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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (10 page)

BOOK: El invierno del mundo
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El mundo de la diplomacia y la política internacional era muy pequeño, pensó Lloyd.

Heinrich le dijo a Lloyd que la respuesta a los problemas de Alemania era un regreso a la fe cristiana.

—No soy muy cristiano —dijo Lloyd con ingenuidad—. Espero que no te importe que lo diga. Mis abuelos son unos predicadores entusiastas de la Biblia, pero mi madre es distinta y mi padrastro es judío. De vez en cuando vamos al Calvary Gospel Hall de Aldgate, sobre todo porque el pastor es un miembro del Partido Laborista.

Heinrich sonrió.

—Rezaré por ti.

Lloyd recordó que los católicos no eran proselitistas. Menudo contraste con sus dogmáticos abuelos de Aberowen, que enseñaban a la gente que no creía lo mismo que ellos que estaban cerrando los ojos de forma intencionada al evangelio, y serían condenados a la perdición eterna.

Cuando Lloyd regresó a la reunión del Partido Socialdemócrata, Walter había tomado la palabra.

—¡No se puede aprobar! —dijo—. La Ley de Habilitación es una enmienda constitucional. Dos tercios de los representantes deben estar presentes, es decir, 432 de los 647 posibles. Y dos tercios de esos presentes han de aprobarla.

Lloyd hizo una serie de cálculos mentales mientras dejaba la bandeja en la mesa. Los nazis tenían 288 escaños, y los nacionalistas, que eran sus principales aliados, 52, lo que sumaba un total de 340. Les faltaban casi cien. Walter tenía razón. La ley no se podía aprobar. Lloyd se sintió aliviado y se sentó para escuchar el debate y mejorar su alemán.

Sin embargo, el alivio duró poco.

—No estés tan seguro —dijo un hombre con un acento berlinés de clase trabajadora—. Los nazis están negociando con el Partido de Centro —era el grupo de Heinrich, recordó Lloyd—, lo que les podría proporcionar 74 votos más —dijo el hombre.

Lloyd arrugó la frente. ¿Por qué iba a apoyar el Partido de Centro una medida que les quitaría todo el poder?

Walter expresó la misma duda de manera más rotunda.

—¿Cómo es posible que los católicos sean tan estúpidos?

Lloyd deseó haber sabido todo esto antes de ir a buscar el café porque así podría haber tratado el tema con Heinrich. Tal vez habría descubierto algo útil. Maldición.

—En Italia, los católicos alcanzaron un acuerdo con Mussolini: un concordato para proteger a la Iglesia. ¿Por qué no aquí? —dijo el hombre del acento berlinés.

Lloyd calculó que el apoyo del Partido de Centro permitiría a los nazis contar con 414 votos.

—Aún no llegarían a los dos tercios —le dijo a Walter con alivio.

Otro joven ayudante lo oyó y terció en la conversación.

—Pero con esos cálculos no estás teniendo en cuenta el último anuncio del presidente del Reichstag. —El presidente del Parlamento alemán era Hermann Göring, el colaborador más estrecho de Hitler. Lloyd no sabía nada del anuncio. Y al parecer no era el único. Los parlamentarios guardaron silencio y el ayudante pudo proseguir—: Ha decretado que no se computará a los diputados comunistas que se encuentren ausentes por estar encarcelados.

Hubo un estallido de indignación y protestas que se extendió por toda la sala. Lloyd vio que Walter se ponía rojo de ira.

—¡No puede hacerlo! —gritó.

—Es absolutamente ilegal —dijo el ayudante—. Pero lo ha hecho.

Lloyd estaba consternado. ¿Era posible saltarse la ley con una treta como esa? Hizo algunos cálculos más. Los comunistas tenían 81 escaños. Si no se tenían en cuenta, los nazis necesitaban dos tercios de 566, es decir, 378 escaños. De modo que no les bastaba con el apoyo de los nacionalistas, pero si lograban convencer a los católicos, se saldrían con la suya.

