El policía jubilado blandió un carnet tricolor. Paul se estremeció: ¿de dónde había sacado aquella antigualla? Aquel detalle parecía confirmar el muevo estado de cosas: ahora quien llevaba la voz cantante era Schiffer. Corno para confirmarlo, el cincuentón se puso a hablar turco.
El gorila dudó, pero acabó levantando la mano para llamar a la puerta. Schiffer lo contuvo, hizo girar el pomo y, al tiempo que entraba, masculló por encima del hombro:
—Durante el interrogatorio, no quiero oírte respirar.
Paul hubiera debido bajarle los humos allí mismo, pero no era momento para discutir. Aquella entrevista sería su laboratorio.
—¡
Salaam aleiqum
, Marius!
El hombre repantigado en el sillón estuvo a punto de caerse de espaldas.
—¿Schiffer…? i
Aleiqum salaam
, hermano mío!
Marek Cesiuz ya había recuperado el aplomo. Se levantó y rodeó el escritorio de hierro esbozando una amplia sonrisa. Llevaba una camiseta de fútbol rojo y oro, los colores del equipo de Galatasaray. Escuchimizado, flotaba en la tela satinada al modo de una banderola en la tribuna de un estadio. Imposible adjudicarle una edad precisa. Su pelo rojo y gris evocaba cenizas mal apagadas; sus facciones estaban crispadas en una expresión de gélida alegría que le daba un aspecto siniestro de niño viejo; su piel cobriza acentuaba su semblante de autómata y se confundía con la herrumbre de su cabellera.
Los dos hombres se abrazaron con efusividad. El despacho, sin ventana y atestado de papelajos, estaba saturado de humo. La moqueta estaba llena de quemaduras de colillas. Los objetos de decoración parecían datar de los años setenta: archivadores plateados y lucernas redondeadas, taburetes en forma de tamtan, lámparas suspendidas como móviles, con tulipas cónicas.
Paul se fijó en el material de imprenta que ocupaba un rincón: una fotocopiadora, dos encuadernadoras, una guillotina… La parafernalia del militante político.
La estentórea risa de Marius ahogaba los lejanos latidos de la música.
—¿Cuánto hace?
—A mi edad, procuro no contar.
—Te echábamos de menos, hermano. Te echábamos de menos una barbaridad.
El turco hablaba un francés sin acento. Los dos hombres volvieron a abrazarse: la comedia entraba en su apogeo.
—¿Y los chicos? — preguntó Schiffer en tono burlón.
—Crecen demasiado deprisa. No les quito ojo. ¡Tengo miedo de que se tuerzan!
—¿Y mi pequeño Alí?
Marius lanzó un croché hacia el vientre de Schiffer, pero lo detuvo en seco antes de tocarlo.
—¡Es el más rápido!
De pronto, pareció advertir la presencia de Paul. Sus labios seguían sonriendo, pero sus ojos se helaron.
—¿Vuelves a la actividad? — le preguntó al Cifra.
—Simple consulta. Te presento a Paul Nerteaux, capitán de la DPJ.
Paul dudó y optó por tender la mano, pero nadie se la estrechó. Se miró la mano extendida en aquella habitación demasiado iluminada, llena de sonrisas hipócritas y olor a tabaco; luego, para salvar las apariencias, echó un vistazo a la pila de octavillas amontonada a su derecha.
—¿La prosa bolchevique de costumbre? — preguntó Schiffer.
—Los ideales son lo que nos mantiene vivos.
El policía retirado cogió una octavilla y tradujo en voz alta:
—«Cuando los trabajadores controlan los medios de producción…» -Soltó la carcajada-. Estás un poco mayor para estas gilipolleces.
—Estas gilipolleces nos sobrevivirán, amigo Schiffer.
—Siempre que alguien las siga leyendo.
Marius había recuperado su sonrisa completa, labios y pupilas al unísono.
—¿Un çay, señores?
