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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (136 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Volodia sabía por boca de espías infiltrados en el Foreign Office que Bevin estaba decidido a incluir a Alemania en el Plan Marshall y excluir a la URSS. Y Stalin había caído de lleno en la trampa de Bevin al ordenar a los países del este de Europa que repudiaran la ayuda de Marshall.

En esos momentos, la policía secreta soviética parecía estar haciendo todo lo posible para que el proyecto de ley fuera aprobado por el Congreso.

—El Senado estaba más que decidido a desestimar la propuesta de Marshall —dijo Volodia a Ilia—. Los contribuyentes norteamericanos no quieren correr con los gastos, pero el golpe de Praga los ha convencido de que deben hacerlo, porque de otro modo se corre el peligro de que en Europa fracase el capitalismo.

—Los partidos burgueses checoslovacos querían dejarse sobornar por los norteamericanos —repuso Ilia, indignado.

—Tendríamos que habérselo permitido —opinó Volodia—. Habría sido la forma más rápida de fastidiarles todo el invento. Así el Congreso habría rechazado el Plan Marshall; no quieren dar dinero a los comunistas.

—¡El Plan Marshall es un ardid imperialista!

—Sí, sí que lo es —convino Volodia—. Y me temo que funcionará. Nuestros aliados durante la guerra están formando un bloque antisoviético.

—Ya es hora de que toda esa gente que impide que el comunismo avance reciba su merecido.

—Claro, claro. —Era impresionante la facilidad con que las personas como Ilia se formaban juicios políticos erróneos.

—Y también es hora de que me vaya a dormir.

Solo eran las diez, pero Volodia también fue a acostarse. Permaneció despierto pensando en Zoya y en Kotia; se moría de ganas de darles un beso de buenas noches.

Desvió la atención hacia la misión que tenía asignada. Dos días atrás había conocido a Jan Masaryk, el símbolo de la independencia de Checoslovaquia, en una ceremonia celebrada ante la tumba de su padre, Tomáš Masaryk, el fundador y primer presidente del país. Masaryk hijo, con un abrigo con el cuello de piel y la cabeza descubierta bajo la nevada, tenía un aspecto maltrecho y deprimido.

Si pudiera convencerlo de que continuara ejerciendo de ministro de Asuntos Exteriores, era posible que se alcanzara cierto grado de compromiso, pensó Volodia. Checoslovaquia podía tener un gobierno íntegramente comunista en cuestiones nacionales y aun así mantenerse neutral en las relaciones internacionales, o al menos minimizar la actitud antiamericana. Masaryk contaba tanto con la habilidad diplomática como con la credibilidad internacional para bailar en la cuerda floja.

Volodia decidió que al día siguiente se lo propondría a Lemítov.

Pasó la noche inquieto y se despertó antes de las seis, cuando empezó a sonar una alarma imaginaria. Tenía algo que ver con la conversación que había mantenido con Ilia la noche anterior. No podía dejar de darle vueltas. Cuando Ilia había dicho «toda esa gente que impide que el comunismo avance» se refería a Masaryk; y cuando un miembro de la policía secreta hablaba de recibir su merecido, se refería a morir.

Ilia se había acostado temprano, lo que significaba que debía de haberse levantado también temprano.

«Qué estúpido soy —pensó Volodia—. Las señales eran inequívocas y he empleado toda la noche en reconocerlas.»

Saltó de la cama. A lo mejor aún no era demasiado tarde.

Se vistió deprisa y se cubrió con un grueso abrigo, una bufanda y un sombrero. No había ningún taxi en la puerta del hotel; era demasiado temprano. Podría haber pedido que fuera a buscarlo un coche del Ejército Rojo, pero entre que despertaban al chófer y llegaba hasta allí habría pasado casi una hora.

Decidió ir andando. Solo había dos o tres kilómetros de distancia hasta el palacio Czernin. Abandonó el pintoresco centro de Praga para di rigirse hacia el oeste, cruzó el puente de Carlos y ascendió a toda prisa hacia el castillo.

Masaryk no lo esperaba, y el ministro de Asuntos Exteriores no tenía la obligación de conceder audiencia a un coronel del Ejército Rojo. Sin embargo, Volodia estaba seguro de que sentiría suficiente curiosidad para recibirlo.

Caminó con rapidez a través de la nieve y llegó al palacio Czernin a las seis y cuarenta y cinco. El edificio era una colosal construcción barroca con una imponente hilera de pilastras corintias alrededor de las tres plantas superiores. Para su sorpresa, el lugar estaba poco custodiado. Un centinela señaló la puerta principal y Volodia cruzó sin impedimentos el ornamentado vestíbulo.

Esperaba encontrar al necio policía secreto de turno tras el mostrador de recepción, pero no había nadie. Le pareció una mala señal y lo invadió una gran inquietud.

El vestíbulo daba a un patio interior. Miró a través de una ventana y vio lo que parecía un hombre tumbado en la nieve, como si durmiera. A lo mejor estaba borracho y se había caído. Si era así, corría peligro de morir congelado.

