Una pareja de guardias civiles detrás de la barrera, con sus impermeables color verde oliva. Dos Land Rovers de la Guardia Civil aparcados un poco más atrás. Dentro de la caseta, la figura sentada de un agente de más edad, tosiendo dentro de un pañuelo. Uno de los guardias civiles se acerca con la metralleta colgada del hombro a la ventanilla del coche de Muria y agacha la cabeza para asomarse al interior.
—Servicio Central de Documentación —dice Muria.
El Guardia Civil se lo queda mirando con el ceño fruncido.
—¿Servicio Central de Documentación? —dice.
Muria saca su credencial por la ventanilla. El guardia civil se la queda mirando con cara de no entender. Los papeles empiezan a mojarse.
—Para pasar por aquí hace falta una autorización especial de Interior —dice el guardia civil, con la mano apoyada en la metralleta—. Una por vehículo y una para cada ocupante. Anda que no lo están diciendo continuamente, por la radio y en las noticias…
Muria mira por el parabrisas, contrariado. El guardia civil señala con el cañón de la metralleta una lata de cerveza vacía que hay en el suelo del coche.
—¿Ha estado usted bebiendo?
—¿Ha pasado alguien más hoy por este control? —le pregunta Muria—. ¿Un hombre joven con barba?
El guardia civil niega con la cabeza.
—Por aquí sólo pasa la gente que trabaja en la descontaminación —dice—. De todas maneras, aunque pudiera entrar luego no lo dejarían salir. Después del próximo control empieza la zona de cuarentena.
Muria suelta una palabrota y da marcha atrás. Da un volantazo para girar en redondo por la carretera azotada por la lluvia y mientras se aleja puede ver por el retrovisor a los guardias civiles del control mirándolo a lo lejos y hablando por sus walkie-talkies. Más campos negros. Más esqueletos de vegetación. Toma un desvío al oeste a la altura de Santpedor y después un camino sin asfaltar que vuelve a girar al norte, con la franja negra del horizonte otra vez por delante. Casi media hora más tarde llega a una granja casi invisible bajo la cortina de lluvia. Toca la bocina varias veces frente a la casa, pero el lugar está abandonado. Ya ha entrado en la zona de evacuación. Deja el coche en el cobertizo y lo cambia por una bicicleta oxidada, una linterna de coche y un impermeable que encuentra colgado de un gancho de la pared. A la gente de aquí la debieron de evacuar con urgencia, porque de las pocilgas todavía llega un ligero olor a animales muertos. No hubo tiempo de salvar al ganado.
Más al norte, el paisaje se deteriora con rapidez asombrosa. La visibilidad se reduce y el aire se carga de una sensación extraña que no es solamente la electricidad de la tormenta. El impermeable le crepita y suelta chispitas de estática. La pista forestal por la que Muria pedalea está llena de restos de animales muertos, probablemente envenenados durante las primeras horas por la nube del meteorito. La única forma de seguir adelante es pedalear con una mano en el manillar y la otra sosteniendo la linterna para iluminar el camino. Los relámpagos tiñen la atmósfera de un color violáceo que no se parece a nada que Muria haya visto en su vida. Allí donde el dosel de ramas de los árboles no deja pasar la lluvia, la linterna ilumina los millones de partículas de ceniza que hay en suspensión en el aire. Por fin, al cabo de una hora de pedalear, Muria corona una colina y ante sus ojos aparece el valle de Sallent.
El impacto ha descompuesto el valle como si fuera una pedrada en medio de un pastel. El cráter tiene dos kilómetros de largo y unos quinientos metros de ancho en su parte más profunda. A Muria le cuesta imaginar que sus laderas escarpadas no existieran hace solamente tres meses. Más allá, el pueblo desierto. Muria recuerda haber leído que en Sallent el temblor de tierra derribó casas enteras y abrió una brecha en el centro del pueblo que se tragó varios coches. Vista en persona, la columna de humo que sale del cráter no se parece a la columna de humo que se ve por televisión. No se parece a nada. Sus dimensiones son antediluvianas. La oscuridad del valle es una oscuridad de noche de tormenta. Pero es la una de la tarde.
—Hijo de la gran
puta
—murmura Muria.
Baja la colina rodando a toda velocidad y a punto está de toparse con un grupo de individuos con trajes protectores que caminan por entre los esqueletos de árboles. En el último momento consigue tirarse al suelo con la bicicleta para no ser visto. Los tipos avanzan en procesión por el paisaje calcinado, con sus trajes herméticos de teflón de cuerpo entero, con botas y guantes de caucho y máscaras antigás soldadas a la capucha protectora. La fila india acentúa el aspecto cómico de sus andares de pato. El que va en cabeza de la procesión lleva alguna clase de aparato de medición que parece un micrófono conectado con un cable espiral a un maletín. Muria espera a que desaparezcan bajo la lluvia y despega el cuerpo del barro negro del suelo.
