El jardín de los tilos (6 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

BOOK: El jardín de los tilos
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Se apartó del confesionario, pero no del todo, lo que dio lugar a que se fueran los desharrapados. Don Leonardo salió del confesionario y se le acercó una señora que por el modo de hablarle se apreciaba que tenía mucha confianza con él, y con respeto, pero con desenfado, le dijo que aquellos pobres apestaban la iglesia, e hizo un mohín con la nariz para indicar lo desagradable que le resultaba aquel olor, a lo que don Leonardo, con mucha tranquilidad, le contestó:

—Mi querida amiga. ¿No te das cuenta de que son los verdaderos amigos de Jesús?

La frase le dio que pensar a Rafaela, y al domingo siguiente se quitó los guantes para repartir sus habituales limosnas y acarició a un niño pequeño que sostenía una mendiga en brazos.

Aquel día no se confesó con don Leonardo, pero lo hizo a la semana siguiente, y ya nunca dejó de hacerlo en todos los días de su vida.

Don Leonardo Zabala era un sacerdote, solo un año mayor que Rafaela, ya que había nacido en 1842, cuya ilusión hubiera sido ser jesuita, pero en la Compañía consideraron que no tenía luces suficientes y le aconsejaron que más le valía ser un buen sacerdote diocesano que un deficiente jesuita, y don Leonardo, de natural humilde, agradeció el consejo, y siempre tuvo en tal estima a la Compañía de Jesús que cuando se convirtió en el director espiritual de Rafaela le recomendó que en los asuntos tan importantes que emprendía, que en muchas ocasiones excedían a sus conocimientos, consultara con los padres de la Compañía. Rafaela, poco antes de morir, conocedora de los deseos de quien con tanta fidelidad le había atendido a lo largo de su vida, intercedió cerca del padre general de la Compañía, con quien le unía una buena amistad, para que le permitiera a don Leonardo hacer los votos de jesuita a la hora de su muerte, a lo que accedió el prelado, de suerte que don Leonardo Zabala murió siendo jesuita.

Lo que atraía a las gentes de aquel sacerdote era el convencimiento que tenía del infinito amor que Dios mostraba a los hombres, y por eso a cualquier criatura, por indeseable que fuera, la consideraba merecedora de ese amor, y a él, como hijo de Dios y hermano de Jesucristo, le correspondía hacerles partícipes de él en la medida de sus posibilidades, que las concretaba en dos aspectos: en el espiritual, dedicando muchas horas al confesionario para aliviar a las almas, y en el material, siendo infatigable en captar fondos para dar limosnas a los pobres.

Desde niño quiso ser sacerdote, y cuando ni tan siquiera sabía bien en qué consistía el sacerdocio, él quería serlo, sin ninguna posibilidad para ello, ya que era el hijo único de una viuda muy pobre que no podía darle estudios. Durante su infancia trabajó en las faenas del campo, apenas podía asistir a la escuela, y su único recreo era ir a la iglesia y ayudar al sacerdote en la misa y en las otras funciones religiosas. Cuando cumplió los catorce años se produjo el milagro: a su madre le tocó la lotería, la única vez en su vida que había jugado, lo que le permitió ingresar en el seminario de Vitoria. Nunca dudó de que había sido un milagro de la Virgen, de la que era excepcionalmente devoto, que se había servido de algo no muy recomendable, como era el juego, para que él pudiera convertirse en servidor incondicional del Señor.

Con la lotería se traía algo de confusión, ya que en el País Vasco eran, y son, muy aficionados a apostar en las regatas de traineras, en los partidos de pelota y en toda clase de juegos rurales, y también en los de azar, lo que don Leonardo condenaba severamente desde el púlpito por el peligro de arruinarse que suponía para las familias. Pero él, cuando llegaba la Navidad, no resistía la tentación de jugar un décimo, sobre todo cuando tenía una necesidad apremiante de ayudar a alguna obra de caridad en grave apuro, y si no le tocaba, lo que ocurría casi siempre, se daba golpes de pecho por haber malgastado un dinero que hubiera podido tener mejor destino.

A su muerte, alguno de sus devotos, que los tenía en abundancia, echó cuentas del dinero que había pasado por las manos de aquel humilde sacerdote y calculó que habían sido más de ¡diez millones de pesetas!, una cifra increíble para la época, pero es que eran muchos los feligreses que, conocedores del buen destino a que estaba dedicado el dinero, se lo daban, según decía este devoto, «a manos llenas». Y cuando la necesidad apremiaba, y no le tocaba la lotería, llegaba a la imprudencia de tomar dinero en préstamo, confiando en que le ayudarían a pagarlo los que se habían beneficiado de él, y como esto raramente ocurría, acababa cargando con todo, lo cual le creaba no pocos problemas, sobre todo los últimos años de su vida.

Su modelo era el santo cura de Ars, al que procuraba parecerse, y decían que no se quedó corto en el parecido.

