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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (39 page)

BOOK: El inventor de historias
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—¿Le interesa mi historia?

—Me interesan todas las historias del mundo, amigo mío. Especialmente la de usted. Su habilidad con el piano. Su capacidad de seducción. El motivo de su traslado a La Habana… y ese castillo que vimos antes de llegar a Vilabranca.

Pedro Almeiras se puso en pie y miró por la ventana.

—Va a llover otra vez —dijo.

—¿No va a contarme nada?

El otro negó con la cabeza.

—En otra ocasión. Ahora es mejor que descansemos.

Linus Daff se encogió de hombros.

—Como prefiera. Pero recuerde que me debe usted una historia.

Aquella noche, después de muchos años sin hacerlo, Pedro Almeiras soñó otra vez con el castillo de su infancia, donde su abuelo le contaba viejas historias familiares y el padre, Gaspar Almeiras, mandaba callar al mar todos los días, de cuatro a siete de la tarde, para que el ruido de las olas no interrumpiese sus ejercicios de piano. Entonces, la fortaleza de los condes de Trava quedaba suspendida en el silencio durante tres horas, y mientras el niño Pedro desarrollaba su habilidad para la música no se escuchaba ni el más leve susurro en todo el castillo. Dos cosas recordaba Pedro de su niñez casi feliz: las tardes eternas pasadas a la fuerza frente al teclado de marfil, y la figura amable del abuelo, Henrique Almeiras. El padre había decidido consagrar su tiempo y sus esfuerzos a la educación de Juan Francisco, primogénito de la familia, que había nacido cinco años antes que Pedro y heredaría por tanto el título nobiliario y la condición de cabeza de la estirpe. Gaspar Almeiras relegó sin muchos miramientos al hijo segundón, y sólo su rara habilidad frente al piano servía al pequeño Pedro para llamar la atención del autor de sus días. Como Pedro era huérfano de madre desde los tres años, el abuelo asumió por cuenta propia la tarea de educar a su nieto, y se ocupó de dar al niño lo que el anciano consideraba imprescindible en la formación de un Almeiras: el orgullo por el origen de sus apellidos, que se remontaba a la dinastía sueva, el gusto por los caballos y el desprecio a la mentira. La historia de la familia se la enseñó casi antes de que Pedro fuese capaz de hablar, inclinados ambos sobre un árbol genealógico de ramas retorcidas que iban enganchándose en otros apellidos y otras familias, que iban dando el fruto de nombres complicados hasta llegar al suyo, Pedro, Pedro Almeiras, el último descendiente de una saga cuyo pasado cargado de historia llegó a conocer, a honrar y a respetar tanto como había querido su abuelo. Henrique Almeiras le enseñó también a montar a caballo. El anciano había sido un apasionado de los nobles brutos, y ya que la edad y la artritis le impedían galopar por los prados cercanos, se había hecho construir un agujero en el suelo de su salón particular, situado justo encima de las cuadras, para así pasar los días vigilando a sus monturas, que rumiaban en silencio y miraban con nostalgia a su antiguo jinete fijando en él sus dulces ojos pardos. Pedro empezó a cabalgar muy pronto, y a los ocho años ya era capaz de montar con mucho brío a una yegua de raza árabe que había sido regalo de su abuelo.

—Mírala a los ojos —le había dicho al entregársela—, mírala a los ojos y busca cosas en ellos. Así te querrá siempre.

Era verdad. El niño aprendió a escrutar con sus pupilas azules los ojos oscuros de la yegua, y luego también los de los otros caballos. Enseguida entendió que los animales amaban más a aquel que sabía mirarlos, y andando el tiempo supo que ocurría algo muy parecido con las personas. Así que el niño Pedro se instruyó a sí mismo en el arte de la mirada, y el abuelo pensaba algunas veces que aquellos ojos suyos eran capaces de ver el alma de las cosas.

Cuando Pedro empezó a demostrar sus habilidades como jinete, Gaspar Almeiras se preocupó: las muñecas de su hijo, pequeñas y dulcificadas por los ejercicios de piano, podían endurecerse por culpa de la equitación. Cuando un médico amigo confirmó que, en efecto, el manejo de las bridas era incompatible con el virtuosismo delante del teclado, Gaspar Almeiras prohibió formalmente a su hijo que volviera a acercarse a su montura. Una muñeca rota, un brazo lesionado, darían al traste durante meses con las prácticas musicales, y era necesario que el pequeño Pedro no interrumpiese la disciplina del piano. Así que, para disgusto del abuelo y del nieto, el padre restringió el acceso del niño a las caballerizas de la casa, y en adelante Pedro y su abuelo tuvieron que conformarse con mirar los caballos desde el gabinete del anciano.

Aunque tuvo que renunciar a hacer del nieto un buen jinete, Henrique Almeiras se propuso convertir al niño en el más puro Almeiras de la estirpe. Pedro aprendió de memoria la intrincada genealogía de sus antepasados, la historia de su patria y de la patria de otros Almeiras, las leyendas apócrifas o no relacionadas con su familia, las estrategias militares favoritas de sus ancestros, los nombres antiguos de los territorios conquistados. El abuelo le hablaba también de las cualidades morales que había de tener para ser digno de su nombre y su pasado, de la obligación de la generosidad, de la capacidad para el perdón, y sobre todo, de la renuncia a la mentira.