—Esto es del todo ilegal —dijo alguien—. Deberíamos retirarnos a modo de protesta.

—¡No! ¡No! —replicó Walter—. Aprobarían la ley en nuestra ausencia. Tenemos que convencer a los católicos para que no pacten con los nazis. Debemos hablar con Kaas de inmediato. —Otto Wels era el jefe del Partido Socialdemócrata; el prelado Ludwig Kaas era el jefe del Partido de Centro.

Un murmullo de acuerdo recorrió la sala.

Lloyd respiró hondo.

—Herr Von Ulrich —lo interpeló—, ¿por qué no invita a comer a Gott fried von Kessel? Creo que ambos trabajaron juntos en Londres antes de la guerra.

Walter soltó una risa amarga.

—¡Ese lameculos! —dijo.

Quizá el almuerzo no era tan buena idea.

—No sabía que no le caía bien —dijo Lloyd.

Walter le lanzó una mirada pensativa.

—Lo odio, pero prometo que haré todo lo que esté al alcance de mi mano.

—¿Quiere que hable con él y que le transmita la invitación? —preguntó Lloyd.

—Está bien, inténtalo. Si acepta, dile que se reúna conmigo en el Herrenklub a la una.

—De acuerdo.

Lloyd se dirigió a la sala donde se encontraba Heinrich y entró en ella. Se estaba celebrando una reunión similar a la que mantenían los socialdemócratas. Barrió la estancia con la mirada, vio el traje oscuro de Heinrich, lo miró a los ojos y le hizo un gesto.

Ambos salieron al pasillo.

—¡Corre el rumor de que vais a votar a favor de la Ley de Habilitación!

—No es seguro —dijo Heinrich—. Los diputados están divididos.

—¿Quién se opone a los nazis?

—Brüning y algunos otros. —Brüning había sido canciller y era una figura importante del partido.

Lloyd se sintió más optimista.

—¿Quién más?

—¿Me has hecho salir de la sala para sonsacarme información?

—Lo siento, no. Walter von Ulrich quiere almorzar con tu padre.

Heinrich lo miró con recelo.

—No se caen muy bien precisamente, lo sabes, ¿verdad?

—Lo he deducido, ¡pero dejarán sus diferencias al margen por un día!

Heinrich no parecía tan convencido.

—Se lo preguntaré. Espera aquí. —Y entró de nuevo en la sala.

Lloyd se preguntó si existía alguna posibilidad de que todo aquello funcionara. Era una pena que Walter y Gottfried no fueran buenos amigos. Sin embargo, le resultaba difícil de creer que los católicos fueran a votar a los nazis.

Lo que más le preocupaba era el hecho de que si aquello sucedía en Alemania, también podía suceder en Gran Bretaña. Aquella lúgubre perspectiva lo aterró. Tenía toda la vida por delante y no quería vivir en una dictadura represiva. Quería trabajar en la política, como sus padres, y hacer de su país un lugar mejor para gente como los mineros de Aberowen. Para lograr su objetivo necesitaba mítines políticos donde la gente pudiera expresarse libremente, y periódicos que pudieran atacar al gobierno, y pubs donde los hombres pudieran debatir sin tener que mirar hacia atrás para ver quién los estaba escuchando.

El fascismo ponía en peligro todo eso. Sin embargo, también existía la posibilidad de que fracasara. Quizá Walter sería capaz de convencer a Gottfried e impedir que el Partido de Centro apoyara a los nazis.

Heinrich salió de la sala.

—Ha aceptado la invitación.

—¡Fantástico! Herr von Ulrich propone el Herrenklub a la una en punto.

—¿De verdad? ¿Él es socio?

—Supongo… ¿Por qué?

—Es una institución conservadora. Imagino que por eso se llama Walter von Ulrich. Debe de pertenecer a una familia noble, aunque sea socialista.

—Creo que debería reservar una mesa. ¿Sabes dónde está?

—A la vuelta de la esquina. —Heinrich le indicó la dirección exacta.

