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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

El invierno en Lisboa (17 page)

BOOK: El invierno en Lisboa
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Volvió a la ciudad para perderse en ella como en una de esas noches de música y bourbon que no parecía que fueran a terminar nunca. Pero ahora el invierno había ensombrecido las calles y las gaviotas volaban sobre los tejados y las estatuas a caballo como buscando refugio contra los temporales del mar. Cada temprano anochecer había un instante en que la ciudad parecía definitivamente ganada por el invierno. Desde la orilla del río circundaba la niebla borrando el horizonte y los edificios más altos de las colinas, y la armadura roja del puente alzado sobre las aguas grises se prolongaba en el vacío. Pero entonces comenzaban a encenderse las luces, las alineadas farolas de las avenidas, los tenues anuncios luminosos que se extinguían y parpadeaban formando nombres o dibujos, líneas fugaces de neón tiñendo rítmicamente de rosa y rojo y azul el cielo bajo de Lisboa.

Él caminaba siempre, insomne tras las solapas de su abrigo, reconociendo lugares por donde había pasado muchas veces o perdiéndose cuando más seguro estaba de haber aprendido la trama de la ciudad. Era, me dijo, como beber lentamente una de esas perfumadas ginebras que tienen la transparencia del vidrio y de las mañanas frías de diciembre, como inocularse una sustancia envenenada y dulce que dilatara la conciencia más allá de los límites de la razón y del miedo. Percibía todas las cosas con una helada exactitud tras la que vislumbraba algunas veces la naturalidad con que es posible deslizarse hacia la locura. Aprendió que para quien pasa mucho tiempo solo en una ciudad extranjera no hay nada que no pueda convertirse en el primer indicio de una alucinación: que el rostro del camarero que le servía un café o el del recepcionista a quien entregaba la llave de su habitación eran tan irreales como la presencia súbitamente encontrada y perdida de Lucrecia, como su propia cara en el espejo de un lavabo.

Nunca dejaba de buscarla y casi nunca pensaba en ella. Del mismo modo que a Lisboa la niebla y las aguas del Tajo la aislaban del mundo, convirtiéndola no en un lugar, sino en un paisaje del tiempo, él percibía por primera vez en su vida la absoluta insularidad de sus actos: se iba volviendo tan ajeno a su propio pasado y a su porvenir como a los objetos que lo rodeaban de noche en la habitación del hotel. Tal vez fue en Lisboa donde conoció esa temeraria y hermética felicidad que yo descubrí en él la primera noche que lo vi tocar en el Metropolitano. Recuerdo algo que me dijo una vez: que Lisboa era la patria de su alma, la única patria posible de quienes nacen extranjeros.

También de quienes eligen vivir y morir como renegados: uno de los axiomas de Billy Swann era que todo hombre con decencia termina por detestar el país donde nació y huye de él para siempre sacudiéndose el polvo de las sandalias.

Una tarde, Biralbo se encontró fatigado y perdido en un arrabal del que no podría volver caminando antes de que se hiciera de noche. Abandonados hangares de ladrillo rojizo se alineaban junto al río. En las orillas sucias como muladares había tiradas entre la maleza viejas maquinarias que parecían osamentas de animales extinguidos. Biralbo oyó un ruido familiar y lejano como de metales arrastrándose. Un tranvía se acercaba despacio, alto y amarillo, oscilando sobre los raíles, entre los muros ennegrecidos y los desmontes de escoria. Subió a él: no entendió lo que le explicaba el conductor, pero le daba igual a dónde fuera. Lejos, sobre la ciudad, resplandecía brumosamente el sol del invierno, pero el paisaje que cruzaba Biralbo tenía una grisura de atardecer lluvioso. Al cabo de un viaje que le pareció larguísimo el tranvía se detuvo en una plaza abierta al estuario del río. Tenía hondos atrios coronados de estatuas y frontones de mármol y una escalinata que se hundía en el agua. Sobre su pedestal con elefantes blancos y ángeles que levantaban trompetas de bronce, un rey cuyo nombre nunca llegó a saber Biralbo sostenía las bridas de su caballo irguiéndose con la serenidad de un héroe contra el viento del mar, que olía a puerto y a lluvia.