Sin esperar respuesta, Marius cogió un termo enorme y llenó tres tazas de barro cocido. Las aclamaciones del público hicieron temblar las paredes.
—¿No estás harto de rockeros?
Marius volvió a sentarse al otro lado del escritorio, reclinó el sillón contra la pared y se llevó la taza a los labios parsimoniosamente.
—La música amansa a las fieras, hermano. Incluso esta. En mi país, los jóvenes siguen a los mismos grupos que los chavales de aquí. El rock es lo que unirá a las generaciones futuras. Lo que acabará con nuestras últimas diferencias.
Schiffer se apoyó en la guillotina y alzó la traza.
—¡Por el rock duro!
El cuerpo de Marius onduló bajo la camiseta del Galatasaray en un gesto que expresaba al mismo tiempo el regocijo y el cansancio.
—Schiffer, no has arrastrado el culo hasta aquí, en compañía de este chico, para hablar de música o de nuestros viejos ideales.
El Cifra se sentó en una esquina del escritorio y se quedó mirando al turco; luego sacó las macabras fotografías que contenía el sobre. Los rostros torturados se desplegaron sobre las pruebas de carteles. Marek Cesiuz retrocedió en su sillón.
—Pero ¿qué es esto, hermano?
—Tres mujeres. Tres cadáveres encontrados en tu barrio. Entre noviembre y hoy. Mi colega cree que se trata de obreras clandestinas. He pensado que tú podrías decirnos algo más.
El tono de Schiffer había cambiado. Parecía haber cosido las sílabas con alambre espinoso.
—No he oído nada al respecto -aseguró Marius.
Schiffer esbozó una sonrisa burlona.
—Desde el primer asesinato, el barrio no debe de hablar de otra cosa. Dinos lo que sepas, ganaremos tiempo.
El traficante cogió maquinalmente un paquete de Karo, los cigarrillos sin filtro locales, y sacó uno.
—Hermano, no sé de qué me hablas.
Schiffer se puso en pie y adoptó el tono de un charlatán de feria:
—Marek Cesiuz, emperador de la falsificación y la mentira, rey del tráfico y la trapisonda…
El Cifra soltó una carcajada estentórea que era también un rugido y clavó una mirada amenazante en su interlocutor:
—Desembucha, cabrón, antes de que pierda la paciencia.
El rostro del turco se endureció como si fuera de cristal. Irguió el cuerpo en el sillón y encendió el cigarrillo.
—No tienes nada, Schiffer. Ni una orden, ni un testigo, ni un indicio. Nada. Solo has venido a pedirme un consejo que no puedo darte. Te aseguro que lo siento. — Marius lanzó una larga bocanada de humo gris hacia la puerta-. Ahora, más vale que cojas a tu amigo, os marchéis y demos por zanjado este malentendido.
Schiffer se plantó en la maltratada moqueta, delante del escritorio.
—Aquí solo hay un malentendido, y eres tú. En este puto despacho todo es falso. Tus octavillas de los cojones. Te partes el pecho pensando en los últimos gilis que se pudren en las cárceles de tu país.
—¿Cómo te…?
—Tu pasión por la música. Para un musulmán como tú, el rock es una emanación de Satán. Si pudieras prenderle fuego a tu propia sala, no te lo pensarías dos veces. — Marius fue a levantarse, pero Schiffer volvió a sentarlo de un empujón-. Tus muebles atestados de papelajos, tus aires de hombre atareado… ¡Todo eso no oculta otra cosa que tus tráficos de negrero! — El viejo policía se acercó a la guillotina y acarició la cuchilla-. Y tú y yo sabemos que este juguete no te sirve más que para separar los ácidos que recibes en forma de pañuelos impregnados de LSD.-Schiffer abrió los brazos en un gesto de comedia musical e invocó al mugriento cielo raso-: ¡Oh, hermano mío, háblame de esas tres mujeres, antes de que ponga patas arriba tu despacho y encuentre con qué mandarte a Fleury para una larga temporada! — Marek Cesiuz no paraba de lanzar miradas a la puerta. El Cifra se colocó tras él y se inclinó hacia su oído-. Tres mujeres, Marius -recalcó masajeándole los hombros-. En menos de cuatro meses. Torturadas, desfiguradas y abandonadas en plena calle. Tú las trajiste a Francia. Entrégame sus fichas y nos largaremos.
