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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (6 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Macke se puso rojo, pero logró mantener la calma.

—Tal y como le he dicho, me gustaría hablar con el propietario sobre un asunto personal.

—Le rogaría que viniera a verme por la mañana. ¿Le parece bien a las diez?

Macke no hizo caso de la sugerencia.

—Mi hermano también está en el negocio de los restaurantes —prosiguió.

—¡Ah! Quizá lo conozca. ¿Se apellida Macke? ¿Qué tipo de establecimiento tiene?

—Un pequeño local para obreros en Friedrichshain.

—Ah, entonces es poco probable que lo haya conocido.

Lloyd no creía que a Robert le conviniera mostrarse tan sarcástico. Macke era un maleducado y no era digno de ninguna consideración por su parte, pero si quería podía causarle muchos problemas.

—A mi hermano le gustaría comprar su restaurante —dijo Macke.

—Su hermano quiere ascender, como ha hecho usted.

—Estamos dispuestos a ofrecerle veinte mil marcos, pagaderos en dos años.

Jörg estalló en carcajadas.

—Permítame que le explique una cosa —dijo Robert—. Soy un conde austríaco. Hace veinte años era el propietario de un castillo y una gran finca en Hungría, donde vivían mi madre y mi hermana. Durante la guerra perdí a mi familia, el castillo, las tierras e incluso mi país, que quedó… miniaturizado. —Su tono sarcástico había desaparecido y ahora hablaba con una voz áspera, preñada de emoción—. Cuando llegué a Berlín lo único que tenía era la dirección de Walter von Ulrich, mi primo lejano. Sin embargo, logré abrir este restaurante. —Tragó saliva—. Es lo único que tengo. —Hizo una pausa y bebió café. Los demás permanecieron en silencio. Robert recuperó la compostura y el tono de voz autoritario—. Aunque me ofreciera una cifra generosa, algo que no ha hecho, la rechazaría porque estaría vendiendo toda mi vida. No deseo ser grosero con usted, a pesar de que se ha comportado de un modo desagradable, pero mi restaurante no está en venta a ningún precio. —Se puso en pie y le tendió la mano para estrechársela—. Buenas noches, comisario.

Macke le estrechó la mano de forma automática, pero pareció que se arrepentía de inmediato. Se levantó, claramente enfadado. Su rostro ovalado se tiñó de un tono púrpura.

—Ya hablaremos más adelante —dijo, y se marchó.

—Menudo zoquete —espetó Jörg.

—¿Ves lo que tenemos que aguantar? —le preguntó Walter a Ethel—. ¡Solo por el hecho de que lleva ese uniforme, puede hacer lo que le venga en gana!

Lo que preocupaba a Lloyd era la confianza que había demostrado Macke en sí mismo. Parecía seguro de poder comprar el restaurante al precio que había dicho y ante la negativa de Robert había reaccionado como si solo fuera un contratiempo pasajero. ¿Tan poderosos eran ya los nazis?

Aquello era el tipo de cosas que Oswald Mosley y sus Fascistas Británicos querían, un país en el que el imperio de la ley fuera sustituido por los matones y las palizas. ¿Cómo podía ser tan estúpida la gente?

Se pusieron los abrigos y los sombreros y se despidieron de Robert y Jörg. En cuanto salieron a la calle, Lloyd olió el humo, pero no de tabaco, sino de otra cosa. Los cuatro subieron al coche de Walter, un BMW Dixi 3/15, que Lloyd sabía que era un Austin Seven de fabricación alemana.

Mientras atravesaban el parque Tiergarten, los adelantaron dos camiones de bomberos, con las campanas repicando.

—Me pregunto dónde será el incendio —dijo Walter.

Al cabo de un instante vieron el resplandor de las llamas a través de los árboles.

—Parece que es cerca del Reichstag —apuntó Maud.

A Walter le cambió el tono de voz.

—Es mejor que echemos un vistazo —dijo con preocupación, y giró el coche de forma brusca.

El olor del humo era cada vez más fuerte. Por encima de las copas de los árboles Lloyd veía las llamas que se alzaban hacia el cielo.

—Es un gran incendio —dijo.

Salieron del parque por la Königsplatz, la amplia plaza que había entre el edificio del Reichstag y de la Ópera Kroll, situado enfrente. El Reichstag estaba en llamas. Unas luces rojas y amarillas bailaban detrás de las clásicas hileras de ventanas. Las llamas y el humo salían por la cúpula central.

—¡Oh, no! —exclamó Walter. A Lloyd le pareció un lamento cargado de pena—. Oh, por el amor de Dios, no.

Detuvo el coche y salieron todos.

—Esto es una catástrofe —añadió Walter.

—Un edificio tan antiguo y bonito —dijo Ethel.

—No me importa el edificio —replicó Walter, que sorprendió a todo el mundo—. Lo que está ardiendo es nuestra democracia.

Un grupo de gente observaba desde unos cincuenta metros. Frente al edificio había varios camiones de bomberos intentando sofocar el incendio con las mangueras, que arrojaban los chorros de agua a través de las ventanas rotas. Había un puñado de policías que no hacían nada. Walter se dirigió a uno de ellos.