El 16 de julio de 1876, festividad de Nuestra Señora del Carmen, Rafaela, de una manera formal, le rogó a don Leonardo que fuera su director espiritual, y el sacerdote no aceptó de primeras porque estaba acostumbrado a tratar con damas de la alta sociedad que podían mostrarse generosas a la hora de dar dinero para los pobres, pero muy poco propicias a llevar una vida de oración y sacrificio en sus conductas personales, so pretexto de que su posición social no se lo permitía. A estas les decía que era suficiente que acudieran al sacramento de la penitencia cuando la conciencia las acusara de alguna falta, aunque no fuera muy grave, y que siguieran pensando en los que tenían menos que ellas y atendiéndoles con su caridad.

Algo parecido le diría a Rafaela en los primeros encuentros, pero la futura beata no se conformó y le dijo que ella quería estarle en todo sometida, ya que no se fiaba de sí misma y precisaba de quien la fuera conduciendo por el buen camino para conseguir la perfección, y le puso el ejemplo de grandes santos, como Teresa de Ávila y, sobre todo, san Vicente Ferrer, que sostenía que aquel que tuviere un director y le obedeciera sin reservas y en todas las cosas, alcanzaría el fin con más facilidad que si estuviera solo, y que ella estaba dispuesta a prestarle esa obediencia.

Don Leonardo no estaba acostumbrado a una petición tan insólita y hasta llegó a objetarle que se temía que no estaría a la altura de lo que ella pretendía, y que no se consideraba con ciencia suficiente, a lo que Rafaela le replicó que no confiaba en su ciencia sino en la de Dios, que actuaría a través de su persona. En el testimonio que dejó don Leonardo a la muerte de Rafaela, manifestó que no estaba seguro de que no hubiera recibido más provecho él que ella, ya que la gracia obraba con tal fuerza en el alma de su dirigida que algo de esa gracia le llegaba a él, de suerte que cada vez que la recibía en confesión, lo que ocurría cada ocho días, era un recreo para su alma, que se sentía conmovida cuando ella se despedía siempre con la misma frase: «No me abandone usted». A don Leonardo le sobrecogía que alma tan privilegiada de tal manera confiara en él, pero él a su vez confiaba en Dios, lo que le daba fuerzas para seguir en el empeño.

Cuando Rafaela tomó esa determinación estaba saliendo de una fase muy dolorosa de su vida: el fallecimiento de su hermana pequeña Rosario, la más querida, que murió súbitamente a los veintiocho años, el 8 de enero de 1875, dejando cinco hijos, el mayor todavía no había cumplido los ocho años, y un marido, Adolfo de Urquijo, destrozado.

Rafaela ya se había asomado al drama de la muerte en anteriores ocasiones, pero las había sobrellevado mejor que la de su hermana Rosario, porque las encontró más comprensibles o, por lo menos, más acordes con lo que suponía que eran los planes de Dios para los mortales. Sus abuelos, los fundadores de la dinastía Ybarra, murieron de edad avanzada, después de una vida muy cumplida y en gracia de Dios, incluso su abuelo José Antonio, que tanto le preocupara cuando se enteró de que había andado en el tráfico de esclavos negros, en su postrera enfermedad recibió los últimos sacramentos, no con demasiado conocimiento, pero con el suficiente para que Dios se apiadara de su alma. En cuanto a su hijo José Adolfo, nació muy precario de salud, y cuando al año falleció mucho le dolió, pero no le extrañó excesivamente ya que eran tiempos en los que había que contar con que no todos los niños sobrevivirían por ser la mortandad infantil muy alta, y de ella no se libraban ni ricos ni pobres. Y tuvo el consuelo de que, habiendo sido bautizado al poco de nacer, se encontraba en el cielo.

La muerte de Refugio le resultó más dolorosa y desconcertante ya que era la niña deseada después de haber dado a luz a tres varones, y había sido recibida con especial contento, y además falleció con dos años y medio, cuando ya andaba y hablaba y era la alegría de la casa, un juguete no solo para los padres, sino también para sus hermanos mayores. Y sobre todo para Josefa Uribarri, Pepa, la nodriza que había sido contratada nada más nacer la niña para cuidarla, que lo hizo con tal esmero que Rafaela llegó a sentir celos, ya que en ocasiones la niña parecía quererla más que a ella.

Además murió de una enfermedad muy dolorosa, la difteria, al final con síntomas de asfixia, que laceraban el corazón de los que la asistían sin poder hacer nada para aliviarle el mal. Fue un trance amargo para Rafaela, pero se tuvo que hacer fuerte para dar ánimos a dos personas. A su marido, que adoraba a la niña, y que se quedó sumido en la más profunda desolación, y a su criada Pepa, a la que le entró tal desesperación con la pérdida de la niña que hasta se atrevió a renegar de Dios, que tan injustamente se la había llevado.

Cuando falleció Refugio todavía residían en la casa de la calle de Santa María, y a José le entró la comezón de que la difteria se cogía por contagio, y que si hubieran vivido en el campo, lejos de las miasmas de la ciudad, no hubiera contraído la enfermedad, y Rafaela le razonaba que muchos eran los niños que vivían en la ciudad y no por eso la contraían, pero cuando se le ocurrió a su marido lo de trasladarse a vivir al Campo Volantín, y hacerse allí una casa, accedió por el entretenimiento que le suponía construir un edificio, que acabó siendo el palacete conocido como La Cava.

