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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (138 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Miró hacia la tribuna y se horrorizó al ver a su hermano Erik entre el estridente gentío.

—¡Eres alemán! —le gritó Carla—. Has vivido bajo el yugo nazi. ¿Es que no has aprendido nada?

Erik pareció no oírla.

Frau Schroeder se dirigió al estrado y llamó a la calma. Los manifestantes la insultaron y abuchearon. Ella alzó la voz hasta convertirla en un grito.

—¡Si el consejo municipal no puede celebrar un debate pacífico en este edificio, trasladaré la reunión al sector estadounidense!

Se oyeron más improperios, pero los veintiséis concejales comunistas vieron que aquello no surtiría efecto. Si el consejo se reunía fuera de la zona soviética una vez, podría volver a hacerlo, e incluso trasladarse de forma permanente a un espacio fuera del alcance de la intimidación comunista. Tras una breve discusión, uno de ellos se puso en pie y pidió a los manifestantes que se marchasen. Todos obedecieron cantando «La Internacional».

—Es evidente quién está al mando de esta gente —dijo Heinrich.

Al fin hubo silencio. Frau Schroeder expuso la exigencia de los rusos y añadió que no podría ser efectiva fuera del sector soviético de Berlín a menos que los otros Aliados la ratificaran.

Un representante comunista pronunció un discurso acusándola de recibir órdenes directas de Nueva York.

Estalló un airado intercambio de insultos. Finalmente votaron. Los comunistas respaldaron unánimemente el decreto soviético, tras acusar a los demás de estar controlados desde el extranjero. El resto votó en contra, y la moción fue rechazada. Berlín se había negado a someterse a lo que consideraba un abuso. Carla se sintió satisfecha, aunque también cansada.

Sin embargo, aquello aún no había terminado.

Cuando se marcharon eran ya las siete de la tarde. La mayor parte de la turba había desaparecido, pero el núcleo duro seguía merodeando por la entrada. Propinaron patadas y puñetazos a una concejala muy mayor. La policía seguía mirando con indiferencia.

Carla y Heinrich salieron por una puerta lateral con varios amigos, confiando en pasar inadvertidos, pero un comunista patrullaba en bicicleta esa salida, y se alejó rápidamente.

Mientras los concejales se marchaban a toda prisa, el ciclista volvió seguido de una banda. Alguien le puso la zancadilla a Carla, que cayó al suelo. Recibió una, dos, tres patadas. Aterrada, ella se protegió el vientre con las manos. Estaba casi de tres meses, la etapa en que se producían la mayoría de los abortos, como bien sabía. ¿Moriría el bebé de Werner en una calle de Berlín apaleado por unos matones comunistas?, pensó, desesperada.

Al rato, todos desaparecieron.

Los concejales fueron levantándose. Nadie había sufrido heridas graves. Se marcharon juntos, temerosos de que los otros volvieran, pero al parecer los comunistas ya habían repartido suficientes golpes aquel día.

Carla llegó a casa a las ocho. No había rastro de Erik.

Werner se asustó al ver sus moretones y su vestido desgarrado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Estás bien?

Carla rompió a llorar.

—Estás herida —dijo Werner—. ¿Quieres que vayamos al hospital?

Ella negó vigorosamente con la cabeza.

—No es eso —dijo—. Solo son contusiones. Y las he tenido peores. —Se dejó caer en una silla—. Dios, estoy muy cansada.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó, iracundo.

—Los de siempre —contestó Carla—. Se hacen llamar comunistas en lugar de nazis, pero son de la misma calaña. Volvemos a estar en 1933.

Werner la abrazó.

Carla no encontraba consuelo.

—¡Esos matones han estado tanto tiempo en el poder…! —sollozó—. ¿Se acabará algún día?

IV

Esa noche, la agencia de noticias soviética emitió un comunicado. Desde las seis de la mañana, todo el transporte de pasajeros y mercancías hacia y desde Berlín occidental —trenes, coches y las barcazas de los canales— cesaría. No entraría ni saldría ninguna clase de provisión: ni comida, ni leche, ni medicamentos, ni carbón. Dado que las estaciones generadoras de electricidad, por consiguiente, se clausurarían, ya estaban cortando el suministro de electricidad, solo en los sectores occidentales.

La ciudad estaba sitiada.

Lloyd Williams se encontraba en los cuarteles generales del ejército británico. La actividad parlamentaria disfrutaba de un breve receso, y Ernie Bevin se había ido de vacaciones a Sandbanks, en la costa meridional de Inglaterra, pero estaba lo bastante preocupado para enviar a Lloyd a Berlín con la misión de observar la implantación de la nueva moneda y mantenerle informado.

Daisy no había acompañado a Lloyd. Su hijo, Davey, tenía solo seis meses, y, junto con Eva Murray, Daisy estaba poniendo en marcha una clínica de control de la natalidad en Hoxton que estaba a punto de abrir sus puertas.

A Lloyd le aterraba que aquella crisis desembocara en otra guerra. Había combatido en dos, y de ningún modo quería ver una tercera. Tenía dos hijos de corta edad a los que esperaba ver crecer en un mundo en paz. Estaba casado con la mujer más guapa, atractiva y adorable del planeta y quería pasar con ella el resto de una vida que esperaba que fuese muy larga.

