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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (139 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Discutía con dos hombres, sus tres cabezas estaban muy juntas. Volodia esperaba que no fuera nada malo.

Esta era la bomba que salvaría a Stalin.

A la Unión Soviética, todo lo demás le había ido mal. La Europa occidental había abrazado de forma definitiva la democracia, había espantado al comunismo con las burdas tácticas amenazadoras del Kremlin y se había dejado comprar por los sobornos del Plan Marshall. La URSS ni siquiera había podido hacerse con el control de Berlín: como el puente aéreo había sido incesante, día tras día, durante casi un año, la Unión Soviética se había rendido y había reabierto las carreteras y vías férreas. En la Europa oriental, Stalin había conservado el control gracias a la pura fuerza bruta. Truman había sido reelegido presidente, y se consideraba a sí mismo el líder mundial. Los estadounidenses habían acumulado un arsenal de armamento nuclear y tenían preparados bombarderos B-29 en Inglaterra, dispuestos a convertir la Unión Soviética en un desierto radiactivo.

Sin embargo, todo eso podía cambiar ese mismo día.

Si la bomba explotaba como esperaban, la URSS y EE.UU. volverían a estar en igualdad de condiciones. Cuando la Unión Soviética pudiera amenazar a Estados Unidos con la devastación nuclear, la dominación estadounidense tocaría a su fin.

Volodia ya no sabía si eso era algo negativo o positivo.

Si no explotaba la bomba, tanto él como su esposa acabarían siendo víctimas de una purga: los enviarían a algún campo de trabajo en Siberia o se limitarían a fusilarlos. Volodia ya había hablado con sus padres y ellos habían prometido cuidar de Kotia y Galina.

Tal como harían si Volodia y Zoya morían víctimas de la prueba.

Gracias a la luz que cada vez era más intensa, Volodia vio, en varios puntos distantes en torno a la torre, una variedad de extrañas edificaciones: casas de ladrillo y madera, un puente que pendía sobre la nada y la entrada de una especie de estructura subterránea. Supuestamente, el ejército quería medir el alcance de la detonación. Tras fijarse mejor, vio que había camiones, tanques y aviones desguazados; imaginó que los habían colocado allí con el mismo propósito. Los científicos también iban a valorar el impacto de la bomba en seres vivos: había caballos, cabezas de ganado, ovejas y perros atados en el interior de sus casetas.

La discusión de la plataforma finalizó con una decisión. Los tres científicos asintieron y retomaron su trabajo.

Pasados un par de minutos, Zoya bajó y saludó a su marido.

—¿Va todo bien? —preguntó él.

—Eso creemos —respondió Zoya.

—¿Tú qué crees?

Ella se encogió de hombros.

—Como es lógico, esta es nuestra primera vez.

Subieron al camión y partieron, recorrieron una tierra que ya era yerma, hasta un búnker situado a lo lejos, desde donde controlarían la detonación.

Los demás científicos les iban a la zaga.

En el búnker, todos se pusieron gafas protectoras mientras se producía la cuenta atrás.

A los sesenta segundos, Zoya tomó de la mano a Volodia.

A los diez segundos, le sonrió y le dijo: «Te amo».

Cuando restaba solo un segundo, contuvo la respiración.

Entonces fue como si el sol hubiera salido de pronto. Una luz más intensa que los rayos del mediodía inundó el desierto. En la dirección en la que se encontraba la torre de la bomba, una bola de fuego se elevó hasta una altura imposible, disparada hacia la luna. Volodia quedó pasmado ante los refulgentes colores de la bola de fuego: verde, morado, naranja y violeta.

La bola se convirtió en un champiñón cuyo sombrero ascendía imparable. Al final se oyó el ruido: una explosión semejante a la que hubiera producido el armamento de artillería de mayores dimensiones del Ejército Rojo en caso de haber sido detonado a medio metro de distancia, seguida por una tormenta atronadora que recordó a Volodia el bombardeo de las colinas de Seelow.

Al final, la nube empezó a dispersarse y el ruido amainó.

Siguió un interminable momento de silencio ensordecedor.

—¡Dios mío, eso sí que no lo esperaba! —exclamó alguien.

Volodia abrazó a su esposa.

—Lo habéis conseguido —dijo.

Zoya tenía expresión de solemnidad.

—Ya lo sé —respondió—. Pero ¿qué hemos conseguido?

—Habéis salvado el comunismo —terció Volodia.

II

—La bomba rusa era una copia de la
Fat Man
, la que lanzamos sobre Nagasaki —aseguró el agente especial Bill Bicks—. Alguien les proporcionó los planos.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Greg.

—Por un desertor.

Estaban sentados en el despacho enmoquetado de Bicks, en el cuartel general del FBI en Washington, a las nueve en punto de la mañana. Bicks se había quitado la americana. Tenía dos lamparones de sudor en las axilas de la camisa, aunque el edificio contaba con un refrescante sistema de aire acondicionado.