Volodia intentó abrir la puerta y descubrió que estaba abierta.

Cruzó corriendo el patio interior. Efectivamente, un hombre vestido con un pijama de seda azul yacía boca abajo en la nieve. No debía de llevar allí más de unos minutos, pues la nieve no lo cubría. Volodia se arrodilló a su lado. El hombre estaba muy quieto, daba la impresión de que no respiraba.

Volodia levantó la cabeza. Al patio daban varias hileras de ventanas idénticas, como soldados durante un desfile militar. Todas estaban bien cerradas contra el gélido tiempo invernal; todas excepto una. Una muy alta, justo por encima del hombre en pijama, estaba abierta de par en par.

Como si hubieran arrojado a alguien por ella.

Volvió la cabeza inerte del hombre y le miró la cara.

Era Jan Masaryk.

II

Al cabo de tres días, en Washington, el Estado Mayor conjunto presentó al presidente Truman un plan de emergencia para afrontar una invasión soviética de Europa occidental.

El peligro de que estallara una tercera guerra mundial era un tema candente en la prensa.

—Pero si acabamos de ganar la guerra —dijo Jacky Jakes a Greg Peshkov—. ¿Cómo es posible que esté a punto de estallar otra?

—Eso mismo me pregunto yo —respondió Greg.

Estaban sentados en un banco del parque porque Greg necesitaba tomarse un respiro tras haber estado jugando a pelota con Georgy.

—Menos mal que es demasiado joven para que lo recluten —dijo Jacky.

—Sí, menos mal.

Los dos contemplaron a su hijo, que estaba conversando con una chica rubia aproximadamente de su misma edad. Llevaba los cordones de las zapatillas Keds desatados y la camisa por fuera de los pantalones. Tenía doce años y cada día era más alto. Le había salido un poco de vello negro sobre el labio superior y daba la impresión de haber crecido siete u ocho centímetros desde la última semana.

—Estamos haciendo que nuestras tropas regresen lo más rápido posible —explicó Greg—. Igual que los británicos y los franceses. Pero el Ejército Rojo sigue en pie de guerra, y el resultado es que ahora tienen tres veces más soldados que nosotros en Alemania.

—Los norteamericanos no quieren otra guerra.

—Eso está claro. Y Truman espera ganar las elecciones presidenciales en noviembre, por lo que hará todo lo posible para evitar otra guerra. Aun así, podría ocurrir.

—A ti te queda poco tiempo en el ejército. ¿Qué harás después?

Greg apreció un temblor en la voz de Jacky que le hizo sospechar que la pregunta no era tan banal como pretendía hacer ver. La miró a la cara, pero tenía la expresión hierática.

—Si Estados Unidos no está en guerra, me presentaré para el Congreso en 1950 —respondió—. Mi padre se ha prestado a financiarme la campaña. Empezaré en cuanto terminen las elecciones presidenciales.

Ella apartó la mirada.

—¿Por qué partido? —preguntó de forma mecánica.

Greg se preguntaba si algo de lo que había dicho le había sentado mal.

—El Republicano, por supuesto.

—¿Y no piensas casarte?

Greg se quedó desconcertado.

—¿Por qué me preguntas eso?

Ahora Jacky lo miraba con dureza.

—¿Piensas casarte o no? —insistió.

—Pues mira, sí; estoy prometido. Se llama Nelly Fordham.

—Me lo imaginaba. ¿Cuántos años tiene?

—Veintidós. ¿Qué quiere decir que te lo imaginabas?

—Un político tiene que tener esposa.

—¡La quiero!

—Claro que sí. ¿Tiene políticos en la familia?

—Su padre es un abogado de Washington.

—Buena elección.

Greg se sentía incómodo.

—Estás siendo muy cínica.

—Te conozco, Greg. Por Dios, pero si me acosté contigo cuando no eras mucho mayor que Georgy. Puedes engañar a quien quieras excepto a tu madre y a mí.

Era muy perspicaz, como siempre. También la madre de Greg había puesto el noviazgo en entredicho. Tenían razón: se trataba de una jugada en favor de su carrera. Pero Nelly era guapa y encantadora, y adoraba a Greg. ¿Qué tenía aquello de malo?

—Dentro de unos minutos he quedado con ella para comer aquí cerca —dijo.

—¿Sabe Nelly lo de Georgy? —preguntó Jacky.

—No, y no debe saberlo.

—Tienes razón. Tener un hijo ilegítimo ya supone un problema, pero si encima es negro, tu carrera está acabada.

—Ya lo sé.

—Es casi tan malo como tener una mujer negra.

Greg estaba tan sorprendido que soltó la pregunta sin pensarlo dos veces.

—¿Creías que iba a casarme contigo?

Ella pareció decepcionada.

—No, Greg, ¡qué va! Si tuviera la oportunidad de elegir entre tú y el asesino del baño de ácido, pediría que me dieran tiempo para pensármelo.

