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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (115 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—Pero nadie sabe dónde ocurrirá.

—El paso de Dover a Calais es el más estrecho.

—Por eso las defensas alemanas se han concentrado alrededor de Calais. Pero igual intentamos sorprenderlos; por ejemplo, desembarcando en la costa sur, cerca de Marsella.

—A lo mejor entonces termina todo.

—Lo dudo. Cuando tengamos una cabeza de puente, aún nos quedará conquistar Francia, y luego Alemania. Tenemos un largo camino por delante.

—Vaya, querido. —Woody parecía necesitar que lo animasen, y Daisy conocía a la chica perfecta para hacerlo. Isabel Hernández era una estudiante becada por la fundación de Rhodes para cursar un máster de historia en el St. Hilda’s College, en Oxford. Era guapísima, pero los chicos la consideraban una calientabraguetas por ser tan intelectual. A Woody, sin embargo, esas cosas le traían sin cuidado—. Ven aquí —gritó a Isabel—. Woody, esta es mi amiga Bella. Es de San Francisco. Bella, te presento a Woody Dewar, de Buffalo.

Se estrecharon la mano. Bella era alta, y tenía el pelo grueso y oscuro y la piel aceitunada, exactamente igual que Joanne Rouzrokh. Woody le sonrió.

—¿Qué haces en Londres? —preguntó.

Daisy los dejó solos.

Sirvió la cena a medianoche. Cuando conseguía provisiones de Estados Unidos, esta consistía en huevos con jamón; si no, en sándwiches de queso. La cena ofrecía el paréntesis durante el cual los invitados podían hablar, un momento parecido al intermedio en el teatro. Reparó en que Woody Dewar seguía acompañado de Bella Hernández, y parecían enfrascados en la conversación. Se aseguró de que todo el mundo dispusiera de lo que deseaba y se sentó en un rincón con Lloyd.

—Ya sé lo que quiero hacer cuando termine la guerra, si sigo con vida —dijo él—. Además de casarme contigo, quiero decir.

—¿Qué?

—Voy a presentarme como candidato al Parlamento.

Daisy estaba emocionada.

—¡Lloyd! ¡Eso es fantástico! —Le echó los brazos al cuello y lo besó.

—Es pronto para felicitaciones. He presentado mi candidatura por Hoxton, circunscripción contigua a la de mamá. Pero es posible que la sección local del Partido Laborista no me elija; y aunque lo hagan, puede que no gane. En Hoxton hay un parlamentario liberal con mucha fuerza en este momento.

—Quiero ayudarte —dijo ella—. Me gustaría ser tu mano derecha. Te redactaré los discursos; seguro que se me da bien.

—Me encantaría que me ayudases.

—¡Pues está hecho!

Los invitados de más edad se marcharon después de cenar, pero la música continuó y la bebida no se agotaba, así que la fiesta prosiguió con un ambiente más desinhibido incluso. Woody estaba bailando una pieza lenta con Bella, y Daisy se preguntó si era su primer escarceo amoroso desde la muerte de Joanne.

Las caricias iban en aumento, y los invitados empezaron a trasladarse a los dos dormitorios. Como no podían cerrar la puerta porque Daisy siempre quitaba la llave, a veces había más de una pareja en la misma habitación, pero a nadie parecía importarle. En una ocasión Daisy había encontrado a una pareja en el armario escobero, dormidos el uno en brazos del otro.

A la una de la madrugada llegó su marido.

No había invitado a Boy a la fiesta, pero este se presentó acompañado por una pareja de pilotos norteamericanos, y Daisy se encogió de hombros y los dejó entrar. Desprendía cierta euforia, y bailó con varias enfermeras. Luego se lo propuso a ella con amabilidad.

¿Estaría bebido?, se preguntó, ¿o tal vez solo se había vuelto más transigente con ella? Si era así, tal vez se replanteara lo del divorcio.

Ella accedió, y bailaron el
jitterbug
. La mayoría de los invitados no sabían que eran un matrimonio separado, pero quienes estaban al corriente no daban crédito.

—He leído en el periódico que has comprado otro caballo de carreras —dijo ella, iniciando una conversación trivial.

—Se llama Afortunado —respondió él—. Me ha costado ocho mil guineas; toda una fortuna.

—Espero que valga la pena. —Daisy adoraba los caballos, y había forjado en su mente la fantasía de que se dedicarían a comprarlos y adiestrarlos juntos. Sin embargo, él no había querido compartir la afición con su mujer. Ese había sido uno de los fracasos de su matrimonio.

Él le leyó la mente.

—Te he decepcionado, ¿verdad? —dijo.

—Sí.

—Y tú me has decepcionado a mí.

Eso era nuevo para ella.

—¿Por no cerrar los ojos a tus infidelidades? —preguntó tras meditarlo un minuto.

—Exacto. —Estaba lo bastante borracho para hablar con sinceridad.

Ella vio su oportunidad.

—¿Cuánto tiempo crees que tenemos que seguir mortificándonos?

—¿Mortificándonos? —se extrañó él—. ¿Quién se mortifica?