Las lejanas pulsaciones del concierto llenaban el silencio. Parecía el corazón del turco latiendo en el vacío de su caja torácica.
—Ya no las tengo -murmuró.
—Por qué?
—Las he destruido. Tras la muerte de cada chica, hice desaparecer su ficha. Nada de huellas, nada de problemas.
Paul sintió crecer el miedo en su interior, pero agradeció la revelación. Por primera vez, el objeto de su investigación adquiría corporeidad. Las tres víctimas existían en tanto que mujeres: estaban cobrando vida ante sus ojos. Los Corpus eran inmigrantes ilegales.
Schiffer volvió a situarse frente al escritorio.
—Vigila la puerta —le dijo a Paul sin apartar la vista de Marius.
—¿C… cómo?
—La puerta.
Antes de que Paul pudiera reaccionar, Schiffer saltó sobre el turco y le aplastó la cara contra la esquina del escritorio. El hueso de la nariz crujió como una nuez entre los dientes de un cascanueces. El policía retirado le levantó la cabeza y la hizo chocar contra la pared. La sangre chorreaba por el rostro del turco.
—¡Las fichas, cabrón!
Paul se abalanzó hacia Schiffer, pero este lo rechazó de un empujón. Paul se llevó la mano a la pistolera, pero la negra boca de un Manhurin 44 Magnum lo petrificó. El Cifra había soltado a Marius y desenfundado en un visto y no visto.
—Te he dicho que vigiles la puerta.
Paul estaba estupefacto. ¿De dónde salía aquella pipa? Marius había aprovechado la confusión para deslizarse en su sillón con ruedas y abrir un cajón.
—¡A su espalda!
Schiffer giró en redondo y lanzó el cañón del Manhurin contra el rostro del turco. Marius dio una vuelta completa sobre el asiento y cayó de bruces sobre una pila de octavillas. El Cifra lo agarró de la camiseta y le clavó el cañón del arma bajo el mentón.
—Las fichas, turco de mierda. Si no, te juro que te mato.
Marek temblaba a sacudidas; la sangre burbujeaba entre sus dientes rotos, pero la expresión de regocijo no había desaparecido de su rostro. Schiffer enfundó y lo arrastró hasta la guillotina.
A su vez, Paul sacó la pistola y gritó:
—¡Basta!
Schiffer levantó la cuchilla y colocó la mano derecha del turco debajo.
—¡Dame las fichas, saco de mierda!
—¡DETÉNGASE O DISPARO!
El Cifra ni siquiera lo miró. Empujó lentamente la cuchilla. La piel de las falanges se arrugó bajo el filo y la sangre manó en forma de pequeñas burbujas negras. Marius gritó, pero no tan fuerte como Paul:
—¡¡¡SCHIFFER!!!
Tenía el arma agarrada con las dos manos y a Schiffer en el punto de mira. Tenía que disparar. Tenía…
La puerta se abrió violentamente a sus espaldas. Paul salió despedido hacia delante, rodó sobre sí mismo y quedó tumbado boca arriba, con la espalda contra el escritorio de hierro y la cabeza hacia la puerta.
Los dos gorilas iban a desenfundar cuando la sangre los salpicó. Un silbido de hiena llenó el despacho. Paul comprendió que Schiffer había acabado el trabajo. Apoyó una rodilla en el suelo y, agitando la pistola hacia los turcos, gritó:
—¡Atrás!