—Soy un diputado del Reichstag. ¿Cuándo ha empezado el incendio?

—Hace una hora —dijo el policía—. Hemos atrapado a uno de los culpables, ¡un hombre que solo llevaba pantalones! Ha utilizado su propia ropa para provocar el incendio.

—Deberían poner un cordón policial —dijo Walter con autoridad— y mantener a la gente a una distancia segura.

—Sí, señor —dijo el policía, y se fue.

Lloyd se alejó de los otros y se acercó al edificio. Los bomberos estaban controlando el incendio: había menos llamas y más humo. Pasó junto a los camiones y se aproximó a una ventana. La situación no parecía muy peligrosa y, de todos modos, su curiosidad se impuso a su sentido de la autoprotección, como le sucedía habitualmente.

Cuando miró a través de la ventana vio que el incendio había causado daños importantes: varias paredes y techos se habían derrumbado y convertido en escombros. Además de bomberos vio a civiles vestidos con abrigos, probablemente funcionarios del Reichstag, que se abrían paso entre los restos para evaluar los daños. Lloyd se dirigió a la entrada y subió los escalones.

Oyó el rugido de dos Mercedes negros, que llegaron en el momento en que la policía estaba montando el cordón policial. Lloyd lo observó todo con interés. Del segundo coche bajó un hombre con una gabardina clara y un sombrero de fieltro negro. Tenía un bigote estrecho bajo la nariz. Lloyd se dio cuenta de que tenía delante al nuevo canciller, Adolf Hitler.

Detrás de Hitler había un hombre más alto vestido con el uniforme negro de las Schutzstaffel, las SS, su guardaespaldas personal. Joseph Goebbels, el jefe de Propaganda que no disimulaba su odio hacia los judíos, intentaba seguirlos a pesar de su cojera. Lloyd los reconoció por las fotografías de los periódicos. Era tal la fascinación que sintió al verlos de cerca, que se olvidó de horrorizarse.

Hitler subió los escalones de dos en dos, avanzando directamente hacia Lloyd, que, de forma impulsiva, le abrió la gran puerta al canciller. Hitler lo saludó con un gesto de la cabeza y pasó seguido de su séquito.

Lloyd los acompañó. Nadie le dirigió la palabra. Al parecer, los acompañantes de Hitler dieron por sentado que era un funcionario del Reichstag.

Un olor insoportable de cenizas mojadas lo impregnaba todo. Hitler y su séquito pisaron vigas quemadas, mangueras y charcos enfangados. En el vestíbulo se encontraba Hermann Göring, que llevaba un abrigo de pelo de camello que cubría su enorme barriga, y la parte delantera del sombrero doblada hacia arriba, al estilo Potsdam. Aquel era el hombre que estaba llenando el cuerpo de policía de nazis, pensó Lloyd, que recordó la conversación del restaurante.

—¡Esto es el inicio del alzamiento comunista! —gritó Göring en cuanto vio a Hitler—. ¡Ahora empezarán los ataques! ¡No podemos perder ni un minuto más!

Lloyd tuvo una extraña sensación, como si formara parte del público de una representación teatral, y esos hombres poderosos fueran interpretados por actores.

Hitler fue incluso más histriónico que Göring.

—¡A partir de ahora no tendremos piedad! —gritó. Parecía que se dirigía a una multitud congregada en un estadio—. Todo aquel que se interponga en nuestro camino hallará la muerte. —Empezó a temblar mientras su ira iba en aumento—. Todo aquel comunista que encontremos será fusilado. Y los diputados comunistas del Reichstag serán ahorcados esta misma noche. —Parecía que estaba a punto de estallar.

Sin embargo, todo aquello tenía un aire artificial. El odio de Hitler parecía real, pero el arrebato de ira era como una especie de actuación llevada a cabo para beneficio de los que estaban a su alrededor, su propia gente y los demás. Era un actor embargado por una emoción verdadera, pero que la exageraba para su público. Y Lloyd pudo comprobar que surtía efecto: todo el mundo observaba a Hitler con fascinación.

—Mi Führer, este es mi jefe de la policía política, Rudolf Diels —señaló a un hombre delgado y con el pelo oscuro que estaba a su lado—. Ya ha detenido a uno de los responsables.

Diels no se había dejado contagiar por la histeria.

—Marinus van der Lubbe, un obrero de la construcción holandés —dijo con gran aplomo.

—¡Y comunista! —añadió Göring con tono triunfal.

—Expulsado del Partido Comunista Holandés por pirómano —dijo Diels.

—¡Lo sabía! —exclamó Hitler.

Lloyd entendió que el Führer estaba predispuesto a culpar a los comunistas sin importarle los hechos.

—Debo decir —prosiguió Diels de forma respetuosa— que, desde el primer interrogatorio, ha quedado claro que se trata de un lunático que trabaja solo.

—¡Tonterías! —gritó Hitler—. Esto se había planeado desde hace mucho tiempo. ¡Pero han cometido un error! No han entendido que contamos con el apoyo de la gente.