—Nos mortificamos el uno al otro por obligarnos a seguir casados. Tendríamos que divorciarnos, como hacen las personas sensatas.

—Tal vez tengas razón —convino él—. Pero un sábado a estas horas no es el mejor momento para hablar de eso.

Daisy se creó nuevas expectativas.

—¿Qué te parece si voy a verte un día? —propuso—. Cuando estemos despiertos, y sobrios.

Él vaciló.

—De acuerdo.

Daisy, ansiosa, aprovechó el momento.

—¿Qué tal mañana por la mañana?

—De acuerdo.

—Te veré al salir de la iglesia. ¿A las doce del mediodía te parece bien?

—De acuerdo —repitió Boy.

IV

Cuando Woody estaba cruzando Hyde Park con Bella para acompañarla a casa de una amiga que vivía en South Kensington, ella lo besó.

Nadie lo había hecho desde la muerte de Joanne y, al principio, se quedó paralizado. Bella le gustaba muchísimo, era la chica más inteligente que había conocido, aparte de Joanne. Y su forma de abrazarlo cuando bailaban le había hecho pensar que podía besarla si lo deseaba. Aun así, se había refrenado. No dejaba de pensar en Joanne.

Así que Bella tomó la iniciativa.

Abrió la boca, y él notó el roce de su lengua, pero eso solo sirvió para que recordase a Joanne haciendo lo mismo. Únicamente habían pasado dos años y medio de su muerte.

Su cerebro empezaba a barajar amables frases de rechazo cuando su cuerpo tomó el relevo. De repente, el deseo lo consumía. Empezó a besarla con avidez.

Ella respondió con entusiasmo a su arrebato de pasión. Le cogió las dos manos y las puso sobre sus pechos, grandes y suaves. Él gimió sin poder contenerse.

Había oscurecido y apenas veía pero, a juzgar por los sonidos medio ahogados procedentes de los arbustos de alrededor, dedujo que había bastantes parejas haciendo lo mismo.

Ella se apretó contra su cuerpo; Woody sabía que notaba su erección. Estaba tan excitado que tenía la impresión de que eyacularía de un momento a otro. Bella parecía igual de enardecida que él. Notó que le desabrochaba los pantalones con movimientos apresurados; tenía las manos frías en contraste con su pene ardiente. Retiró la prenda que lo cubría y luego, para sorpresa y deleite de Woody, se arrodilló. En cuanto rodeó el bálano con los labios, él se derramó en su boca sin poder controlarlo. Mientras lo hacía, ella lo succionó y lo lamió con impaciencia febril.

Tras el momento del clímax, Bella siguió besándole el miembro hasta que bajó la erección. Luego lo tapó con suavidad y se levantó.

—Ha sido muy excitante —susurró—. Gracias.

Woody estaba a punto de darle también las gracias, pero en vez de eso la abrazó y la atrajo con fuerza hacia sí. Se sentía tan agradecido que se habría echado a llorar. Hasta ese momento, no había reparado en cuánto necesitaba las atenciones de una mujer esa noche. Era como si le hubieran quitado de encima algo que lo ensombrecía.

—No sé cómo decirte… —empezó, pero no encontraba palabras para expresar lo que había significado para él.

—Pues no digas nada —repuso ella—. De todos modos, lo sé. Lo noto.

Caminaron hasta su casa.

—¿Podríamos…? —empezó él cuando llegaron a la puerta.

Ella le posó un dedo en los labios para acallarlo.

—Ve y gana la guerra —dijo.

Luego entró.

V

Cuando Daisy asistía al oficio religioso los domingos, lo cual no sucedía a menudo, evitaba las iglesias de élite frecuentadas por los fieles del West End que le volvían la cara y prefería trasladarse en metro hasta Aldgate y acudir a Calvary Gospel Hall. Las diferencias doctrinales eran numerosas, pero a ella eso no le importaba. Los cánticos del East End eran más divertidos.

Lloyd y ella llegaron por separado. Los habitantes de Aldgate la conocían, y les gustaba tener a una aristócrata peculiar en sus humildes bancos. Sin embargo, tratándose de una mujer casada y separada, habría supuesto abusar de su tolerancia entrar en la iglesia del brazo de su concubino. «Jesús no condenó a la adúltera, pero le pidió que no volviera a pecar», había dicho Billy, el hermano de Ethel.

Durante el oficio pensó en Boy. ¿Habría pronunciado en serio las palabras conciliadoras de la noche anterior, o todo había sido fruto de la debilidad del momento de embriaguez? Boy incluso le había estrechado la mano a Lloyd cuando se marchó, y eso tenía que significar que la perdonaba, ¿no? Sin embargo, se dijo que no debía permitir que sus esperanzas aumentasen. Boy era la persona más egocéntrica que había conocido en la vida, peor que su padre y su hermano Greg.

Al salir de la iglesia, Daisy solía ir a casa de Eth Leckwith a comer. Sin embargo, ese día dejó a Lloyd con su familia y se marchó a toda prisa.

Regresó al West End y llamó a la puerta de la casa que su marido ocupaba en Mayfair. El mayordomo la acompañó al salón de día.

