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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (40 page)

BOOK: El Instante Aleph
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El tubo de acero enterrado emergió arrastrando un corto segmento de fibra óptica cubierto de sangre. Me volví y escupí un líquido ácido. Afortunadamente, nada más.

Esperé a que dejaran de temblarme los dedos, lo limpié todo con la camisa y destornillé la cubierta exterior dejando el puerto al descubierto, desnudo. Se parecía más a una circuncisión que a una faloplastia, aunque suponía demasiados problemas para consumar una penetración de un milímetro. Me guardé el prepucio metálico en el bolsillo, localicé el puerto del mamparo y volví a intentarlo.

Unas letras blancas sobre fondo azul, grandes y alegres, aparecieron delante de mí. Aunque no deslumbraran, resultaron muy chocantes.

Mitsubishi Shangai Marine

Modelo LMHDV-12-5600

Opciones de emergencia:

B - lanzar bengalas

S - activar señal de socorro

Tecleé todos los códigos posibles de escape, esperando encontrar un menú más amplio, pero aquélla era la lista completa de opciones. Las fantasías gloriosas, que no me había atrevido a albergar, consistían en alcanzar el ordenador principal del barco, conseguir acceso inmediato a la red y archivar la confesión grabada de los CA en veinte sitios seguros, mientras mandaba copias a todos los asistentes del congreso Einstein. Este puerto no era nada más que los restos de un sistema de emergencia que, probablemente, se incluyó en el diseño para cumplir las normas vigentes de seguridad y que los propietarios olvidaron al equipar el barco con un sistema de navegación y comunicaciones apropiado.

¿Lo olvidaron o lo desconectaron?

Hice el gesto de teclear la «S».

El texto de la emisión de la llamada de socorro fluyó por la pantalla virtual. Transmitía el modelo del barco, el número de serie, la latitud y la longitud —si recordaba el mapa de Anarkia correctamente estábamos más cerca de la isla de lo que pensaba— y decía que los «supervivientes» estaban en la bodega principal. De repente tuve la sospecha de que si nos molestáramos en buscar por el resto de la bodega, encontraríamos otro panel que ocultaba dos botones rojos del tamaño de puños con las palabras SOCORRO y BENGALAS inscritas, pero prefería no pensar en ello.

En algún lugar de cubierta empezó a sonar una sirena.

—¿Qué has hecho? —Kuwale estaba consternada—. ¿Activar la alarma de incendios?

—He emitido la señal de socorro; pensé que tirar bengalas podría ocasionarnos algún problema. —Cerré el panel y empecé a abotonarme la camisa ensangrentada, como si sirviera de algo intentar ocultar las pruebas.

Oí a alguien correr por la cubierta. Unos instantes después se apagó la sirena, se entreabrió la escotilla y Tres se asomó. Llevaba una pistola, de forma casi descuidada.

—¿De qué creéis que servirá eso? Ya hemos enviado el código de falsa alarma; nadie prestará atención. —Parecía más divertido que enfadado—. Lo único que tenéis que hacer es sentaros y dejar de joder. Pronto os liberaremos, así que ¿por qué no cooperáis un poco?

Desenrolló la escala de cuerda y bajó, solo. Miré la franja de cielo pálido del amanecer detrás de él; distinguía un satélite que se apagaba, pero no tenía modo de alcanzarlo.

—Sentaos y ataos los pies juntos —dijo Tres mientras nos lanzaba dos trozos de cuerda—. Hacedlo bien y quizá os dé algo para desayunar. —Dio un gran bostezo y luego se giró y gritó—: ¡Giorgio! ¡Anna! ¡Echadme una mano!

Kuwale corrió hacia él; se movió con una rapidez que no había visto en mi vida. Tres levantó la pistola y le disparó en el muslo. Kuwale se tambaleó e hizo una pirueta mientras se movía hacia delante. Tres continuó apuntándole con la pistola hasta que a Kuwale se le doblaron las rodillas e inclinó la cabeza. Cuando la reverberación del disparo se apagó en mi cráneo, oí su respiración entrecortada.

Me levanté e insulté a Tres, apenas consciente de lo que decía. Estaba enajenado; quería coger la bodega, el barco y el océano y barrerlos como si fueran telarañas. Me adelanté mientras agitaba los brazos de manera salvaje y gritaba obscenidades. Tres me miró perplejo, como si no entendiera a qué venía tanto follón. Di otro paso y me apuntó con la pistola.

Kuwale saltó y lo derribó. Antes de que pudiera levantarse se le tiró encima, lo atrapó por los brazos y golpeó su mano derecha contra el suelo. Durante un instante me quedé paralizado; estaba convencido de que la lucha era inútil, pero luego corrí a ayudar.

Tres debía de ser la viva imagen de un padre indulgente jugando con dos niños belicosos de cinco años. Tiré del cañón de la pistola que sobresalía de su inmenso puño, pero el arma parecía incrustada en un bloque de piedra. Parecía dispuesto a ponerse de pie en cuanto recuperara el aliento; el cuerpo esbelto de Kuwale no sería ningún impedimento.