En las laderas calientes del cráter, la sensación de desolación es casi insoportable. Mientras asciende, Muria piensa en cuerpos reventados por bombas. En voces sin cuerpo. En mentiras. A su derecha, una chimenea de unos diez metros vomita humo negro en medio de la ladera. Su impermeable ya está completamente embadurnado de barro negro. La linterna a duras penas consigue iluminar un par de metros. En un par de ocasiones a Muria le parece ver a más gente con trajes de teflón caminando por debajo de él, y en un momento dado está casi seguro de que le están haciendo señales. La luz de su linterna debe de verse desde varios kilómetros a la redonda. Muria sigue trepando por el barro y las rocas. No tiene ni idea de cuánto tiempo lleva allí cuando divisa la segunda luz. Todavía por encima de él pero no demasiado lejos. Aprieta el paso.
Cuando por fin lo encuentra, en el borde mismo del cráter, Daniel M. Dorcas está de rodillas en el suelo. La linterna tirada a un par de metros. Lleva la misma parka de siempre, embadurnada de barro. El pelo apelmazado y la cara completamente negra. Sorprendido, Muria comprende que él también debe de tener la cara negra. Lo ilumina con su linterna y camina hacia él. Dorcas no hace nada. No se mueve. Muria le pone una mano en el hombro. Dorcas lo mira sin sorpresa.
—Está muerto —dice Dorcas. Y señala.
Muria se atreve a mirar por primera vez el interior del cráter. Allí al fondo, después de tres meses, en medio del humo, el corazón del impacto todavía resplandece. Un brillo rojo macilento, pulsátil, el brillo del magma geológico.
—No ha venido a traernos ningún mensaje —dice Dorcas—. Ha caído porque estaba
muerto.
Muria piensa en mensajes en clave que cruzan el éter. Ya nada es lo que parece.
—Estamos
solos
—dice Dorcas—. Ha muerto y nos ha dejado solos. Solos en el universo. ¿Qué va a ser de nosotros?
Muria piensa en la Nueva España. Piensa en cosas que han muerto pero que nadie dice que han muerto. En cosas que dejaron de existir hace milenios pero que siguen ocupando el mismo espacio vacío porque todo el mundo actúa como si siguieran vivas. Cosas podridas que acechan en despachos a oscuras.
Y sacando su paquete de tabaco con las manos embadurnadas, se enciende un cigarrillo y se sienta a fumarlo al lado de Dorcas.
Islote
Teo Barbosa abre los ojos. La habitación a oscuras. El colchón en el suelo. La Madre Nieve. Los restos de comida. Los periódicos viejos. Los libros por el suelo. El rumor de la televisión. Todo vuelve a empezar. Una de las consecuencias más inmediatas de la desconexión con el pasado es que todo vuelve a empezar todo el tiempo, sin solución de continuidad. Todo vuelve a empezar cada vez que Barbosa se despierta en la habitación a oscuras. En el colchón en el suelo. Con la Madre Nieve. Todo vuelve empezar cada vez que sale de la habitación. Cada vez que se levanta del sofá donde está viendo el televisor para ir arrastrando los pies hasta la cocina. Cada vez que abre la nevera. Cada vez que hace las cosas que hace todo el tiempo. Las rutinas de la reclusión. Todo vuelve a empezar cada vez que parpadea. El mundo previo al parpadeo y el mundo posterior son irreconciliables.
Barbosa se incorpora hasta sentarse en el colchón y se frota los ojos. A su lado la Madre Nieve no se mueve. La forma en que la Madre Nieve duerme hace pensar en letargos provocados por mordiscos a manzanas hechizadas: de costado, con la melena pajiza desparramada sobre las sábanas sucias, en una postura que sugiere que se ha quedado así tras desplomarse víctima del hechizo, sin que haya ningún movimiento de su pecho que sugiera que está respirando. De la sala llega el rumor del televisor. El rumor que no se apaga ni de día ni de noche. Barbosa orina en el retrete con la palma de una mano apoyada en la pared y se rasca la cabeza greñuda.
Camina hasta el sofá y se sienta delante del televisor, junto a la mujer que se aparta ligeramente de su olor corporal y de su presencia en calzoncillos. Sigue teniendo la misma cara ancha de niño y los mismos ojos azul pálido que transmiten impresiones contradictorias de pureza espiritual y de adolescencia congelada, pero ahora la barba greñuda y el pelo largo también le dan aspecto de acabar de despertarse de un sueño mágico de cien años. De paciente de coma que acaba de abrir los ojos y todavía no sabe que ya es adulto. El televisor está emitiendo un capítulo de la serie
Vacaciones en el mar.