Boy entró gritando.

—¿De qué narices va todo esto? —rugió, y le arrojó un periódico.

Lo había visto de ese humor muchísimas veces, y no le daba miedo. Solo le había levantado la mano una vez, y ella había cogido un pesado candelabro y lo amenazó con él. Nunca había vuelto a su ceder.

No estaba asustada, pero sí decepcionada. La noche anterior lo había visto de un humor excelente. Claro que aún cabía la posibilidad de que atendiera a razones.

—¿Por qué estás tan contrariado? —preguntó ella con serenidad.

—Mira el maldito periódico.

Daisy se agachó y lo recogió. Era la edición del día del
Sunday Mirror
, un popular tabloide de izquierdas. En portada había una foto del nuevo caballo de Boy, Afortunado, y el titular rezaba:

AFORTUNADO…

VALE POR

28 MINEROS DEL CARBÓN

La noticia de la compra de Boy había aparecido en la prensa el día anterior, pero ese día el
Mirror
publicaba un indignado artículo de opinión que recalcaba que el precio del caballo, ocho mil cuatrocientas libras, equivalía exactamente a veintiocho veces la paga compensatoria de trescientas libras que recibía la viuda de un minero muerto en accidente de trabajo.

Y la fortuna de la familia Fitzherbert procedía de las minas de carbón.

—Mi padre está furioso —dijo Boy—. Esperaba que lo nombrasen ministro de Asuntos Exteriores del gobierno después de la guerra. Probablemente esto ha arruinado sus posibilidades.

Daisy respondió con exasperación.

—Escucha, Boy, ¿puedes hacer el favor de explicarme qué tengo yo que ver con eso?

—¡Mira quién ha escrito el maldito artículo!

Daisy miró la firma.

Billy Williams

Parlamentario por Aberowen

—¡El tío de tu novio! —soltó Boy.

—¿Te crees que antes de escribir un artículo me lo consulta a mí?

Él agitó el dedo en señal de advertencia.

—¡Por alguna razón, esa familia nos odia!

—Creen que es injusto que ganes tanto dinero con el carbón mientras los propios mineros pasan penurias. Estamos en guerra, ya sabes.

—Tú también vives de una fortuna heredada —le espetó—. Además, anoche no observé mucha austeridad en tu piso de Piccadilly, y eso que estamos en guerra.

—Tienes razón —convino ella—. Pero yo me dedico a dar fiestas para los soldados. Tú, en cambio, te has gastado una fortuna en un caballo.

—¡Es mi dinero!

—Pero lo ganas con el carbón.

—¡Te has acostado tantas veces con ese cabrón de Williams que te has convertido en una maldita bolchevique!

—Esa es una de las muchas cosas que nos separan, Boy. ¿En serio quieres seguir casado conmigo? Encontrarás a alguien que te convenga, la mitad de las chicas de Londres darían cualquier cosa por convertirse en vizcondesas de Aberowen.

—No haré nada que favorezca a esos malditos Williams. Además, anoche me pareció oír que tu novio quiere convertirse en parlamentario.

—Lo hará estupendamente.

—Pues contigo cerca, lo tiene muy mal. Ni siquiera lo elegirán. Es un maldito socialista, y tú eres ex fascista.

—Ya he pensado en eso. Sé que es un poco problemático…

—¿Problemático? Es una barrera infranqueable. ¡Espera a que la noticia salga en los periódicos! Te crucificarán igual que hoy han hecho conmigo.

—Imagino que piensas vender la historia al
Daily Mail
.

—No me hará falta; lo harán sus rivales. Acuérdate de mis palabras: contigo cerca, Lloyd Williams no tendrá ni una maldita oportunidad.

VI

Durante los primeros cinco días de junio, el teniente Woody Dewar y su sección de paracaidistas, además de otros mil hombres aproximadamente, permanecieron aislados en un aeródromo del noroeste de Londres. Habían convertido un hangar en un dormitorio gigante con cientos de camas dispuestas formando largas hileras. Veían películas y escuchaban discos de jazz para entretenerse mientras esperaban.

El objetivo era Normandía. Con elaborados planes falsos, los Aliados habían intentado convencer al alto mando alemán de que el punto estratégico se encontraba trescientos kilómetros al nordeste de Calais. Si habían conseguido engañarlos, las fuerzas invasoras encontrarían poca resistencia relativamente, al menos durante las primeras horas.

El primer grupo estaría formado por los paracaidistas, que saltarían en mitad de la noche. El segundo, por el grueso de 130.000 hombres a bordo de 5.000 naves que atracarían en las playas de Normandía al amanecer. Para entonces, los paracaidistas tendrían que haber destruido los puntos fortificados del interior y haberse hecho con el control de las principales conexiones de transporte.

La sección de Woody tenía que tomar un puente que cruzaba el río en la pequeña población de Église-des-Soeurs, a dieciséis kilómetros de la playa. Cuando lo hubieran conseguido, debían controlar el acceso, bloqueando el paso a las unidades de refuerzo alemanas, hasta que llegase el grueso de la tropa. Debían evitar a toda costa que los alemanes volasen el puente.

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