El general Clay, gobernador militar estadounidense adicto al trabajo, ordenó a su personal que organizara un convoy acorazado que recorrería la autopista desde Helmstedt, en el oeste, hasta Berlín, cruzando directamente territorio soviético y arrasando cuanto encontrara a su paso.

Lloyd tuvo noticia de este plan al mismo tiempo que el gobernador británico, sir Brian Robertson, a quien oyó decir con su sucinto tono militar: «Si Clay hace eso, será la guerra».

Pero aquel plan no tenía sentido. Lloyd supo por los ayudantes más jóvenes de Clay que los norteamericanos habían sugerido otras opciones. El secretario del Ejército, Kenneth Royall, quería detener la reforma de la moneda. Clay repuso que esta había llegado demasiado lejos para poder dar marcha atrás. A continuación, Royall propuso evacuar a todos los estadounidenses. Clay le contestó que eso era exactamente lo que los soviéticos querían.

Sir Brian pretendía aprovisionar la ciudad por aire. La mayoría creía que era imposible hacerlo. Algunos calcularon que Berlín precisaba cuatro mil toneladas diarias de combustible y de comida. ¿Había suficientes aviones en el mundo para transportar todo eso? Nadie lo sabía. Sin embargo, sir Brian ordenó a la Royal Air Force que pusiera en marcha la operación.

El viernes por la tarde, sir Brian visitó a Clay, y a Lloyd lo invitaron a formar parte del séquito.

—Los rusos podrían bloquear la autopista por delante de su convoy y esperar para comprobar si tenemos arrestos de atacarles, aunque no creo que se atreviesen a derribar aviones.

—No veo cómo podemos hacer llegar suficientes suministros por aire —volvió a decir Clay.

—Yo tampoco —repuso sir Brian—, pero vamos a hacerlo hasta que se nos ocurra algo mejor.

Clay descolgó el teléfono.

—Póngame con el general LeMay, en Wiesbaden —pidió. Al cabo de un minuto, dijo—: Curtis, ¿tiene algún avión ahí que pueda transportar carbón? —Hubo una pausa—. Carbón —repitió Clay en voz más alta. Otra pausa—. Sí, eso es lo que he dicho: carbón.

Un instante después, Clay miró a sir Brian.

—Dice que la Fuerza Aérea de Estados Unidos puede transportar cualquier cargamento.

Los británicos regresaron a sus cuarteles generales.

El sábado, Lloyd solicitó un chófer militar y se dirigió a la zona soviética con una misión personal. Fue a la dirección en la que había visitado a la familia Von Ulrich quince años atrás.

Sabía que Maud seguía viviendo allí. Su madre y ella habían reanudado la correspondencia al final de la guerra. En sus cartas, Maud ponía buena cara a lo que sin duda estaba siendo un calvario. No pedía ayuda, y, de todas formas, nada podía hacer Ethel por ella: el racionamiento seguía vigente en Gran Bretaña.

La casa había cambiado mucho. En 1933 era una edificación bonita, algo deteriorada pero aún elegante. Ahora tenía un aspecto ruinoso. En la mayoría de las ventanas había cartones o papel en lugar de vidrios. En la mampostería se veían orificios de bala, y el jardín había desaparecido. La carpintería hacía mucho tiempo que no veía una capa de pintura.

Lloyd se quedó un rato en el coche, observando la casa. La última vez que había estado allí tenía dieciocho años, y Hitler solo era canciller de Alemania. El joven Lloyd no había imaginado los horrores que el mundo iba a ver. Ni él ni nadie había sospechado lo cerca que estaría el fascismo de triunfar en toda Europa, y cuánto tendrían que sacrificar para derrotarlo. Se sintió un poco como la casa de los Von Ulrich: maltratado, bombardeado y tiroteado, pero aún en pie.

Caminó por el sendero hasta la puerta y llamó.

Reconoció a la criada que lo recibió.

—Hola, Ada, ¿te acuerdas de mí? —le dijo en alemán—. Soy Lloyd Williams.

La casa estaba en mejor estado por dentro que por fuera. Ada lo acompañó a la sala de estar, donde había un jarrón de cristal con flores encima del piano. Una manta de vivos colores cubría el sofá, con toda probabilidad para ocultar los agujeros de la tapicería. El papel de periódico de las ventanas dejaba pasar una sorprendente cantidad de luz.

Un niño de dos años entró en la sala y lo escrutó con curiosidad. Iba vestido con ropa hecha a mano, y tenía cierto aire oriental.

—¿Quién eres? —le preguntó el pequeño.

—Me llamo Lloyd. ¿Y tú?

—Walli —contestó el niño, y se marchó corriendo—. ¡Ese señor habla muy gracioso! —oyó Lloyd que le decía a alguien.

«Mi acento alemán», pensó.

Luego oyó la voz de una mujer de mediana edad.

—¡No hagas esos comentarios! Son de mala educación.

—Perdona, abuela.

Un instante después, Maud entró.

