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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (5 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—¡Oh, no! —le oyó Carla decir a su madre.

La chica se volvió y vio que Maud estaba mirando su máquina de escribir, que estaba en el suelo, donde había caído. La cubierta metálica se había desprendido y había dejado al descubierto el mecanismo de teclas y palancas. El teclado estaba deformado, un extremo del carro se había soltado y el timbre que sonaba al llegar al final de la línea yacía tristemente en el suelo. La máquina de escribir no era un objeto valioso, pero parecía que su madre estaba a punto de romper a llorar.

Los camisas pardas y los trabajadores de la revista salieron del edificio, acompañados por los bomberos. El sargento Schwab oponía resistencia.

—¡No hay ningún incendio! —gritó. Pero los bomberos lo empujaron para que avanzara.

Jochmann también salió y se acercó hasta ellas.

—No han tenido mucho tiempo para causar daños, los bomberos se lo han impedido. ¡Sea quien sea la persona que ha activado la alarma, nos ha hecho un gran favor! —les dijo.

A Carla le había preocupado que la riñeran por hacer sonar la alarma, pero ahora se daba cuenta de que había hecho lo adecuado.

Cogió a su madre de la mano, que pareció sobresaltarse un instante. Se secó las lágrimas de los ojos con la manga, un gesto poco habitual en ella que demostraba lo alterada que estaba: si lo hubiera hecho Carla, le habrían dicho que utilizara el pañuelo.

—¿Qué hacemos ahora? —Su madre nunca decía eso, siempre sabía qué hacer.

Carla se fijó en dos personas que había cerca de ellas. Las miró. Una era una mujer de la misma edad que su madre, muy guapa, con cierto aire de autoridad. La conocía, pero no sabía de qué. A su lado había un hombre lo bastante joven para ser su hijo. Era un chico delgado y no muy alto, pero parecía una estrella de cine. Tenía un rostro atractivo que habría resultado irresistible de no ser por la nariz chata y deforme. Ambos parecían horrorizados, y el chico estaba pálido de ira.

La mujer habló primero y lo hizo en inglés.

—Hola, Maud —dijo, y la voz le resultó vagamente familiar a Carla—. ¿No me reconoces? —prosiguió—. Soy Eth Leckwith, y este es Lloyd.

II

Lloyd Williams encontró un club de boxeo en Berlín donde podía entrenar durante una hora por unos cuantos peniques. El local se hallaba en un barrio de clase obrera llamado Wedding, al norte del centro de la ciudad. Se ejercitó con las mazas indias y el balón medicinal, saltó a la comba, practicó con el saco de arena y luego se puso el casco e hizo cinco asaltos en el ring. El entrenador del club le encontró un sparring, un alemán de su misma edad y peso (Lloyd era un peso welter). El chico alemán tenía un directo muy rápido que aparecía de la nada y golpeó a Lloyd en varias ocasiones, hasta que Lloyd conectó un gancho de izquierdas y lo envió a la lona.

Lloyd se había criado en un barrio pobre del East End londinense. Cuando tenía doce años se había convertido en la víctima de los matones de la escuela.

—Lo mismo me sucedió a mí —le dijo su padrastro, Bernie Leckwith—. Como eres el más listo de la escuela, te ha cogido manía el
shlammer
de la clase. —Su padre era judío y su abuela solo hablaba yídish. Bernie había llevado a Lloyd al club de boxeo de Aldgate. Ethel se había opuesto, pero Bernie decidió no tener en cuenta su opinión, algo que no sucedía a menudo.

Lloyd había aprendido a moverse con rapidez y a golpear con fuerza, por lo que el matón dejó de intimidarlo. Sin embargo, él acabó con la nariz rota que le confería un aspecto más tosco. Y descubrió que tenía un talento. Poseía unos reflejos muy rápidos y una vena combativa, y había ganado varios premios en el ring. Su entrenador se llevó una decepción cuando le dijo que quería irse a estudiar a Cambridge en lugar de seguir la carrera de púgil profesional.