—¿Reservo mesa para cuatro?

Heinrich sonrió.

—¿Por qué no? Si no quieren que estemos presentes tú y yo, siempre pueden pedirnos que nos vayamos.

Dicho esto, Heinrich regresó a la sala. Lloyd salió del edificio y cruzó la plaza rápidamente, pasó junto al Monumento de la Victoria y el edificio quemado del Reichstag, y entró en el Herrenklub.

En Londres también había clubes de caballeros, pero Lloyd nunca había entrado en ninguno. Este parecía un lugar a medio camino entre un restaurante y una funeraria, pensó. Los camareros, vestidos de etiqueta, caminaban sin hacer ruido y ponían los cubiertos en silencio sobre los manteles blancos de las mesas. El jefe de los camareros tomó nota de su reserva y apuntó el nombre «Von Ulrich» con gran solemnidad, como si estuviera anotando una entrada en el Libro de los Muertos.

Regresó al teatro de la ópera. Cada vez había más gente y bullicio en el interior, y la tensión también parecía ir en aumento. Lloyd oyó que alguien anunciaba emocionado que el propio Hitler abriría la sesión esa tarde con la presentación de la ley.

Unos minutos antes de la una, Lloyd y Walter cruzaron la plaza.

—Heinrich von Kessel se sorprendió cuando supo que eres socio del Herrenklub —dijo Lloyd.

Walter asintió.

—Fui uno de los fundadores, hace una década o un poco más. En aquellos tiempos se llamaba Juniklub. Nos unimos para recabar fuerzas contra el Tratado de Versalles. Ahora se ha convertido en un bastión de la derecha, y debo de ser el único socialdemócrata, pero sigo siendo socio porque es un lugar útil en el que reunirse con el enemigo.

En el interior del club, Walter señaló a un hombre de aspecto impecable.

—Ese es Ludwig Franck, el padre de Werner, el que luchó con nosotros en el Teatro Popular. Estoy seguro de que no es socio del club, ni tan siquiera es alemán, pero parece que está comiendo con su suegro, el conde Von der Helbard, el anciano que está a su lado. Acompáñame.

Se acercaron a la barra y Walter realizó las presentaciones pertinentes.

—Mi hijo y tú os metisteis en una buena pelea hace unas semanas —le dijo Franck a Lloyd, que se palpó la parte posterior de la cabeza en un acto reflejo: la hinchazón había disminuido, pero aún le dolía cuando se tocaba.

—Teníamos que proteger a las mujeres, señor —respondió Lloyd.

—No hay nada de malo en unos cuantos puñetazos —dijo Franck—. Os sienta bien a los jóvenes.

Walter interrumpió la charla.

—Venga, Ludi. ¡Reventar mítines ya es algo grave, pero tu jefe quiere destruir por completo nuestra democracia!

—Quizá la democracia no sea la forma de gobierno adecuada para nosotros —dijo Franck—. A fin de cuentas, no somos como los franceses o los americanos, gracias a Dios.

—¿No te importa perder tu libertad? ¡Habla en serio!

De pronto Franck abandonó su tono burlón.

—De acuerdo, Walter —dijo con frialdad—. Te hablaré en serio, si insistes. Mi madre y yo llegamos aquí desde Rusia hace más de diez años. Mi padre no pudo acompañarnos. Descubrieron que estaba en posesión de literatura subversiva, en concreto de un libro titulado
Robinson Crusoe
; al parecer se trata de una novela que fomenta el individualismo burgués, sea lo que sea eso. Lo enviaron a un campo para prisioneros del Ártico. Quizá… —Se le quebró la voz, pero hizo una pausa, tragó saliva, y prosiguió—: Quizá esté ahí aún.

Hubo un momento de silencio. Lloyd quedó horrorizado al oír la historia. Sabía que el gobierno comunista ruso podía ser cruel, en general, pero era muy distinto oír un relato personal, contado por un hombre que aún sufría.