—Según ese tipo —prosiguió Bicks—, un coronel del Ejército Rojo consiguió los planos gracias a uno de los científicos del equipo del proyecto Manhattan.

—¿Dijo quién?

—No sabe qué científico fue. Por eso le he llamado a usted. Necesitamos que encuentre al traidor.

—El FBI los investigó a todos en su época.

—¡Y todos suponían un riesgo potencial para nuestra seguridad! No pudimos hacer nada. Pero usted los conoció personalmente.

—¿Quién era el coronel del Ejército Rojo?

—A eso quería llegar. Usted lo conoce. Se llama Vladímir Peshkov.

—¡Mi hermanastro!

—Sí.

—De estar en su lugar, sospecharía de mí —comentó Greg y soltó una risotada, aunque no se sentía muy cómodo.

—Oh, ya lo hicimos, créame —dijo Bicks—. Ha sido sometido a la investigación más pormenorizada que he presenciado en los veinte años que llevo en el FBI.

Greg lo miró con escepticismo.

—Me toma el pelo.

—Le van bien los estudios a su chico, ¿verdad?

Greg se quedó impresionado. ¿Quién podía haber hablado al FBI sobre Georgy?

—¿Se refiere a mi ahijado? —preguntó.

—Greg, he dicho «pormenorizada». Sabemos que es su hijo.

Greg se sintió molesto, pero no quiso manifestarlo. Había desvelado los secretos de numerosos sospechosos durante su época en la seguridad del ejército. No tenía derecho a poner objeciones.

—Está usted limpio —prosiguió Bicks.

—Me tranquiliza oírlo.

—De todas formas, nuestro informador insistió en que los planos los entregó un científico, y no alguno de los miembros del personal militar que trabajaba en el proyecto.

—Cuando me reuní con Volodia en Moscú, me dijo que nunca había viajado a Estados Unidos —terció Greg con gesto pensativo.

—Mintió —dijo Bicks—. Estuvo aquí en septiembre de 1945. Pasó una semana en Nueva York. Luego le perdimos el rastro durante ocho días. Reapareció poco después y regresó a su país.

—¿Ocho días?

—Sí. Nos dejó en evidencia.

—Eso es tiempo suficiente para ir a Santa Fe, quedarse un par de días y regresar.

—Exacto. —Bicks se inclinó hacia delante sobre su mesa de escritorio—. Pero, piense. Si el científico ya había sido reclutado como espía, ¿por qué no contactó con él su enlace habitual? ¿Por qué trajeron a alguien de Moscú para hablar con él?

—¿Cree que el traidor fue reclutado durante aquella visita de dos días? Parece demasiado rápido.

—Seguramente había trabajado para ellos antes, pero cayó en desgracia por algún motivo. Sea como fuere, lo que hemos supuesto es que los rusos tenían que enviar a alguien a quien el científico ya conociese. Eso significa que debía de existir una conexión entre Volodia y uno de los científicos. —Bicks hizo un gesto para señalar una mesa auxiliar con carpetas marrones—. La respuesta está ahí, en algún sitio. Esas son las fichas de todos los científicos que han tenido acceso a esos planos.

—¿Qué quiere que haga yo?

—Repasarlos.

—¿No consiste en eso su trabajo?

—Ya lo hemos hecho. No hemos encontrado nada. Esperábamos que usted viera algo que se nos hubiera pasado por alto. Me quedaré aquí sentado haciéndole compañía; tengo papeleo pendiente.

—Es un trabajo largo.

—Tiene todo el día.

Greg arrugó la frente. ¿Es que sabían ellos que…?

—No tiene usted nada que hacer durante el resto del día —afirmó Bicks con rotundidad.

Greg se encogió de hombros.

—¿Tiene café?

Tomó café y donuts, luego más café, después un bocadillo a la hora del almuerzo y un plátano para merendar. Leyó todos los detalles conocidos sobre la vida de los científicos, sus esposas y sus familias: infancia, educación, trayectoria laboral, amor y matrimonio, logros profesionales, excentricidades y pecados.

Estaba comiendo el último trozo de plátano cuando de pronto exclamó:

—¡Me cago en Dios!

—¿Qué, qué? —preguntó Bicks.

—Willi Frunze estudió en la Academia Masculina de Berlín. —Greg estampó el historial con gesto triunfal sobre la mesa de escritorio.

—¿Y…?

—Volodia también fue a esa academia… me lo contó él mismo.

Bicks golpeó su mesa, emocionado.

—¡Compañeros de colegio! ¡Eso es! ¡Ya tenemos a ese cabrón!

—Eso no prueba nada —replicó Greg.

—Oh, no se preocupe, confesará.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Esos científicos creen que el conocimiento debe compartirse con todo el mundo, no creen que deba guardarse en secreto. Intentará justificarse argumentando que lo hizo por el bien de la humanidad.

—Y puede que lo hiciera.

—Diga lo que diga, acabará en la silla eléctrica —sentenció Bicks.

Greg se quedó helado. Willi Frunze siempre le había parecido un tipo agradable.