Göring se volvió hacia Diels.

—A partir de este momento la policía se encuentra en una situación de emergencia —dijo—. Tenemos varias listas de comunistas: diputados del Reichstag, representantes del gobierno local y organizadores y activistas del Partido Comunista. ¡Que los detengan a todos esta misma noche! Tienen permiso para utilizar las armas de fuego sin restricciones e interrogarlos sin piedad.

—Sí, ministro —dijo Diels.

Lloyd se dio cuenta de que Walter se había preocupado con razón. Aquel era el pretexto que habían estado esperando los nazis. No iban a escuchar a nadie que dijera que el incendio había sido obra de un trastornado que trabajaba solo. Necesitaban la existencia de una trama comunista para poder anunciar medidas severas.

Göring miró con asco el barro de sus zapatos.

—Mi residencia oficial está a solo un minuto de aquí, pero por suerte no se ha visto afectada por el incendio, mi Führer —dijo—. Tal vez sería un buen lugar para proseguir con el debate y tomar las decisiones correspondientes.

—Sí, tenemos mucho de que hablar.

Lloyd sujetó la puerta y salieron todos. Mientras se alejaban, cruzó el cordón policial y se reunió con su madre y los Von Ulrich.

—¡Lloyd! ¿Dónde estabas? ¡Me tenías preocupadísima! —dijo Ethel nada más verlo.

—He entrado en el Reichstag.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Nadie me lo ha impedido. Todo es caos y confusión.

Ethel levantó las manos en un gesto de desesperación.

—No tiene sentido del peligro —dijo ella.

—He conocido a Adolf Hitler.

—¿Ha dicho algo? —preguntó Walter.

—Culpa a los comunistas del incendio. Va a haber una purga.

—Que Dios nos asista —dijo Walter.

III

A Thomas Macke aún le dolían las palabras sarcásticas de Robert von Ulrich. «Su hermano quiere ascender, como ha hecho usted», había dicho Von Ulrich.

Macke se arrepintió de que no se le hubiera ocurrido una respuesta como «¿Y por qué no? Somos tan buenos como tú, presumido». Ahora ansiaba venganza. Sin embargo, durante unos días iba a estar demasiado ocupado para llevarla a cabo.

El cuartel general de la policía secreta prusiana se encontraba en un edificio grande y elegante, un ejemplo de arquitectura clásica, en el número 8 de Prinz-Albrecht-Strasse, en el barrio gubernamental. Macke se henchía de orgullo cada vez que atravesaba la puerta.

Eran unos días de gran agitación. Tan solo veinticuatro horas después del incendio del Reichstag habían detenido a cuatro mil comunistas, y la cifra aumentaba a cada hora que pasaba. Estaban erradicando una plaga que asolaba a Alemania, y a Macke le parecía que el aire de Berlín era más puro.

Sin embargo, los archivos policiales no estaban actualizados. La gente se había trasladado de casa, se habían perdido y ganado elecciones, los ancianos habían muerto y los jóvenes habían ocupado su lugar. Macke estaba al mando de un grupo encargado de actualizar el archivo, de encontrar nuevos nombres y direcciones.

Era una tarea que se le daba bien. Le gustaban los registros, los directorios, los callejeros, los recortes de prensa, cualquier tipo de lista. No habían sabido apreciar su talento en la comisaría de Kreuzberg, donde la principal estrategia de los agentes consistía en dar una paliza a los sospechosos hasta que revelaban algún nombre. Esperaba que en su nuevo destino supieran apreciarlo mejor.

Sin embargo, tampoco tenía reparos en pegar a los sospechosos. En su despacho situado al fondo del edificio podía oír los gritos de los hombres y mujeres que eran torturados en el sótano, pero no le molestaba. Eran traidores, elementos subversivos y revolucionarios. Habían arruinado a Alemania con sus huelgas, e irían a más si se lo permitían. No sentía ningún tipo de compasión por ellos. Tan solo deseaba que Robert von Ulrich fuera uno de ellos y que acabara gimiendo de dolor y suplicando clemencia.

Hasta las ocho de la noche del jueves 2 de marzo no tuvo la oportunidad de investigar a Robert.

Envió a su equipo a casa, y llevó un fajo de listas actualizadas a su jefe, el inspector criminal Kringelein. Luego regresó al archivo.

No tenía prisa por irse a casa. Vivía solo. Su esposa, una mujer indisciplinada, había huido con un camarero del restaurante de su hermano. Cuando se fue solo le dijo que quería ser libre. No habían tenido hijos.

Empezó a repasar los archivos.

Ya había averiguado que Robert von Ulrich se había afiliado al Partido Nazi en 1923 y que lo había dejado al cabo de dos años, lo cual no significaba demasiado en sí. Macke necesitaba algo más.

El sistema de archivo no era tan lógico como le habría gustado. En general, estaba decepcionado con la policía prusiana. Corría el rumor de que Göring tampoco estaba muy impresionado con su labor, y que planeaba separar los departamentos de inteligencia y políticos de los demás y formar con ellos una policía secreta nueva y más eficiente. Macke creía que era una buena idea.

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