Aún era de día, pero las luces empezaban a encenderse en la alta penumbra húmeda de los soportales. Biralbo cruzó bajo un arco con alegorías y escudos y en seguida se perdió por calles que no estaba seguro de haber visitado antes. Pero eso le ocurría siempre en Lisboa: no acertaba a distinguir entre el desconocimiento y el recuerdo. Eran calles más estrechas y oscuras, pobladas de hondos almacenes y densos olores portuarios. Caminó por una plaza grande y helada como un sarcófago de mármol en la que brillaban sobre el pavimento los raíles curvados de los tranvías, por una calle en la que no había ni una sola puerta, sólo un largo muro ocre con ventanas enrejadas. Entró en un callejón como un túnel que olía a sótano y a sacos de café y caminó más aprisa al oír a su espalda los pasos de otro hombre.

Volvió a torcer, poseído por el miedo a que lo estuvieran siguiendo. Dio una moneda a un mendigo sentado en un escalón que tenía junto a sí una pierna ortopédica, perfectamente digna, de color naranja, con un calcetín a cuadros, con correas y hebillas y un zapato solo, muy limpio, casi melancólico. Vio sucias tabernas de marineros y portales de pensiones o indudables prostíbulos. Como si descendiera por un pozo, notaba que el aire se iba haciendo más espeso: veía más bares y más rostros, máscaras oscuras, ojos rasgados, de pupilas frías, facciones pálidas e inmóviles en zaguanes de bombillas rojas, párpados azules, sonrisas como de labios cortados que sostenían cigarrillos, que se curvaban para llamarlo desde las esquinas, desde los umbrales de clubes con puertas acolchadas y cortinas de terciopelo púrpura, bajo los letreros luminosos que se encendían y apagaban aunque todavía no era de noche, apeteciendo su llegada, anunciándola.

Nombres de ciudades o de países, de puertos, de regiones lejanas, de películas, nombres que fosforecían desconocidos e incitantes como las luces de una ciudad contemplada desde un avión nocturno, agrupadas como en floraciones de coral o cristales de hielo. Texas, leyó, Hamburgo, palabras rojas y azules, amarillas, violeta lívido, delgados trazos de neón, Asia, Jacarta, Mogambo, Goa, cada uno de los bares y de las mujeres se le ofrecía bajo una advocación corrompida y sagrada, y él caminaba como recorriendo con el dedo índice los mapamundis de su imaginación y su memoria, del antiguo instinto de miedo y perdición que siempre había reconocido en esos nombres. Un negro de gafas oscuras y gabardina muy ceñida se acercó a él y le habló mostrándole algo en la palma blanca de su mano. Biralbo negó con la cabeza y el otro enumeró cosas en inglés: oro, heroína, un revólver. Notaba el miedo, se complacía en él como en el vértigo de velocidad de quien conduce un automóvil de noche. Se acordó de Billy Swann, que siempre que llegaba a una ciudad desconocida buscaba solo las calles más temibles. Vio entonces aquella palabra iluminada, en la última esquina, la luz azul temblando como si fuera a apagarse, alta en la oscuridad como un faro, como las luces sobre el último puente de San Sebastián. Por un instante no la vio, luego hubo rápidos fogonazos azules, por fin se fueron iluminando una a una las letras suspendidas sobre la calle, formando un nombre, una llamada,
Burma
.

