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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (7 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Mientras tanto, no logró encontrar a Robert von Ulrich en ninguno de los archivos habituales. Quizá aquello no era tan solo un signo de incompetencia. Cabía la posibilidad de que fuera un hombre sin tacha. Puesto que era un conde austríaco, las probabilidades de que fuera comunista o judío eran bajas. Al parecer, lo peor que se podía decir de él era que su primo segundo Walter era un socialdemócrata. Y aquello no era un delito… Al menos aún.

Macke se dio cuenta entonces de que debería haber investigado a Robert antes de abordarlo. Pero al final había seguido adelante sin poseer toda la información necesaria. Debería haber sabido que era un error. Como consecuencia de ello había sido objeto de un trato condescendiente y sarcástico. Se había sentido humillado. Pero ya le llegaría el momento de desquitarse.

Empezó a revisar una serie de documentos variados guardados en un armario cubierto de polvo, situado al fondo de la sala.

El apellido Von Ulrich no aparecía por ningún lado, pero faltaba un documento.

Según la lista que había clavada en la parte interior de la puerta, tendría que haber un expediente de 117 páginas con el título «Locales de vicio». Parecía un estudio de los clubes nocturnos de Berlín. Macke supuso por qué no se encontraba en su sitio. Debían de haberlo utilizado en fechas recientes: todos los locales nocturnos más decadentes se habían cerrado cuando Hitler se convirtió en canciller.

Macke no vaciló en interrumpir a su jefe. Kringelein no era un nazi y, por lo tanto, no se atrevería a reprender a un miembro de las tropas de asalto.

—Estoy buscando el expediente de los «Locales de vicio» —dijo Macke.

Kringelein pareció enfadarse, pero no se quejó.

—En la mesa auxiliar —dijo—. Sírvase usted mismo.

Macke cogió el expediente y regresó a su sala.

El estudio se había realizado cinco años antes. Detallaba los clubes que existían entonces y exponía qué tipo de actividades se llevaban a cabo en ellos: juego y apuestas, actos indecentes, prostitución, venta de drogas, homosexualidad y otras depravaciones. El expediente mencionaba el nombre de los propietarios e inversores, socios del club y empleados. Macke leyó con paciencia todas las entradas: tal vez Robert von Ulrich era drogadicto o cliente de prostitutas.

Berlín era una ciudad famosa por sus clubes homosexuales. Macke leyó la pesada entrada de El Zapato Rosa, donde los hombres bailaban con los hombres y actuaban cantantes travestidos. En ocasiones, pensó, su trabajo era repugnante.

Repasó con el dedo la lista de socios y encontró a Robert von Ulrich.

Lanzó un suspiro de satisfacción.

Siguió leyendo la lista y vio el nombre de Jörg Schleicher.

—Bueno, bueno —dijo—. A ver si eres tan sarcástico ahora.

IV

Cuando Lloyd volvió a coincidir con Walter y Maud, los encontró más enfadados y más asustados.

Fue el sábado siguiente, el 4 de marzo, el día antes de las elecciones. Lloyd y Ethel tenían pensado asistir al mitin del Partido Socialdemócrata organizado por Walter, y acudieron a casa de los Von Ulrich, que se encontraba en el barrio de Mitte, para almorzar antes del mitin.

Era una casa del siglo XIX con estancias espaciosas y grandes ventanales, aunque una buena parte del mobiliario estaba desgastado. El almuerzo fue sencillo: chuletas de cerdo con patatas y repollo, pero acompañado con un buen vino. Walter y Maud hablaban como si fueran pobres, y no cabía duda de que llevaban una vida más modesta que sus padres, pero aun así no pasaban hambre.

Sin embargo, estaban asustados.

Hitler había convencido al envejecido presidente de Alemania, Paul von Hindenburg, para que aprobara el Decreto de Incendios del Reichstag, que concedía autoridad a los nazis para hacer lo que ya hacían, dar palizas y torturar a sus adversarios políticos.

—¡Han detenido a más de veinte mil personas desde el lunes por la noche! —dijo Walter, con voz temblorosa—. No solo comunistas, sino también gente que los nazis definen como «simpatizantes comunistas».

—Lo que incluye a todo aquel que les desagrade —añadió Maud.

—¿Cómo se van a celebrar elecciones democráticas ahora?

—Tenemos que esforzarnos al máximo —dijo Walter—. Si no hacemos campaña a favor de ellas, los únicos que se beneficiarán serán los nazis.

—¿Cuándo dejaréis de aceptar esto y empezaréis a plantar cara? —preguntó Lloyd con impaciencia—. ¿Aún creéis que sería erróneo emplear la violencia para acabar con la violencia?

—Por supuesto —respondió Maud—. La resistencia pacífica es nuestra única esperanza.

—El Partido Socialdemócrata tiene un ala paramilitar, el Reichsbanner, pero es débil. Un pequeño grupo de socialdemócratas propuso dar una respuesta violenta a los nazis, pero perdieron la votación.