Se dio una ducha, se puso el traje, fue a un bar de obreros, pidió una cerveza de barril, y se sentó para escribirle a su hermanastra Millie y contarle el incidente con los camisas pardas. Millie estaba celosa de él por el viaje que estaba haciendo con su madre, y Lloyd le había prometido que le enviaría boletines informativos con frecuencia.

Aún estaba impresionado por el altercado de la mañana. Para él, la política formaba parte de su vida cotidiana: su madre había sido miembro del Parlamento, su padre era concejal en Londres y él era el presidente de la Liga Laborista Juvenil de Londres. Sin embargo, hasta entonces todo se había sometido a debate y votación. Nunca había visto una oficina asaltada por matones uniformados mientras la policía observaba lo que sucedía con los brazos cruzados. Aquello era política a puño desnudo, lo que le sorprendió.

«¿Podría llegar a suceder esto en Londres, Millie?», escribió. Su primer instinto le hizo pensar que no era así, pero Hitler tenía admiradores entre los industriales y los magnates de la prensa británicos. Tan solo unos meses antes el miembro del Parlamento sir Oswald Mosley había creado la Unión Británica de Fascistas. Al igual que los nazis, les gustaba pavonearse en público con uniformes de estilo militar. ¿Qué podía ser lo siguiente?

Acabó la carta, la dobló y a continuación tomó el tren para regresar al centro de la ciudad. Su madre y él habían quedado con Walter y Maud von Ulrich para cenar. Lloyd había oído hablar de Maud durante toda su vida. Su madre y ella formaban una pareja de amigas algo inverosímil: durante sus primeros años de vida laboral Ethel había trabajado como criada en una casa magnífica que era propiedad de la familia de Maud. Más tarde, ambas se habían convertido en sufragistas y habían hecho campaña juntas para lograr el derecho a voto de las mujeres. Durante la guerra habían escrito en un periódico feminista,
The Soldier’s Wife
. Luego discutieron por cuestiones de estrategia política y se distanciaron.

Lloyd recordaba a la perfección el viaje de la familia Von Ulrich a Londres en 1925. Por entonces él tenía diez años, lo bastante mayor para sentir vergüenza por no hablar alemán mientras que Erik y Carla, de cinco y tres años, eran bilingües. Fue entonces cuando Ethel y Maud resolvieron sus diferencias.

Llegó al restaurante Bistro Robert. El interior estaba decorado al estilo
art déco
con sillas y mesas implacablemente rectangulares, pies de lámpara de hierro muy elaborados con pantallas de cristal de colores; pero le gustaban las servilletas blancas y almidonadas que estaban firmes junto a los platos.

Los otros tres comensales ya habían llegado. Mientras se acercaba a la mesa se dio cuenta de que las mujeres estaban deslumbrantes: ambas iban bien vestidas, eran elegantes y mostraban una gran seguridad y desenvoltura. Recibían las miradas de admiración de los demás clientes. Se preguntó hasta qué punto era influencia de su amiga aristócrata el buen gusto del que hacía gala para la moda su madre.

Cuando hubieron pedido, Ethel les contó los motivos del viaje.

—Perdí mi escaño en 1931 —dijo—. Espero recuperarlo en las próximas elecciones, pero mientras tanto tengo que ganarme la vida. Por suerte, Maud, me enseñaste a ser periodista.

—No te enseñé demasiado —repuso Maud—. Poseías un talento natural.

—Estoy escribiendo una serie de artículos sobre los nazis para
News Chronicle
y he firmado un contrato para escribir un libro para un editor llamado Victor Gollancz. Decidí traer a Lloyd como intérprete ya que está estudiando francés y alemán.

Lloyd se fijó en su sonrisa orgullosa y sintió que no la merecía.

—Aún no ha puesto muy a prueba mis dotes de traductor —dijo el chico—. De momento hemos tratado con gente como vosotros, que habla un inglés perfecto.