—¿De verdad?

—Puede jugarse lo que quiera. Acabará frito.

Bicks tenía razón. A Willi Frunze lo declararon culpable de traición, lo condenaron a muerte y murió en la silla eléctrica.

Al igual que su mujer.

III

Daisy contemplaba a su marido mientras este se ataba la pajarita blanca y se ponía el chaqué del frac que le sentaba como un guante.

—Pareces un príncipe —le dijo ella, y se lo decía de todo corazón. Debería de haber sido estrella de cine.

Lo recordó tal cual era hacía trece años, con el traje prestado en el baile del Trinity, y la nostalgia le produjo un agradable cosquilleo. Por aquel entonces ya era bastante guapo, eso recordaba, a pesar de que el traje le fuera dos tallas grande.

Estaban alojados en la suite permanente del padre de ella en el hotel Ritz-Carlton de Washington. Lloyd era subsecretario del Foreign Office y estaba de visita diplomática. Los padres de Lloyd, Ethel y Bernie, se sintieron encantados de poder cuidar a sus dos nietos durante una semana.

Esa noche, Daisy y Lloyd iban a asistir a un baile de gala en la Casa Blanca.

Ella llevaba un vestido que quitaba el aliento: confeccionado con satén rosa, con falda de exagerada campana que caía hasta el infinito en un milhojas de delicados tules. Tras los años de austeridad fruto de la guerra, Daisy se sentía encantada de poder volver a comprar vestidos de noche en París.

Recordó el baile del Club Náutico de 1935 en Buffalo, el acontecimiento al que ella, en la época, culpaba de haber arruinado su vida. La Casa Blanca era, a todas luces, una cita mucho más prestigiosa, aunque tenía la certeza de que nada de lo que pudiera ocurrir esa noche le arruinaría la vida. Pensaba en todo ello mientras Lloyd la ayudaba a ponerse el collar de diamantes rosas que había pertenecido a su madre, con pendientes a juego. A los diecinueve años había deseado con toda su alma que las personas de la alta sociedad la aceptasen. Y ahora le costaba imaginar el estar preocupada por algo así. Mientras Lloyd le dijera que estaba preciosa, le traía sin cuidado lo que pensaran los demás. La única persona cuya aprobación le interesaba era su suegra, Eth Leckwith, que tenía poca posición social y, sin duda alguna, jamás había llevado un vestido confeccionado en París.

¿Todas las mujeres echaban la vista atrás y pensaban en lo tontas que habían sido de jóvenes? Daisy volvió a pensar en Ethel, que sin duda había cometido una estupidez —al quedarse en cinta de su jefe casado—, aunque jamás había hablado con resentimiento de ello. Quizá esa fuera la actitud adecuada. Daisy reflexionó sobre sus propios errores: haberse prometido con Charlie Farquharson, haber rechazado a Lloyd, haberse casado con Boy Fitzherbert. Le costaba un poco recordar el ayer y pensar en los beneficios presentes de todas aquellas decisiones pasadas. No fue hasta el momento en que la alta sociedad la había rechazado de forma definitiva, y tras haber encontrado el consuelo en la cocina de Ethel, en Aldgate, cuando su vida había dado un giro a mejor. Había dejado de lloriquear por la posición social, había aprendido el verdadero significado de la amistad y se había sentido feliz desde entonces.

Ahora que todo eso no le importaba, disfrutaba aún más en las fiestas.

—¿Estás lista? —preguntó Lloyd.

Estaba lista. Se puso el abrigo de noche que Dior había diseñado como complemento del vestido. Bajaron en el ascensor, salieron del hotel y subieron a la limusina que estaba esperándolos.

IV

Carla convenció a su madre para que tocara el piano en Nochebuena.

Maud llevaba años sin sentarse ante el teclado. Quizá la entristecía porque le traía recuerdos de Walter: siempre habían tocado a cuatro manos y cantado juntos, y había contado a los chicos en muchas ocasiones sus vanos intentos de enseñar a Walter a tocar ragtime. Aunque ya no contaba esa historia, y Carla sospechaba que, en ese momento, el piano hacía pensar a Maud en Joachim Koch, el joven oficial que había acudido a ella para recibir lecciones de música, a quien había engañado y seducido, y al que Carla y Ada habían matado en la cocina. La propia Carla era incapaz de borrar el recuerdo de aquella noche de pesadilla, en especial, el momento en que tuvieron que deshacerse del cuerpo. Habían hecho lo correcto, pero, de todas formas, habría preferido correr un tupido velo.

Sin embargo, Maud accedió finalmente a tocar «Noche de paz» para que la cantaran todos a coro. Werner, Ada, Erik y los tres niños, Rebecca, Walli y la pequeña Lili, se reunieron en torno al viejo Steinway en la sala de estar. Carla puso una vela sobre el piano, y miró con detenimiento los rostros de sus familiares, veteados por las sombras danzantes de la llama mientras cantaban el villancico alemán.

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