Le di una patada en la cabeza y protestó indignado. Seguí atacando la misma zona repetidas veces, mientras vencía mi repugnancia. Se le abrió la piel bajo un ojo y enterré el talón en la herida a la vez que me agachaba y tiraba del arma. Gritó de dolor, la soltó y medio incorporado lanzó a Kuwale a un lado. Disparé al suelo detrás de mí con la esperanza de desanimarlo y evitar que me obligara a usar el arma contra él. Otro disparo resonó arriba y miré hacia allí. Diecinueve (¿Anna?) estaba tumbada boca abajo y se asomaba por la trampilla.

Apunté a Tres con la pistola mientras retrocedía unos pasos. Me miraba, ensangrentado y enfadado, pero con curiosidad; intentaba entender mis acciones sin sentido.

—Quieres que Mosala «deshaga» el mundo, ¿verdad? —Se rió y negó con un gesto—. Llegas demasiado tarde.

—Nada de esto es necesario —gritó Anna—. Por favor, tira el arma y volveréis a Anarkia dentro de una hora. Nadie quiere haceros daño.

—Tráeme una agenda —grité—. Ya. Dispones de dos minutos antes de que le vuele los sesos. —Lo decía en serio, por lo menos mientras hablaba.

Anna se alejó del borde y oí un murmullo de voces enfadadas mientras hablaba con los otros.

Kuwale se arrastró hasta mí. Su herida sangraba mucho; la bala no le había dado en la arteria femoral, pero respiraba con dificultad. Necesitaba ayuda.

—No lo harán —dijo Kuwale—. Seguirán intentando ganar tiempo; ponte en su lugar.

—Tiene razón —dijo Tres con calma—. No importa que mi vida esté en juego; si Mosala se convierte en la Piedra Angular, moriremos todos. Si intentas salvarla, no tienes nada con qué negociar, porque cualquier cosa con la que los amenaces se cumplirá, accedan o no.

Miré hacia cubierta; todavía los oía discutir, pero si tenían tanta fe en su cosmología como para matar a Mosala, destrozar sus vidas y convertirse en fugitivos con pretensiones de superioridad moral escondidos en la zona rural de Mongolia o el Turkistán sin siquiera un porcentaje sobre los derechos de emisión... la amenaza de una muerte más no iba a hacer mella en su convicción.

—Creo que vuestro trabajo necesita una revisión urgente.

Le pasé el arma a Kuwale, me quité la camisa y se la até alrededor del muslo. Yo había dejado de sangrar y el tejido cicatrizante rasgado rezumaba un bálsamo incoloro de antibióticos y coagulantes.

Regresé al panel de control y me conecté de nuevo. No podían anular el sistema de emergencia porque era independiente del ordenador. Repetí el mensaje de socorro y disparé las bengalas. Oí tres silbidos fuertes de gas y un resplandor actínico despiadado avanzó por el otro mamparo, desplazando la luz suave del amanecer. La pátina marrón de manchas de algas nunca había recibido una iluminación mejor y perdió su función de camuflaje. Vi los bordes de otro compartimiento empotrado: el hueco negro que rodeaba la cubierta de protección resaltaba de forma descarnada. Miré dentro; había dos botones grandes, como sospechaba, y también una toma de aire de emergencia. Al inspeccionarlo mejor vi un logotipo críptico casi borrado, incomprensible para personas de cualquier idioma y cultura, a través de las manchas de la puerta del compartimiento.

La conversación de arriba había cesado. Esperaba que no les entrara pánico y nos atacaran.

A Tres pareció tentarle decir algo desdeñoso, pero mantuvo la boca cerrada. Miraba a Kuwale con nerviosismo; quizá había llegado a la conclusión de que éil era el auténtico fanático que deseaba el fin de todo, y yo sólo alguien a quien Kuwale había embaucado.

La bengala alcanzó su cenit y la luz llenó la bodega.

—No lo entiendo —dije—. ¿Podéis llegar al extremo de asesinar a una fem inocente sólo porque un ordenador os diga que puede desencadenar el Apocalipsis? —Tres ponía la cara de indiferencia con la que se obsequia a los locos—. Tenéis una teoría que puede tragarse cualquier TOE, de acuerdo. Un sistema que puede llegar más lejos que las leyes físicas. Pero no os engañéis: no es una ciencia. Igual podríais haber tropezado con un sistema numerológico para hacer que «Mosala» equivaliera a seis-seis-seis.

—Pregunta a Kuwale si todo es un rollo cabalístico —dijo Tres con suavidad—, pregúntale sobre Kinshasa en el cuarenta y tres.

—¿Cómo?

—Eso es sólo una mierda apócrifa. —Kuwale estaba empapada en sudor y mostraba síntomas de estar a punto de entrar en estado de shock. Le cogí la pistola y fue a sentarse contra el mamparo.

—Pregúntale cómo murió Muteba Kazadi —insistió Tres.

—Tenía setenta y ocho años —dije mientras intentaba recordar lo que habían escrito los biógrafos sobre su muerte; dada su edad, no había prestado mucha atención—. Creo que las palabras que buscas son «hemorragia cerebral».