Lloyd había pedido ternera empanada, un plato que nunca había visto en Inglaterra. Lo encontró delicioso.

—¿No deberías estar en la escuela? —le preguntó Walter mientras comían.

—Mi madre creyó que aprendería más alemán así, y mis profesores se mostraron de acuerdo.

—¿Por qué no vienes a trabajar conmigo en el Reichstag unos días? Me temo que tendría que ser sin sueldo, pero pasarías todo el día hablando alemán.

Lloyd estaba entusiasmado.

—Me encantaría. ¡Es una oportunidad maravillosa!

—Siempre que Ethel pueda prescindir de ti, claro —añadió Walter.

Su madre sonrió.

—¿Crees que podrías prestármelo de vez en cuando, cuando lo necesite de verdad?

—Por supuesto.

Ethel estiró el brazo por encima de la mesa y le tocó la mano a Walter. Fue un gesto íntimo, y Lloyd se dio cuenta de que el vínculo que unía a los tres era muy estrecho.

—Eres muy amable, Walter —dijo Ethel.

—En absoluto. Soy yo quien se beneficiará de contar con un ayudante joven y brillante que entiende la política.

—Creo que soy yo la que no entiende la política —dijo Ethel—. ¿Qué demonios está sucediendo aquí en Alemania?

—A mediados de la década de los veinte estábamos más o menos bien —comenzó a explicar Maud—. Teníamos un gobierno democrático y la economía crecía. Sin embargo, todo se fue al traste con el
crash
de Wall Street de 1929. Y ahora estamos sumidos en una gran depresión. —La voz se le quebró por una emoción que rayaba en el dolor—. Por cada oferta de trabajo se forman colas de hasta cien hombres. Los miro a la cara y veo la desesperación reflejada en su rostro. No saben cómo van a alimentar a sus hijos. Luego los nazis les ofrecen un poco de esperanza y entonces se preguntan a sí mismos: «¿Qué puedo perder?».

Walter parecía opinar que estaba exagerando la situación.

—Las buenas noticias —añadió con un tono más alegre— son que Hitler ha fracasado en su intento por convencer a la mayoría de los alemanes. En las últimas elecciones los nazis solo obtuvieron un tercio de los votos. Sin embargo, fueron el partido más votado, pero Hitler se ha visto obligado a formar un gobierno en minoría.

—Por eso ha exigido que se convoquen otras elecciones —terció Maud—. Necesita una mayoría absoluta para convertir Alemania en la brutal dictadura que quiere.

—¿Y lo logrará? —preguntó Ethel.

—No —dijo Walter.

—Sí —dijo Maud.

—No creo que el pueblo alemán vote jamás a favor de una dictadura —añadió Walter.

—¡Pero no serán unas elecciones justas! —exclamó Maud, enfadada—. Mira lo que le ha pasado hoy a mi revista. Todo aquel que critique a los nazis corre peligro. Mientras tanto, su propaganda lo inunda todo.

—¡Da la sensación de que nadie planta cara! —intervino Lloyd. Se arrepentía de no haber llegado unos minutos antes a las oficinas de
Der Demokrat
aquella mañana para repartir unos cuantos puñetazos más entre los camisas pardas. Se dio cuenta de que había cerrado el puño con fuerza y se obligó a abrir la mano, a pesar de lo cual la indignación no se desvaneció—. ¿Por qué la gente de izquierdas no asalta las revistas nazis? ¡Hay que pagarles con la misma moneda!

—¡No debemos combatir la violencia con más violencia! —exclamó Maud—. Hitler está buscando una excusa para tomar medidas más drásticas y declarar el estado de excepción, eliminar los derechos civiles y meter a los opositores en la cárcel. —Su voz adquirió un deje de súplica—. Por muy difícil que resulte, no podemos darle ningún pretexto.