Lo de Pepa fue de otra naturaleza, pues se sumió en una desesperación muy desagradable para quienes tenían que convivir con ella, ya que cuando no estaba llorando estaba renegando, y llegó a tal punto que José le recomendó a su mujer que la despidiera. ¿No la habían contratado para atender a una niña que ya no estaba? Pues para nada precisaban de su servicio. Pero Rafaela argumentaba que cómo iban a despedir a quien tales muestras de amor había dado a su hija.

Rafaela se puso a discurrir con la criada, que se mostraba cerril, encerrada en su dolor, sin querer atender a razones, y uno de los días no le quedó más remedio que decirle:

—El señor tiene razón, y no me va a quedar más remedio que despedirte.

Eso no se lo esperaba Pepa, que se puso de rodillas, y, tomando las manos de Rafaela y besándoselas, le rogaba que por nada la despidieran, que prometía servirle fielmente sin necesidad de pagarle el salario. Rafaela se mantuvo muy firme, con una firmeza de la que dio buenas muestras en su vida cuando tuvo que enfrentarse a situaciones extremas, y le vino a decir que a ella mucho le había dolido la muerte de su hija, pero que tenía el consuelo de que estaba en el cielo, ya que había fallecido sin haber tenido ocasión de perder la gracia del bautismo, mientras que Pepa, con aquel renegar de Dios, había puesto su alma en tan grave riesgo que, de morir aquella noche y no mediar la misericordia divina, se iría de cabeza al infierno.

Eran tiempos en los que no se dudaba de la existencia del infierno, y por eso Pepa aceptó de buen grado el irse a confesar a una iglesia atendida por los agustinos, y ese mes, cuando llegó el día de recibir su paga, no quiso tomarla, porque decía que se consideraba pagada con tanta paciencia como estaba teniendo la señora con ella, pero Rafaela no lo consintió y Pepa entregó la mitad de lo recibido en el cepillo para los pobres de la iglesia en la que se había confesado.

Desde ese día se convirtió en fidelísima sirvienta de la casa Vilallonga, y Rafaela le decía a su marido que fue gracias a él, pues el amenazarla con despedirla había sido mano de santo.

La muerte de Rosario se produjo de una manera súbita, impensada, de la noche a la mañana. ¿Qué sentido tiene, Señor, que te lleves a una madre ejemplar de cinco hijos?, fue la primera pregunta que se hizo Rafaela, pero apenas tuvo tiempo de escuchar la respuesta, ya que se encontró con una situación que la desbordaba. Si el marido, Adolfo de Urquijo, se encontraba destrozado, su madre no lo estaba menos, ya que Rosario había sido su hija preferida, o por lo menos la que más gracia le hacía, por ser muy simpática, muy cariñosa, la que más besos y carantoñas le hacía, a diferencia de Rafaela, que se mostraba más remisa en sus manifestaciones de cariño. Era fácil sentirse orgullosa de ella, por ser la más lucida, la más elegante y, encima, la que mejor hablaba el francés, con un acento tan perfecto que podía pasar por francesa, algo muy estimado en la sociedad bilbaína.

Antes de seguir pidiéndole cuentas a Dios del porqué de sus designios, Rafaela tuvo que tomar diversas disposiciones. La primera de todas, hacerse cargo de los cinco niños, que no dudó de que debía acogerlos como si fueran sus hijos, y como tal los trató toda su vida, ya que se los trajo a vivir con ella a La Cava, y si alguna vez a los niños se les escapaba llamarle
mamá
, Rafaela los corregía y decía que la llamaran tía, o
tita
, porque ellos tenían una madre maravillosa, la más maravillosa del mundo, que estaba en el cielo, y desde aquellas alturas cada día se ocupaba de ellos, y que nunca debían olvidarla. Les hablaba así porque no dudaba de que su hermana pequeña estaba en el cielo, pero de lo que dudaba era de la oportunidad de que Dios se la hubiera llevado tan pronto. Pero en medio de su dolor y su desconcierto, debía dar muestras de serenidad para animar a los que tanto estaban padeciendo con aquella tragedia.

Prueba del amor y dedicación que volcó sobre sus sobrinos es que uno de ellos, Luisa Urquijo, pasados los años, profesó en el Instituto de los Santos Ángeles Custodios, que fundara Rafaela, en el que acabó siendo superiora desde 1916 hasta su muerte en 1953.

Cuando logró ordenar a aquella familia desarbolada comenzó a reflexionar sobre lo sucedido, y todavía no se le pasó por mientes dedicarse a caridades externas, pues la principal de sus caridades consistía en atender a su nueva familia que de tal modo se le había ampliado. Dejará escrito en sus notas que su vida cambió notablemente, no por amor de Dios, sino por la necesidad de atender a los niños, y por eso dejó de participar en fiestas de sociedad y de asistir al teatro, «que en 1877 solo recuerdo haber asistido dos o tres veces, y ningún gusto encontré en ello».

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