecían acelerar su caída, precipitar su vejez.
La desertificación seguía haciendo estragos. La arena la devoraba poco a poco. No solo física, sino también emocionalmente. Se estaba volviendo dura, áspera con los demás. Sus juicios eran inapelables: sus posturas, intransigentes, radicales. La generosidad, la comprensión, la compasión, la abandonaban. La menor muestra de indulgencia le exigía un esfuerzo sobrehumano. Padecía una auténtica parálisis de los sentimientos que la volvía hostil hacia el resto del mundo.
Acabó rompiendo con sus amigos más íntimos y se vio sola, absolutamente sola. A falta de adversarios, se aficionó al deporte, para poder enfrentarse consigo misma. El camino de la superación la llevó al alpinismo, el remo, el parapente, el tiro… El entrenamiento se convirtió en un desafío permanente, en una obsesión que aliviaba sus angustias.
Todos aquellos excesos habían quedado atrás, pero su vida seguía estando jalonada de pruebas recurrentes. Cursillos de parapente en las Cévennes; ascensión anual de las «Gargantas», cerca de Chamonix; competición de triatlón en el valle de Aosta… A sus cincuenta y dos años, estaba en una forma física que habría hecho palidecer de envidia a cualquier adolescente. Y cada día contemplaba con un punto de vanidad los trofeos que relucían sobre su cómoda autentificada de la escuela de Oppenordt.
En realidad, la victoria que la colmaba de orgullo era otra; una hazaña íntima y secreta. Durante aquellos años de soledad, no había recurrido a los medicamentos ni una sola vez. Jamás había tomado un ansiolítico o un antidepresivo.
Todas las mañanas se miraba al espejo y se recordaba su proeza. La joya de su palmarés. Un certificado personal de resistencia que le probaba que no había agotado sus reservas de coraje y voluntad.
La mayoría de la gente vive esperando algo mejor.
Mathilde Wilcrau había dejado de temer lo peor.
Por supuesto, en medio de aquel desierto, le quedaba el trabajo. Su consulta en el hospital de Sainte-Anne y las sesiones con sus pacientes particulares. El estilo duro y el estilo flexible, como se dice en las artes marciales, que también había practicado. La atención psiquiátrica y la exploración psicoanalítica. Pero, a la larga, los dos polos habían acabado confundiéndose en la misma rutina.
Ahora su vida estaba jalonada por unos cuantos rituales, estrictos y necesarios. Una vez por semana comía con sus hijos, que ya no hablaban de otra cosa que de sus éxitos y el fracaso de sus padres. Los fines de semana. entre dos sesiones de entrenamiento, hacía la ronda de los anticuarios. Y los martes por la tarde asistía a los seminarios de la Sociedad de Psicoanálisis, donde también encontraba algunos rostros familiares. En su mayoría, antiguos amantes de los que había olvidado hasta el nombre y que siempre le habían parecido insulsos. Pero tal vez fuera ella la que le había perdido el gusto al amor. Como cuando nos quemamos la lengua y ya no diferenciamos los sabores de los alimentos.
Mathilde lanzó una mirada al reloj: solo quedaban cinco minutos para el final de la sesión. El hombre seguía hablando. Mathilde se removió en el sillón. Su cuerpo le anticipaba las sensaciones que se avecinaban: la sequedad de garganta cuando pronunciara las frases de conclusión tras el largo silencio; el suave rasgueo de su estilográfica sobre la agenda cuando anotara la próxima cita; el crujido del cuero cuando se levantara…
Minutos después, en el vestíbulo, el paciente se volvió hacia ella y, con voz teñida de angustia, le preguntó:
—¿Me he extendido demasiado, doctora?
Mathilde negó con una sonrisa y abrió la puerta. ¿Tan importante era lo que le había revelado hoy? Daba igual: la próxima vez se superaría. Salió al rellano y pulsó el interruptor.
Al verla, no pudo reprimir un grito.
La mujer, envuelta en un kimono negro, estaba acurrucada en el suelo. Mathilde la reconoció de inmediato: Anna no sé cuántos. La que necesitaba un buen par de gafas. Temblaba como una hoja. ¿Qué era aquella locura?
Mathilde empujó a su paciente hacia la escalera y se volvió irritada hacia aquella joven menuda y morena. No estaba dispuesta a tolerar que ninguno de sus pacientes se presentara de aquel modo, sin avisar, sin cita previa. La primera obligación de un buen psiquiatra era mantener limpia su puerta.
Se disponía a echarle un buen rapapolvo, cuando la mujer empezó a agitar una tomografía facial ante sus narices.