—Ludi, todos odiamos a los bolcheviques —dijo Walter—, ¡pero los nazis podrían ser peor!

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —replicó Franck.

—Es mejor que nos vayamos a comer —dijo el conde Von der Helbard—. Tengo una cita esta tarde. Discúlpenos. —Ambos hombres se fueron.

—¡Es lo que dicen siempre! —exclamó Walter—. ¡Los bolcheviques! ¡Como si fueran la única alternativa a los nazis! Me dan ganas de llorar.

Heinrich entró acompañado de un hombre mayor que estaba claro que era su padre: tenían la misma mata de pelo oscuro y abundante, peinado con raya, aunque Gottfried lo llevaba más corto y estaba surcado de vetas plateadas. Aunque tenían unas facciones similares, Gottfried parecía un burócrata meticuloso con un cuello pasado de moda, mientras que Heinrich tenía más aspecto de poeta romántico que de ayudante político.

Los cuatro entraron en el comedor. En cuanto hubieron pedido, Walter fue al grano:

—No entiendo qué espera ganar tu partido a cambio de apoyar esta Ley de Habilitación, Gottfried.

Von Kessel también habló con franqueza.

—Somos un partido católico, y nuestro primer deber es proteger la posición de la Iglesia en Alemania. Eso es lo que espera la gente cuando nos vota.

Lloyd arrugó la frente en un gesto de desacuerdo. Su madre había sido parlamentaria, y siempre decía que su deber era servir a la gente que no la había votado, así como a aquellos que lo habían hecho.

Walter recurrió a un argumento distinto.

—Un Parlamento democrático es la mejor protección para todas nuestras iglesias; sin embargo, ¡estáis a punto de echar a perder esa posibilidad!

—Abre los ojos, Walter —dijo Gottfried, malhumorado—. Hitler ha ganado las elecciones. Ha llegado al poder. Hagamos lo que hagamos, gobernará Alemania en el futuro inmediato. Tenemos que protegernos.

—¡Sus promesas no valen nada!

—Le hemos pedido que nos garantice ciertos compromisos por escrito: el Estado no interferirá en los asuntos de la Iglesia católica, ni en las escuelas católicas; asimismo, tampoco se discriminará a los funcionarios católicos. —Lanzó una mirada inquisitiva a su hijo.

—Nos han prometido que este acuerdo será lo primero que firmen por la tarde —dijo Heinrich.

—¡Sopesa las opciones! —dijo Walter—. Un pedazo de papel firmado por un tirano, frente a un Parlamento democrático: ¿cuál es mejor?

—El mayor poder de todos es Dios.

Walter entornó los ojos.

—Entonces, que Dios salve a Alemania —dijo.

Lloyd pensó que los alemanes no habían tenido tiempo para que arraigara en ellos la fe en la democracia mientras Walter y Gottfried seguían discutiendo. Solo hacía catorce años que el Reichstag era soberano. Habían perdido una guerra, habían visto cómo su moneda se devaluaba hasta no valer nada y tenían que hacer frente a una tasa de desempleo altísima: para ellos, el derecho al voto era una protección insuficiente.

Gottfried se mantuvo inflexible. Al final del almuerzo seguía en sus trece. Su responsabilidad era proteger la Iglesia católica, un argumento que exacerbaba a Lloyd.

Regresaron al teatro de la ópera y los diputados tomaron asiento en el auditorio. Lloyd y Heinrich ocuparon un palco.

Lloyd vio a los diputados socialdemócratas, situados en el extremo izquierdo. A medida que se aproximaba la hora, reparó en varios camisas pardas y hombres de las SS que se situaron en las salidas y a lo largo de las paredes, trazando un arco amenazador tras los socialdemócratas. Era casi como si quisieran impedir que los diputados pudieran salir del edificio hasta que hubieran aprobado la ley. A Lloyd le pareció un acto sumamente siniestro. Se preguntó, con un estremecimiento de miedo, si también él podía acabar encarcelado ahí.

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