—Recuerda, Lloyd —dijo Maud—, que los nazis tienen a la policía y al ejército de su parte.

Walter miró su reloj de bolsillo.

—Debemos ponernos en marcha.

—Walter, ¿por qué no cancelas el mitin? —preguntó Maud de repente.

Él la miró sorprendido.

—Hemos vendido setecientas entradas.

—Oh, al diablo con las entradas —dijo Maud—. Eres tú quien me preocupa.

—Tranquila. Los asientos se han asignado con cuidado, por lo que no debería haber alborotadores en la sala.

Lloyd no creía que Walter estuviera tan seguro como pretendía.

—Además —prosiguió Walter—, no puedo defraudar a la gente que aún está dispuesta a asistir a un mitin político y democrático. Son la única esperanza que nos queda.

—Tienes razón —dijo Maud, que miró a Ethel—. Tal vez Lloyd y tú deberíais quedaros en casa. Por mucho que diga Walter, es un acto peligroso, y, a fin de cuentas, este no es vuestro país.

—El socialismo es internacional —replicó Ethel de forma categórica—. Al igual que tu marido, agradezco que te preocupes por mí, pero he venido para ser testigo directo de la política alemana, y no pienso perderme el mitin.

—Bueno, pues los niños no pueden ir —dijo Maud.

—Yo ni tan siquiera quiero ir —añadió Erik.

Carla parecía decepcionada, pero no dijo nada.

Walter, Maud, Ethel y Lloyd subieron al pequeño coche de Walter. Lloyd estaba nervioso, pero también emocionado. Estaba obteniendo una visión de la política alemana mucho más completa que cualquiera de sus amigos ingleses. Y si iba a haber pelea, no tenía miedo.

Se dirigieron hacia el este, cruzaron Alexanderplatz, y se adentraron en un barrio de casas pobres y tiendas pequeñas, algunas de las cuales tenían letreros escritos en hebreo. El Partido Socialdemócrata era de clase obrera, pero al igual que el Partido Laborista británico, contaba con unos cuantos partidarios acaudalados. Walter von Ulrich pertenecía a esa pequeña minoría de clase alta.

El coche se detuvo frente a una marquesina que rezaba: TEATRO POPULAR. En el exterior ya se había formado una cola. Walter se dirigió hacia la puerta, saludando a la gente que esperaba fuera, que lo vitorearon.

Walter le estrechó la mano con solemnidad a un chico de unos dieciocho años.

—Es Wilhelm Frunze, secretario de la sección local de nuestro partido. —Frunze era uno de esos chicos que parecían haber nacido con aspecto de hombres de mediana edad. Llevaba un blazer con los bolsillos abotonados que había estado de moda diez años antes.

Frunze le mostró a Walter cómo se podían atrancar las puertas desde dentro.

—Cuando los asistentes se hayan sentado, cerraremos las puertas para que no puedan entrar alborotadores —dijo.

—Muy bien —convino Walter—. Buena idea.

Frunze los acompañó al auditorio. Walter subió al escenario y saludó a otros candidatos que ya estaban allí. El público empezó a entrar y a tomar asiento. Frunze les enseñó a Maud, Ethel y Lloyd las sillas que les había reservado en primera fila.

Se les acercaron dos chicos. El más joven, que debía de tener catorce años pero era más alto que Lloyd, saludó a Maud con buenos modales y realizó una pequeña reverencia. Maud se volvió hacia Ethel.

—Este es Werner Franck, el hijo de mi amiga Monika. —A continuación le preguntó a Werner—: ¿Sabe tu padre que estás aquí?

—Sí, me ha dicho que debía averiguar en qué consistía la socialdemocracia por mí mismo.

—Es un hombre con amplitud de miras para ser nazi.

A Lloyd le pareció que Maud adoptaba una actitud bastante dura con un chico de catorce años, pero Werner demostró estar a su altura.

—En realidad mi padre no cree en el nazismo, pero opina que Hitler es una buena opción para la economía alemana.

—¿Cómo puede ser una buena opción para la economía meter a miles de personas en la cárcel? Aparte de una injusticia, ¡no pueden trabajar! —exclamó Wilhelm Frunze, indignado.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Werner—. Y, sin embargo, las medidas de Hitler cuentan con el apoyo de la gente.

—La gente cree que la está salvando de una revolución bolchevique —dijo Frunze—. La prensa nazi los ha convencido de que los comunistas estaban a punto de lanzar una campaña de asesinatos, incendios y envenenamientos en todos los pueblos y ciudades.

—Sin embargo son los camisas pardas, y no los comunistas, los que arrastran a la gente a los sótanos y les rompen los huesos con sus porras —dijo el chico que acompañaba a Werner, que era más bajo pero mayor. Hablaba un alemán fluido con un leve acento que Lloyd no podía ubicar.

—Disculpadme, me he olvidado de presentaros a Vladímir Peshkov. Asiste a la Academia Juvenil Masculina de Berlín, mi escuela, y todos lo llamamos Volodia.