Hipnotizados por la escena que se desarrollaba antes sus ojos, los guardaespaldas no se movieron. Temblando de pies a cabeza, Paul se levantó y les apuntó a la cara con el 9 milímetros…
—¡Atrás he dicho, coño!
Les clavó el cañón en el pecho y, poco a poco, consiguió hacerlos retroceder hasta el umbral. Luego volvió a cerrar la puerta, apoyó la espalda contra la hoja y contempló al fin la pesadilla en acción.
Marius sollozaba de rodillas con la mano atrapada en la guillotina. La hoja no le había seccionado los dedos completamente, pero las falanges estaban a la vista, con la carne abierta sobre los huesos. Schiffer seguía agarrando el mango, con el rostro desfigurado por una mueca sardónica.
Paul enfundó el arma. Tenía que calmar a aquel loco. Iba a acercarse, cuando el turco tendió la mano sana hacia uno de los archivadores plateados, situado junto a la fotocopiadora.
—¡Las llaves! — ladró Schiffer.
Marius intentó coger el manojo que llevaba colgado al cinturón. El Cifra se lo arrancó y fue pasando llaves delante de sus narices. El turco señaló la que abría la cerradura del archivador con un movimiento de cabeza.
El viejo policía puso manos a la obra. Paul aprovechó para liberar a su víctima. Levantó con cuidado la hoja, surcada de franjas rojizas. El turco se derrumbó al pie de la guillotina y se encogió en el suelo gimoteando:
—Hospital… hospital…
Schiffer se volvió con expresión de triunfo. Sostenía una carpe de cartón atada con una cinta. La abrió a toda prisa y encontró las fichas y las polaroid de las tres víctimas.
Paul seguía en estado de shock, pero comprendió que habían ganado.
Tornaron la salida de emergencia y corrieron hasta el Golf. Paul arrancó sin mirar y a punto estuvo de chocar con otro coche que pasaba en ese momento.
Apretó el acelerador, torció a la derecha y entro en la rue Lucien-Samapaix. No tardó en comprender que iba en dirección prohibida y dio otro volantazo, esta vez a la izquierda, para tornar el boulevard Magenta.
La ciudad temblaba ante sus ojos. Las lagrimas se aliaban con la lluvia del parabrisas para nublarle la vista. Apenas distinguía las luces de los semáforos, que sangraban como heridas tras la cortina de agua.
Pasó el primer cruce sin detenerse y luego el segundo, en medio de un estrépito de frenazos y bocinazos. Paró ante el tercer semáforo. Durante unos segundos, un zumbido llenó su cabeza; luego, supo lo que tenía que hacer.
Verde.
Aceleró sin desembragar, caló, soltó una maldición.
Iba a accionar la llave de contacto, cuando oyó la voz de Schiffer:
—¿Adónde vas?
—A comisaría -farfulló Paul-. Estás detenido, pedazo de salvaje.
Al otro lado de la plaza, la estación del Este brillaba como un trasatlántico. Paul acababa de arrancar cuando Schiffer estiró la pierna y apretó el pedal del acelerador.
—Maldito hijo de…
Schiffer agarró el volante y tiró de él hacia la derecha. El coche se lanzó hacia la rue Sibour, una calleja en diagonal que bordea la iglesia de Saint-Laurent. El Cifra volvió a tirar del volante con una sola mano e hizo que el Golf saltara sobre la mediana del carril para bicicletas y chocara contra el bordillo de la acera.
Paul se clavó el volante en las costillas. Resolló, tosió y se cubrió de sudor. Cerró el puño y se volvió hacia su acompañante dispuesto a destrozarle la mandíbula.
La palidez de Schiffer lo disuadió. Había vuelto a envejecer veinte años. El perfil de su rostro se fundía con la línea del flácido cuello. Sus ojos se habían vuelto tan vidriosos que parecían transparentes. Tenía el rostro de un cadáver.