—Sólo mienten los cobardes, Pedro. Y tú eres un Almeiras. Los Almeiras no tienen miedo. ¿Por qué habrían de tenerlo, si no deben nada a nadie y de nadie esperan cosa alguna?

Y el niño escuchaba hablar al abuelo y asentía en silencio, antes de que el padre acudiese al gabinete para reclamar su presencia en el salón de música. Luego, mientras tocaba al piano las piezas más difíciles, Pedro recordaba las palabras de Henrique Almeiras y se hacía el firme propósito de seguir escrupulosamente las instrucciones del anciano, honrar su casa y su nombre, llevar la frente erguida y la verdad en la boca.

Henrique Almeiras murió un otoño, poco antes de que Pedro cumpliese los once años. La falta del abuelo dejó en el niño una desolada impresión de soledad, que aumentó cuando una mañana de noviembre entró en el gabinete que ocupaba y encontró que su padre había hecho tapiar el agujero de comunicación con las cuadras. Gaspar Almeiras justificó su acción diciendo que aquel boquete llevaba el olor a estiércol a toda la casa, pero Pedro entendió que había una especie de traición en aquel gesto, como si el padre estuviese empeñado en borrar a toda costa el recuerdo del abuelo variando su espacio vital, arrebatando al castillo la señal de identidad del hombre que fuera su dueño. Tapado el agujero de comunicación con las cuadras, Pedro no volvió a ver a los caballos nunca más: había prometido a su padre no regresar a las caballerizas, y tenía que mantener su palabra contra viento y marea. La tarde que entró en el gabinete de Henrique Almeiras a buscar los ojos de su yegua y encontró el yeso aún fresco separándole para siempre de los establos, Pedro Almeiras entendió la gravedad del compromiso adquirido con el abuelo, y cómo su promesa de no mentir le iba a obligar a hacer grandes renuncias en la vida.

La rutina del niño transcurrió desde entonces marcada por la ausencia de Henrique Almeiras y la añoranza de su figura protectora, y por las tardes de silencio inclinado frente al piano. Siguió estudiando por cuenta propia el arte de la mirada, y al mismo tiempo que aprendía a dominar las piezas más difíciles hasta tocarlas sin partitura ejercitaba también su habilidad para sondear a los otros utilizando sus ojos, buscando en los ojos ajenos señales que sólo él era capaz de descifrar, y aquellos que le conocían se decían a sí mismos que era imposible no apreciar a aquel muchacho que ponía tanta atención en los ojos de otro, que sostenía todas las miradas sin desafiarlas, que parecía siempre dispuesto a encontrar con sus ojos las virtudes que transmitían los ojos de los demás. En los años sucesivos, Pedro Almeiras se convirtió en un virtuoso del piano y en utilizar la mirada como arma de seducción. En los últimos tiempos sus pupilas diáfanas habían adquirido un tono azul mucho más intenso, y él pensaba a veces que era de tanto mirar el mar cercano al castillo en las tardes de bonanza.

De haberse cumplido los designios del cabeza de familia, Pedro Almeiras hubiese estudiado teología en la Universidad de Compostela antes de ordenarse como sacerdote y hacer carrera en la Curia Romana, porque Gaspar Almeiras abrigaba el deseo secreto de tener un hijo cardenal, pero Pedro se negó en redondo a uncir su destino al de la Santa Madre Iglesia cuando su padre le expuso como cosa hecha los planes que había trazado. Gaspar Almeiras no supo cómo entender la determinación del hijo, y trató de convencerlo con argumentos bien hilados, glosando ante él las ventajas de los dignatarios de la iglesia, la vida cómoda y regalada de obispos y arzobispos (porque en ningún modo un Almeiras hubiese pasado por la etapa vergonzante de cura rural), la consideración de la que gozan los altos empleados de Cristo, de las prerrogativas inherentes al cargo de consejero papal. Le habló de la magnífica biblioteca vaticana a la que llegaría a tener acceso, del sonido incomparable de la seda de la púrpura cardenalicia al rozar los mármoles nobles de los edificios clericales de Roma, del sentimiento de poder que experimentan aquellos que, en última instancia, son responsables de elegir un nuevo pontífice, y, al tiempo que hablaba, Gaspar Almeiras iba imaginando a su hijo entregado a concienzudas deliberaciones para colocar a un mortal en el trono de San Pedro mientras la cristiandad de todo el orbe esperaba ver surgir la fumata blanca.

—Piensa, hijo, piensa —le decía—. ¿Qué más puedes desear?