Lloyd se levantó para estrecharle la mano. Volodia debía de tener la misma edad que Lloyd, era un joven atractivo con unos ojos azules de mirada sincera.

—Conozco a Volodia Peshkov. Yo también estudio en la Academia Juvenil Masculina de Berlín —dijo Frunze.

—Wilhelm Frunze es el genio de la escuela, el que obtiene las notas más altas en física, química y matemáticas —dijo Volodia.

—Es cierto —admitió Werner.

Maud miró fijamente a Volodia.

—¿Peshkov? ¿Tu padre se llama Grigori? —le preguntó.

—Sí, frau Von Ulrich. Es agregado militar en la embajada soviética.

De modo que Volodia era ruso. Hablaba alemán con gran fluidez, pensó Lloyd con cierta envidia. Gracias, sin duda, al hecho de vivir en Berlín.

—Conozco muy bien a tus padres —le dijo Maud a Volodia. Conocía a los diplomáticos de Berlín, había deducido Lloyd. Formaba parte de su trabajo.

Frunze miró su reloj.

—Ha llegado la hora de empezar —dijo. Subió al escenario y pidió orden.

El teatro quedó en silencio.

Frunze anunció que los candidatos pronunciarían discursos y luego aceptarían preguntas de los asistentes. Solo se habían vendido entradas a afiliados del Partido Socialdemócrata, añadió, y habían cerrado las puertas, de modo que todo el mundo podía hablar con libertad, sabiendo que estaban entre amigos.

Era como ser un miembro de una sociedad secreta, pensó Lloyd. Aquello no era lo que él llamaba democracia.

Walter fue el primero en tomar la palabra. Lloyd enseguida se dio cuenta de que no era un demagogo. No se anduvo con florituras retóricas, pero halagó a su público diciéndoles que eran hombres y mujeres inteligentes y bien informados que entendían la complejidad de las cuestiones políticas.

Tan solo llevaba unos pocos minutos hablando cuando un camisa parda subió al escenario.

Lloyd lo maldijo. ¿Cómo había entrado? Provenía de entre los bastidores: alguien debía de haber abierto la entrada de los artistas.

Era una bestia enorme con el pelo rapado al estilo militar. Se dirigió a la parte delantera del escenario.

—Esto es una reunión sediciosa —dijo el hombre—. En la Alemania actual no queremos a comunistas ni elementos subversivos. La reunión ha finalizado.

La arrogancia y el engreimiento de aquel individuo indignaron a Lloyd, que en esos momentos deseó poder enfrentarse a ese zoquete en un ring de boxeo.

—¡Sal de aquí, matón! —gritó Wilhelm Frunze, que se había puesto en pie y se había situado frente al intruso.

El hombre le dio un fuerte empujón en el pecho.

Frunze se tambaleó y cayó hacia atrás.

La gente se puso en pie, algunos empezaron a gritar a modo de protesta y otros a chillar de miedo.

Aparecieron más camisas pardas por los bastidores.

Lloyd se dio cuenta con consternación de que aquellos cabrones lo habían planeado todo muy bien.

—¡Fuera! —gritó el hombre que había empujado a Frunze. Los otros camisas pardas entonaron el mismo grito.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! —Ahora eran unos veinte, pero la cifra iba en aumento. Algunos llevaban porras de policía o bastones improvisados. Lloyd vio un palo de hockey, una almádena de madera e incluso la pata de una silla. Iban de un lado al otro del escenario, con una sonrisa diabólica en los labios y blandiendo las armas mientras vociferaban. A Lloyd no le cabía la menor duda de que se morían de ganas de emprenderla a golpes con la gente.

Estaba de pie. De forma no premeditada, Werner, Volodia y él habían formado un cordón de protección delante de Ethel y Maud.

La mitad de los asistentes al mitin intentaban salir del teatro, mientras que la otra mitad se dedicaba a gritar y agitar el puño a los intrusos. Los que querían huir empujaban a los demás y estallaron pequeñas refriegas. Muchas de las mujeres lloraban.

En el escenario, Walter se agarró al atril.

—¡Que todo el mundo mantenga la calma, por favor! —gritó—. ¡Este alboroto no nos va a beneficiar en nada! —La mitad de la gente no lo oía y la otra mitad no le hizo caso.

Los camisas pardas empezaron a bajar del escenario y a arremeter contra los asistentes. Lloyd agarró a su madre del brazo, y Werner hizo lo propio con Maud. Se dirigieron hacia la salida más próxima formando un grupo, pero todas las puertas estaban bloqueadas por grupos de gente en estado de pánico que intentaba salir. Los camisas pardas no se inmutaron por la situación y siguieron gritando a la gente que saliera.

Los agresores eran hombres fornidos, mientras que entre el público había mujeres y ancianos. Lloyd quería contraatacar, pero no era buena idea.

Un hombre que llevaba un casco de acero de la Gran Guerra embistió a Lloyd con el hombro, y este perdió el equilibrio y chocó con su madre. Resistió la tentación de volverse y encararse con el hombre. Su prioridad era proteger a su madre.

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