Su aspecto dejó impactado a Lloyd. Rondaba los cincuenta y cinco años, pero aparentaba setenta. Tenía el cabello cano y la cara descarnada, y llevaba un vestido raído. Maud le dio un beso en la mejilla con sus labios consumidos.

—¡Lloyd Williams, qué alegría verte!

«Es mi tía», pensó Lloyd con una sensación extraña. Pero ella no lo sabía; Ethel había guardado el secreto.

Detrás de Maud entraron Carla, que estaba irreconocible, y su marido. Lloyd había visto a Carla por primera vez cuando era una precoz niña de once años; ahora, calculó, tenía veintiséis. Aunque parecía famélica —como la mayoría de los alemanes—, era guapa y transmitía una seguridad que sorprendió a Lloyd. Algo en su postura le hizo pensar que estaba embarazada. Sabía por las cartas de Maud que Carla se había casado con Werner, que había sido un apuesto galán en 1933, y seguía siéndolo.

Pasaron una hora poniéndose al día. La familia había vivido un horror inimaginable y hablaba de él con franqueza, aunque Lloyd seguía teniendo la impresión de que pasaba por alto los peores detalles. Les habló de Daisy y de Evie. Durante la conversación, una adolescente entró en la sala y preguntó a Carla si podía ir a casa de su amiga.

—Esta es nuestra hija, Rebecca —le dijo Carla a Lloyd.

Lloyd supuso que tendría unos dieciséis años, y que por tanto debía de ser adoptada.

—¿Ya has hecho los deberes? —le preguntó Carla a la chica.

—Los haré mañana por la mañana.

—Hazlos ahora, por favor —repuso Carla con firmeza.

—¡Oh, mamá!

—No discutas —dijo Carla. Se volvió hacia Lloyd, y Rebecca se fue enfurruñada.

Hablaron de la crisis. Como concejal, Carla estaba muy implicada. Era pesimista sobre el futuro de Berlín. Creía que los soviéticos sencillamente dejarían morir de hambre a la población hasta que Occidente cediera y entregara toda la ciudad al control soviético.

—Deja que te enseñe algo que quizá te haga pensar de otro modo —le propuso Lloyd—. ¿Me acompañas al coche?

Maud se quedó en la casa con Walli, pero Carla y Werner salieron con Lloyd, que le dijo al chófer que los llevara a Tempelhof, el aeropuerto del sector estadounidense. Cuando llegaron, los precedió hasta un ventanal elevado desde el cual tenían una amplia panorámica de la pista de aterrizaje.

En el asfalto había una docena de aviones C-47 Skytrain alineados, algunos con la estrella estadounidense, otros con el círculo de la RAF. Tenían las compuertas abiertas, y al pie de cada uno de ellos esperaba un camión. Mozos alemanes y pilotos norteamericanos descargaban las bodegas. Había sacos de harina, bidones enormes de queroseno, cajas de material médico y cajones de madera llenos de miles de botellas de leche.

Mientras ellos observaban la escena, aviones vacíos despegaban y otros aterrizaban.

—Es increíble —dijo Carla, con los ojos refulgentes—. Nunca había visto nada así.

—Nunca había habido nada así —repuso Lloyd.

—Pero ¿pueden mantener esto los británicos y los estadounidenses? —preguntó Carla.

—Creo que debemos hacerlo.

—¿Por cuánto tiempo?

—El que sea necesario —contestó Lloyd con firmeza.

Y así fue.

25

1949

I

Prácticamente en el meridiano del siglo XX, el 29 de agosto de 1949, Volodia Peshkov se encontraba en la meseta de Ustiurt, al este del mar Caspio, en Kazajastán. Se trataba de un desierto rocoso en el sur profundo de la URSS, donde los nómadas cuidaban las cabras de forma muy similar a como se hacía en tiempos bíblicos. Volodia viajaba en un camión militar que iba dando incómodos tumbos por un camino tortuoso. Rompía el alba en el paisaje de rocas, arena y arbustos espinosos. Un camello famélico, apostado en solitario a la vera del camino, miró el camión a su paso con mal gesto.

A lo lejos, algo borrosa, Volodia intuyó la silueta de la torre desde donde iba a lanzarse la bomba, alumbrada por toda una batería de focos.

Zoya y los demás científicos habían armado su primera bomba nuclear siguiendo el diseño que Volodia había conseguido gracias a Willi Frunze en Santa Fe. Era un dispositivo de plutonio con disparador de implosión. Había otros diseños, pero aquel había funcionado ya en dos ocasiones, una en Nuevo México y otra en Nagasaki.

Por lo cual también debía funcionar en esa ocasión.

La prueba recibió el nombre en clave de RDS-1, aunque la llamaban «Primer Relámpago».

El camión en el que viajaba Volodia aparcó a los pies de la torre. Al levantar la vista, vio al grupo de científicos en la plataforma, trajinando con una maraña de cables que conducían a los detonadores instalados en la carcasa de la bomba. Alguien ataviado con mono azul de trabajo retrocedió, y una melena rubia se agitó al viento: era Zoya. Volodia se hinchió de orgullo. «Mi esposa —pensó—, física de primera línea y madre de dos hijos.»

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