Pero Pedro Almeiras nunca había deseado nada. Era plenamente consciente de la difícil posición que queda a los hijos segundones en familias como la suya, y por eso trató de aprender a aplacar las inclinaciones y los deseos propios. Había sido un niño tranquilo y pacífico, de naturaleza dócil y poco inclinado a ningún conato de rebeldía, que lo mismo se plegaba a las decisiones paternas que a los caprichos inexplicables del hermano mayor. Cuando el autor de sus días le comunicó que deseaba para él una carrera en Roma, Pedro Almeiras dijo no seguramente por primera vez en su vida, y el padre supo que había una verdadera determinación en las palabras de su hijo. No cruzó una sola palabra con él durante varios días, porque Gaspar Almeiras no era hombre de tolerar desafíos, pero lo cierto es que aquella actitud de su hijo menor le había soprendido tanto que su capacidad de reacción quedó casi anulada. Quince días después entendió como una señal divina la negativa de Pedro, porque un amigo inglés de apellidos casi tan largos como los suyos y fortuna sensiblemente superior a la de los Almeiras le insinuó la posibilidad de unir las dos familias en un matrimonio de conveniencia: su hija Stella acababa de cumplir los diecisiete años, manifestaba un amor desmedido por la tierra española y él mismo deseaba aposentar sus reales lejos de la pérfida Albión. Al inglés le gustaba la sonoridad del apellido Almeiras y el castillo familiar, y uncir su nombre y el destino de su hija a una estirpe como aquélla le parecía el mejor de los arreglos, así que habló con su antiguo amigo.

—Con vuestros títulos y nuestra riqueza formaremos una raza fuerte —había dicho a Gaspar Almeiras—. Hubiera preferido ver a Stella casada con tu hijo mayor, pero ya que alguien se nos ha adelantado no tengo inconveniente en que sea Pedro quien la lleve al altar.

Los padres sellaron el compromiso con un apretón de manos, antes siquiera de que los dos jóvenes llegaran a conocerse. Les presentaron tres días después en el castillo de los Almeiras: Stella era una muchacha rubia y triste, bonita y delicada, que no llegó a sucumbir ante la mirada de Pedro sencillamente porque nunca se atrevió a mirarle a los ojos. El joven Almeiras trató a la chica con mucha gentileza, pero le bastaron segundos para comprender que no iba a amarla nunca. Aquella misma noche se lo dijo a su padre cuando éste le comunicó los deseos de la familia de celebrar los esponsales de ambos.

—Eso es lo de menos —respondió Gaspar Almeiras cuando Pedro le dijo que no se sentía capaz de querer a Stella—, el amor es sólo un elemento secundario en estas bodas.

—No estamos en la Edad Media.

Gaspar Almeiras se puso de pie.

—Pedro…, ¿estás diciéndome que no piensas casarte con Stella?

—¿Por qué iba a hacerlo, si no la quiero?

Gaspar Almeiras sonrió ante la inocencia de su hijo.

—Vamos a ver, hijo… No se te oculta que tu hermano heredará la mayor parte de las tierras, y también del dinero de la familia. ¿Sabes cuál es la dote de Stella?

Pedro quedó en silencio y luego buscó los ojos del padre.

—Entonces… el matrimonio con esa chica sería una completa mentira.

—Como tantas otras por las que tendrás que pasar en tu vida adulta. No hace falta que la quieras, hijo. Preocúpate simplemente de que la gente así lo crea. Y luego, haz con tu vida lo que te plazca.

Pedro bajó los ojos y paseó su mirada limpia por la habitación. El recuerdo del abuelo llegó, y como otras veces bastó para llenarlo todo. El joven sintió una extraña opresión en el pecho.

—No voy a hacerlo.

—¿Cómo dices?

—Que no me caso con Stella, padre. Hacerlo sería mentir.

Gaspar Almeiras estaba a punto de perder la poca paciencia que tenía.

—¿Mentir? ¿A quién?

Pedro Almeiras se encogió de hombros.

—No lo sé muy bien. Pero si el abuelo viviera…

El conde de Trava tuvo que apretar los puños para no abofetear a su hijo menor.

—Mira, Pedro… tu abuelo está muerto. Y harías bien en sacarte de la cabeza todas las majaderías que te enseñó mientras vivió en esta casa. Escucha lo que voy a decirte: te casarás con Stella dentro de tres meses… y si no te parece bien, ahí tienes la puerta. Te doy dos días para pensarlo.

No le hizo falta tanto. Aquella misma noche, cuando ya todos estaban dormidos, Pedro Almeiras salió del castillo de Trava. Llevaba consigo un baúl en el que había guardado sin dificultad sus dieciocho años de vida, unas cuantas partituras de piano y una cantidad de dinero en monedas de oro que su abuelo le había entregado unos días antes de morir. En el camino real esperó hasta el alba la llegada de un coche de caballos que le llevó hasta La Coruña. Pedro había hecho el mismo camino muchas veces, años atrás, cuando acompañaba al abuelo a comprar cigarros puros en los barcos que llegaban de ultramar cargados de frutos exóticos y animales amaestrados. Años después, convertido ya en un empresario próspero, Pedro Almeiras había de recordar las mañanas de niebla, cuando visitaba los buques recién atracados y recibía en todos sus sentidos el aroma denso de los habanos venidos de tierras coloniales. El perfume intensísimo del tabaco fresco, que llenaba la garganta incluso antes de encenderlo, se le había quedado en la cabeza como la anticipación prodigiosa de todos los placeres.

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