Entró como quien cierra los ojos y se lanza al vacío. Mujeres rubias de anchos muslos y severa fealdad bebían en la barra. Había hombres borrosos, de pie, sentados en divanes esperando algo, contando monedas disimuladamente parados ante cabinas con bombillas rojas que a veces se apagaban. Entonces alguien salía de cualquiera de ellas con la cabeza baja y otro hombre entraba y se oía que cerraba la puerta desde dentro. Una mujer se acercó a Biralbo «Sólo cuatro monedas de veinticinco escudos», le dijo. Él preguntó en vacilante portugués por qué aquel lugar se llamaba Burma. La mujer sonrió sin entender nada y le mostró el pasadizo donde se alineaban las cabinas. Biralbo entró en una de ellas. Era tan angosta como el lavabo de un tren y tenía en el centro una opaca ventana circular Una a una deslizó las cuatro monedas en la ranura vertical. Se apagó la luz de la cabina y una claridad rojiza iluminó aquella ventana semejante a un ojo de buey. «No soy yo», pensó Biralbo, «no estoy en Lisboa, este lugar no se llama Burma». Al otro lado del cristal una mujer pálida y casi desnuda se retorcía o bailaba sobre una tarima giratoria. Movía las manos extendidas, fingiendo que se acariciaba, se arrodillaba o se tendía con disciplina y desdén agitándose, mirando a veces sin expresión la hilera de ventanas circulares.

La de Biralbo se apagó como si la cubriera la escarcha. Tenía frío al salir, y equivocó el camino. El túnel de cabinas iguales no lo llevó al bar, sino a una habitación desnuda con una sola bombilla y una puerta metálica que estaba entornada. En las paredes había manchas de humedad y dibujos obscenos. Biralbo oyó pasos de gente subiendo una escalera con peldaños de hierro, pero no le dio tiempo a obedecer la tentación de esconderse. Una mujer y un hombre abrazados por la cintura aparecieron en la puerta. El hombre estaba despeinado y rehuyó la mirada de Biralbo. Siguió avanzando cuando ya no podían verlo. La escalera bajaba hasta un garaje o almacén muy tenuemente iluminado. Entre armazones de hierro la gran esfera de un reloj brillaba como azufre sobre un espacio tan vacío como una pista de baile abandonada.

Igual que en ciertas estaciones de ferrocarril con bóvedas góticas y altas vidrieras ennegrecidas por el humo, había en aquel lugar una sensación de distancias infinitas exagerada por la penumbra, por las bombillas rojas encendidas sobre las puertas, por la música obsesiva y violenta que retumbaba en el vacío, en las aristas metálicas de las escaleras. Tras una barra larga y desierta un pálido camarero con smoking preparaba una bandeja de bebidas. Tal vez por efecto de la luz a Biralbo le pareció que una leve capa de polvos rosados le cubría los pómulos. Sonó un timbre. La luz roja se encendió sobre una puerta metálica. Sosteniendo la bandeja con una sola mano el camarero cruzó todo el salón y llamó con los nudillos. En el instante en que la abría se apagó la luz: Biralbo creyó oír un estrépito de carcajadas y de copas mezclado con la música.

De otra puerta, más al fondo, salió un hombre ciñéndose el pantalón con una cierta petulancia, como quien abandona un urinario. Había otra barra allí, remota, iluminada como las capillas más hondas de las catedrales. Otro camarero de smoking y un cliente solitario se distinguían con una precisión de siluetas recortadas en cartulina negra. El hombre que se había abrochado el pantalón se puso un sombrero terciado sobre los ojos y encendió un cigarrillo. Una mujer salió tras él, ahuecándose con los dedos la melena rubia, guardando en el bolso una polvera o un espejo mientras fruncía los labios. Desde la barra más próxima a la escalera de salida Biralbo los vio pasar junto a él conversando en voz baja con un rumor de eses y oscuras vocales portuguesas. Cuando los tacones de la mujer resonaron en los peldaños metálicos aún siguió oliendo un perfume muy intenso y vulgar.