Él sabía que estaba mintiendo. Se planteó por un momento la posibilidad de casarse con Jacky. Los matrimonios interraciales eran infrecuentes y provocaban gran hostilidad tanto por parte de los blancos como de los negros. Con todo, había personas que decidían casarse y asumían las consecuencias. Nunca había conocido a una mujer que le gustara más que Jacky; ni siquiera Margaret Cowdry, con quien había salido unos cuantos años hasta que ella se hartó de esperar a que le pidiera la mano. Jacky tenía una lengua muy afilada, pero a él eso no le molestaba, tal vez porque su madre era igual. Por algún motivo, la idea de estar siempre los tres juntos le resultaba muy atractiva. Georgy se acostumbraría a llamarlo papá. Comprarían una casa en un barrio de gente de mentalidad abierta, algún lugar donde hubiera muchos universitarios y profesores jóvenes, tal vez Georgetown.

Entonces vio que los padres de la rubia amiguita de Georgy la instaban a apartarse de él; su blanca madre, enfadada, agitaba el dedo en señal de amonestación. Y se dio cuenta de que casarse con Jacky era lo peor que podía ocurrírsele.

Georgy regresó junto al banco donde estaban sentados Greg y Jacky.

—¿Qué tal te va la escuela? —le preguntó Greg.

—Ahora me gusta más —respondió el chico—. Las matemáticas son más interesantes.

—A mí se me daban muy bien las matemáticas —dijo Greg.

—Mira qué casualidad —comentó Jacky.

Greg se puso en pie.

—Tengo que irme —dijo. Dio un apretón en el hombro a Georgy—. Sigue aplicándote con las matemáticas, chico.

—Claro —contestó Georgy.

Greg agitó la mano para despedirse de Jacky y se marchó.

No le cabía duda de que había estado pensando en la posibilidad de que se casaran al mismo tiempo que él. Sabía que el momento de abandonar el ejército era decisivo porque lo obligaba a plantearse el futuro. Era imposible que confiara en que iba a casarse con ella, pero aun así en el fondo debía de albergar alguna esperanza. Y él acababa de truncarla. Mala suerte. Lo cierto era que no podría haberse casado con ella aunque fuera blanca. Le tenía mucho cariño, y también quería al chico, pero tenía toda la vida por delante y necesitaba una esposa que le proporcionara contactos y apoyo. El padre de Nelly era un hombre muy poderoso en el Partido Republicano.

Caminó hasta el Napoli, un restaurante italiano situado a pocas manzanas del parque. Nelly ya había llegado; sus tirabuzones cobrizos sobresalían por debajo de un pequeño sombrero verde.

—¡Estás preciosa! —exclamó—. No llego muy tarde, ¿verdad? —Se sentó.

Nelly tenía una expresión glacial.

—Te he visto en el parque —dijo.

«Mierda», pensó Greg.

—He llegado antes de la hora y me he sentado un rato en un banco —explicó ella—. No te has dado cuenta, y al cabo de un rato tenía la impresión de estarme comportando como una fisgona, así que me he ido.

—Entonces, ¿has visto a mi ahijado? —preguntó él con una alegría forzada.

—¿Es tu ahijado? Qué raro que te elijan como padrino, ni siquiera vas nunca a la iglesia.

—¡Me porto bien con el chico!

—¿Cómo se llama?

—Georgy Jakes.

—Nunca me habías hablado de él.

—¿No?

—¿Cuántos años tiene?

—Doce.

—Así, cuando nació tú tenías dieciséis. Un poco joven para ser padrino, ¿no?

—Supongo que sí.

—¿A qué se dedica su madre?

—Es camarera. Hace años era actriz, y se hacía llamar Jacky Jakes. La conocí porque el estudio de mi padre la contrató.

Era más o menos la verdad, pensó Greg, incómodo.

—¿Y el padre?

Greg sacudió la cabeza.

—Jacky es soltera. —Se acercó un camarero—. ¿Te apetece tomar un cóctel? —preguntó Greg. Eso podía servir para aliviar la tensión—. Tráiganos dos martinis —le pidió al camarero.

—Enseguida, señor.

—Eres el padre del chico, ¿verdad? —preguntó Nelly en cuanto el camarero se hubo marchado.

—No; el padrino.

—Déjalo ya, ¿quieres? —soltó ella en tono desdeñoso.

—¿Por qué estás tan segura?

—Es negro, pero aun así se te parece. Lleva los cordones desatados y la camisa mal puesta, igual que tú. Además, se estaba camelando a la rubita que hablaba con él. Claro que es hijo tuyo.

Greg se dio por vencido.

—Pensaba contártelo —dijo con un suspiro.

—¿Cuándo?

—Estaba esperando el mejor momento.

—El mejor momento habría sido antes de pedirme en matrimonio.

—Lo siento. —Se sentía avergonzado, pero no del todo arrepentido. Creía que Nelly estaba armando un alboroto innecesario.

El camarero les llevó la carta y los dos se concentraron en los platos.

—Los espagueti a la boloñesa deben de estar riquísimos —dijo Greg.

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