Sentí un escalofrío al oír la risa incrédula de Tres. Por supuesto que había algo más que pura teoría de la información detrás de sus creencias: también contaban con al menos una muerte mítica debida al conocimiento prohibido para dar validez a todo y convencerse de que la abstracción tenía dientes.

—De acuerdo —dije—, pero si Muteba no deshizo el universo con sus acciones, ¿por qué iba a hacerlo Mosala?

—Muteba no era un teórico de las TOE; no podría haber sido la Piedra Angular. Nadie sabe exactamente qué hacía; se han perdido todas sus notas. Pero algunos pensamos que encontró una forma de mezclar la física con la información y, cuando lo hizo, el shock lo mató.

Kuwale resopló con sorna.

—¿Qué significa «mezclar la física con la información»? —pregunté.

—Cualquier estructura física contiene información —dijo Tres—, pero normalmente, las leyes de la física controlan el funcionamiento de la estructura. —Sonrió—. Suelta una Biblia y una copia de los
Principia
, y caerán al suelo a la vez. El hecho de que las leyes de la física sean «información» en sí mismas es invisible e irrelevante. Son tan absolutas como el espaciotiempo newtoniano: un escenario fijo y no un personaje.

»Pero nada es puro ni independiente. El tiempo y el espacio se mezclan a altas velocidades; las posibilidades macroscópicas se mezclan a nivel cuántico; las cuatro fuerzas fundamentales se mezclan a altas temperaturas, y la física y la información se mezclan por medio de un proceso desconocido. El grupo de simetría no está claro, por no hablar de los detalles de su dinámica. Pero el proceso podría desencadenarse tanto por medio del conocimiento puro, el conocimiento de la propia cosmología de la información cifrado en una mente humana, como por una situación física extrema.

—¿Con qué efecto?

—Es difícil saberlo. —A la luz de la bengala, su cara parecía envuelta en un saco amniótico negruzco—. Quizá deje al descubierto la unificación más profunda y revele con precisión que la física se crea a partir de su explicación... y viceversa. Cambiaría el sentido del vector, de forma que toda la maquinaria oculta quedaría a la vista.

—¿Seguro? Si Muteba hubiera tenido esa gran revelación cósmica, ¿cómo puedes saber que no se convirtió en la Piedra Angular justo antes de morir?

Sabía que sería una pérdida de tiempo, pero no podía abandonar mi intento de salvar a Mosala.

—Lo sé. —Tres sonreía ante mi ignorancia—. He visto modelos de un cosmos de la información con una Piedra Angular que las mezcló y no vivimos en un universo así.

—¿Por qué?

—Porque después del Instante Aleph arrastraría consigo a todos los demás de forma exponencial: se mezclaría una persona, luego dos, cuatro, ocho... Si eso hubiera sucedido en el cuarenta y tres, a estas alturas, ya habríamos seguido todos a Muteba Kazadi. Todos sabríamos de primera mano qué lo mató.

La bengala descendió, quedó fuera de nuestra vista y el mundo volvió a hundirse en la penumbra. Invoqué a
Testigo
y mis ojos se adaptaron a la luz ambiental de inmediato.

—¡Andrew! —dijo Kuwale—. ¡Escucha!

Era un sonido grave de pulsos rítmicos que atravesaba el casco y cuya intensidad iba en aumento. Había aprendido por fin a reconocer un motor MHD y aquél no era el nuestro.

Esperé angustiado por la incertidumbre. Me temblaban las manos tanto como a Kuwale. Después de unos minutos oímos gritos lejanos. No podía distinguir las palabras, pero había voces nuevas con acento polinesio.

—Mantened la boca cerrada o tendrán que matarlos a todos —dijo Tres con calma—. ¿O es que Mosala vale más para vosotros que unos cuantos granjeros?

Lo miré aturdido. ¿Pensaría lo mismo el resto de los CA? ¿Con cuántas muertes tendrían que cargar antes de admitir que podían estar equivocados? ¿O se habían rendido incondicionalmente a un cálculo moral en el que incluso la mínima oportunidad de «deshacer» el universo justificaba todos los crímenes y atrocidades?

Las voces se acercaron y el motor se detuvo. Sonaba como si el barco de pesca se hubiera puesto a nuestro lado, pero podía oír otro más alejado.

—Pero os alquilé el barco, así que es responsabilidad mía. El sistema de emergencia no debería fallar —oí que decía alguien. Era una voz profunda de fem y sonaba asombrada, razonable e insistente. Miré a Kuwale; tenía los ojos cerrados y los dientes firmemente apretados. Verle sufrir de esa manera me dolía; no me acababa de creer lo que empezaba a sentir por éil, pero ésa no era la cuestión. Necesitaba que le curaran, teníamos que escapar.

Pero si pedía ayuda, ¿a cuántas personas pondría en peligro?

Oí que se aproximaba un tercer barco. «Socorro... Falsa alarma... Socorro... Bengalas.» Parecía que la flota local pensaba que era bastante extraño, hasta el punto de venir a echar un vistazo. Incluso si no estaban armados, superaban en número de forma abrumadora a los CA.

—Aquí dentro —grité alzando la cabeza.

BOOK: El Instante Aleph
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