—¿Está solo, señor? —El camarero había vuelto con la bandeja vacía y lo miraba sin sonreír tras la barra de mármol. Tenía la cara muy larga y el pelo aplastado sobre la frente—. No hay por qué estarlo en el
Burma
.

—Gracias —dijo Biralbo—. Espero a alguien.

El camarero le sonrió con sus labios excesivamente rojos. No lo creía, desde luego, tal vez aspiraba a darle ánimos. Biralbo pidió una ginebra y se quedó mirando la barra simétrica del fondo. El mismo camarero, el mismo smoking con una hechura como de 1940, el mismo bebedor con los hombros caídos y las manos inmóviles junto a la copa. Casi lo alivió descubrir que no miraba un espejo porque el otro no estaba fumando.

—¿Espera a una mujer? —El camarero hablaba un español eficaz y arbitrario—. Cuando llegue pueden pasar al veinticinco. Usted toca el timbre y yo le llevo las copas.

—Me gusta este lugar. Y su nombre —dijo Biralbo, sonriendo como un borracho solitario y leal. Lo inquietó pensar que el otro bebedor estaría diciéndole lo mismo al otro camarero. Pero el mayor mérito de la ginebra cruda y helada es que lo derriba a uno en seguida—.
Burma
. ¿Por qué se llama así?

—¿El señor es periodista? —El camarero desconfiaba. Tenía una sonrisa de vidrio.

—Estoy escribiendo un libro. —Biralbo sintió con felicidad que al mentir no ocultaba su vida, que la iba inventando—. «La Lisboa nocturna.»

—No hace falta que lo cuente todo. A mis jefes no les gustaría.

—No pensaba hacerlo. Sólo pistas, ya sabe… Hay quien llega a una ciudad y no encuentra lo que busca.

—¿El señor beberá otra ginebra?

—Me ha adivinado el pensamiento. —Después de tantos días sin hablar con nadie Biralbo notaba un impúdico deseo de conversación y de mentira—. Burma. ¿Hace mucho que está abierto?

—Casi un año. Antes era un almacén de café.

—Los dueños quebraron, supongo. ¿Entonces ya se llamaba así?

—No tenía nombre, señor. Ocurrió algo. Parece que el café no era el verdadero negocio. Vino la policía y rodeó el barrio entero. Se los llevaron esposados. El juicio salió en los periódicos.

—¿Eran contrabandistas?

—Conspiraban. —El camarero se acodó frente a Biralbo y se acercó mucho a su cara, hablándole en voz baja, con sigilo teatral—. Algo de política.
Burma
era una sociedad secreta. Había armas aquí…

Sonó un timbre y el camarero cruzó el salón caminando como en contenidos pasos de baile hacia una puerta donde se había encendido la luz roja. El otro bebedor se descolgó lentamente de la barra del fondo y avanzó hacia la salida siguiendo una sospechosa línea recta. Sobre su cara se sucedían como fogonazos los tonos de la luz y de la penumbra. Era muy alto y sin duda estaba borracho, llevaba las manos hundidas en los bolsillos de un chaquetón de aire militar. No era portugués, tampoco español, ni siquiera parecía europeo. Tenía los dientes grandes y una barba recortada y rojiza, y la cara un poco aplastada y la peculiar curvatura de la frente le hacían parecerse de manera lejana a un saurio. Se paró ante Biralbo, meciéndose sobre sus grandes botas con hebillas, sonriéndole con aletargado estupor, con júbilo lento de borracho. Frente a la mirada de aquellos ojos azules la memoria de Biralbo retrocedió a los mejores días del Lady Bird, a los más antiguos, a la felicidad cándida y casi adolescente de ser amado por Lucrecia. «¿No te acuerdas de mí?», le dijo el otro, y él reconoció su risa, su acento perezoso y nasal. «¿Ya no te acuerdas del viejo Bruce Malcolm?»

CAPÍTULO XIV
BOOK: El invierno en Lisboa
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