Acabaron la comida y el restaurante empezó a vaciarse. Mientras les servían el café, se sentó con ellos el dueño del café, un primo lejano de Walter, Robert von Ulrich, y el chef, Jörg. Robert había sido diplomático en la embajada austríaca en Londres antes de la Gran Guerra, mientras que Walter había hecho lo propio en la embajada alemana, y se había enamorado de Maud.

Robert se parecía a Walter, pero vestía con ropa más recargada, con un alfiler de oro en la corbata, sellos en la cadena del reloj, y el pelo muy engominado. Jörg era más joven, un hombre rubio de rasgos delicados y una sonrisa alegre. Los dos habían sido prisioneros de guerra en Rusia. Ahora vivían en un apartamento sobre el restaurante.

Recordaron la boda de Walter y Maud, que se celebró en secreto en vísperas de la guerra. No hubo invitados, pero Robert y Ethel ejercieron de padrinos.

—Bebimos champán en el hotel —dijo Ethel—, y luego anuncié con mucho tacto que Robert y yo nos íbamos, y Walter… —Reprimió un ataque de risa—. Walter dijo: «¡Oh, creía que íbamos a cenar juntos!».

Maud se rió.

—¡No te imaginas lo que me alegré al oír eso!

Lloyd miró su taza de café, avergonzado. Tenía dieciocho años y era virgen, por lo que las bromas sobre la luna de miel lo incomodaban.

—¿Has tenido noticias de Fitz últimamente? —le preguntó Ethel a Maud con más seriedad.

Lloyd sabía que la boda secreta había provocado un enorme distanciamiento entre Maud y su hermano, el conde Fitzherbert. Fitz la había repudiado porque no había acudido a él, como cabeza de familia que era, para pedirle permiso para casarse.

Maud negó con la cabeza en un gesto triste.

—Le escribí esa vez que fui a Londres, pero ni tan siquiera quiso verme. Lo herí en su orgullo al casarme con Walter sin decírselo. Me temo que mi hermano es un hombre de los que no perdonan.

Ethel pagó la cuenta. En Alemania todo resultaba muy barato si uno tenía moneda extranjera. Estaban a punto de levantarse y marcharse cuando un desconocido se acercó a la mesa y, sin que nadie lo invitara, tomó asiento. Era un hombre fornido con un bigotito en el centro de su rostro ovalado.

Llevaba un uniforme de los camisas pardas.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Robert fríamente.

—Soy el comisario criminal Thomas Macke. —Agarró del brazo a un camarero que pasaba a su lado y le dijo—: Tráeme un café.

El camarero lanzó una mirada inquisitiva a Robert, que asintió.

—Trabajo en el departamento político de la policía prusiana —prosiguió Macke—. Estoy a cargo de la sección de inteligencia de Berlín.

Lloyd fue traduciendo las palabras de Macke a su madre en voz baja.

—Sin embargo —dijo Macke—, quiero hablar con el propietario del restaurante sobre un asunto personal.

—¿Dónde trabajaba hace un mes? —preguntó Robert.

Aquella pregunta inesperada sorprendió a Macke, que contestó de inmediato.

—En la comisaría de policía de Kreuzberg.

—¿Y en qué consistía su trabajo?

—Estaba a cargo del archivo. ¿Por qué lo pregunta?

Robert asintió como si hubiera esperado esa respuesta precisamente.

—De modo que ha pasado de archivista a jefe de la sección de inteligencia de Berlín. Lo felicito por su rápido ascenso. —Se volvió hacia Ethel—. Cuando Hitler se convirtió en canciller a finales de enero, su secuaz, Hermann Göring, fue nombrado ministro del Interior de Prusia, al mando de la fuerza policial más grande del mundo. Desde entonces, Göring se ha dedicado a despedir a policías a espuertas y a sustituirlos por nazis. —Se volvió hacia Macke y le dijo en tono sarcástico—: No obstante, en el caso de nuestro invitado sorpresa, estoy convencido de que el ascenso se debió únicamente a sus méritos.

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