Barbosa no sabe gran cosa de la otra pareja que vive en el piso, la que vive
realmente
en el piso. Casi nunca habla con ellos. No intercambian ninguna información y cuando no coinciden delante del televisor suelen recluirse en sus dormitorios respectivos. Barbosa conoce sus nombres porque los ha visto casualmente en la correspondencia que a veces está tirada sobre la mesa de la cocina. Y sabe que ellos conocen su nombre porque las fotografías de Barbosa y de la Madre Nieve aparecieron en la televisión y en los periódicos después del golpe al Banco de Vizcaya. El resto de detalles de la pareja que vive en el piso los ha ido deduciendo a partir de detalles y fragmentos de conversaciones durante los cuatro meses que Barbosa y la Madre Nieve llevan recluidos en este piso: él trabaja de enfermero en el Hospital del Valle de Hebrón y ella está sin trabajo pero asiste a clases nocturnas de secretariado. Reciben algo de dinero por tenerlos en su piso, pero nada parecido a una cantidad fija ni a nada que pueda dar la impresión de que tenerlos es una actividad remunerada. Se consideran revolucionarios y siguen con avidez las noticias políticas. Los trabajos de la ponencia de la Constitución. La salida del PSOE. El atentado de Lemóniz. El proceso autonómico. Barbosa sabe que no pueden tener ninguna clase de militancia ni participar en manifestaciones de ninguna clase, por razones de seguridad. Su militancia consiste en cuidar de ellos. De
la otra
pareja que vive en su casa. Sus sombras.
Barbosa abre una lata de cerveza y hace caso omiso de la mirada de recriminación de la mujer. Se la bebe con sorbos pausados mientras mira el episodio de
Vacaciones en el mar.
Lo cierto es que
Vacaciones en el mar
parece sufrir la misma clase de dislocación temporal que Barbosa percibe a su alrededor. Los tripulantes del transatlántico parecen empezar sus vidas de cero con cada episodio. La lógica argumental de la serie indica que sus aventuras se suceden en el tiempo, y sin embargo ninguno de los protagonistas da ninguna señal de estar acumulando su experiencia. De aprender nada. En cuanto a los personajes secundarios, los que solamente aparecen durante un episodio, todos actúan de la misma manera y están embarcados en la misma búsqueda de amor que finalmente se ve recompensada mediante mecanismos idénticos. Los protagonistas de
Vacaciones en el mar
no están menos atrapados en su barco que Barbosa en el piso del enfermero y su novia. Encerrados en un bucle circular de acciones. Desprendidos de la Historia.
El episodio ya está terminando cuando Barbosa oye un susurro de pasos en el pasillo y oye abrirse la puerta del baño. La luz del baño no se enciende. Tampoco se oye a nadie tirar de la cadena. Son las Normas de la Nevera, por supuesto. Interiorizadas de tal manera que ya se han vuelto meras funciones fisiológicas para todos los ocupantes del piso.
Al cabo de un minuto, la Madre Nieve aparece en la sala de estar. Se sienta en medio de sus dos ocupantes y mira con su ojo ciego los créditos del final de
Vacaciones en el mar.
Nadie dice nada. La Madre Nieve coge un cigarrillo del paquete de tabaco que hay sobre la mesilla. La mujer del sofá se levanta sin decir palabra y se marcha a su dormitorio. Los créditos se terminan. Ni el enfermero ni su novia han dirigido la palabra a la Madre Nieve ni una sola vez desde que hace unas semanas tuvo lugar cierto incidente en la cocina, relacionado con un cuchillo y las Normas de la Nevera. Así llamadas porque originalmente estaban sujetas con un trozo de cinta adhesiva a la puerta de la nevera. Gastar la menos electricidad posible. Gastar la menos agua posible. Ducharse una vez por semana. Afeitarse una vez cada tres semanas. No hacer ruido. Hablar en voz baja. Caminar descalzos y deslizando la planta del pie. Evitar comer de forma innecesaria. Evitar dejar residuos innecesarios. Evitar el alcohol. No tirar de la cadena del retrete después de orinar. Todas las normas necesarias para que nadie pueda notar que en un piso donde viven dos personas en realidad están viviendo cuatro. La pareja real y la pareja de sombras. Cuando hace unas semanas, el enfermero le hizo notar a la Madre Nieve que no estaba siendo del todo respetuosa con esas normas, ella lo tiró al suelo de la cocina en medio de los chillidos de su novia y le puso un cuchillo de cocina en la garganta, apretando hasta hacerle sangrar pero con cuidado de no seccionarle ningún vaso sanguíneo vital. Desde entonces no se han producido más recriminaciones.
Barbosa vuelve a estar en la cama, después del final de la programación nocturna, cuando una mano lo zarandea. Abre los ojos y se incorpora de golpe hasta sentarse. La habitación está a oscuras. La mano sigue zarandeándolo. La mujer del piso le está diciendo algo. Se frota los ojos y se restriega la cara. Por fin entiende que la mujer le está hablando de su novio, del enfermero.
—¿Qué le pasa? —murmulla Barbosa.
—Que no ha vuelto. Te lo estoy diciendo.
—¿Cómo que no ha vuelto?
—Del hospital. Son las dos de la madrugada. Ya hace más de una hora que tendría que estar aquí.